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El ‘héroe de Cambrils’: “Siempre puede venir un terrorista a matarme”

Habla por primera vez el ‘mosso’ que abatió a cuatro yihadistas en los atentados del 17-A. Atrapado aún en el suceso que cambió su vida, con sentimiento de culpa por su familia, el policía cuelga el uniforme por las secuelas psicológicas y critica el abandono de la Administración

Jesús García Bueno
Una patrulla de los Mossos en el paseo marítimo de Cambrils, donde irrumpieron los terroristas del 17-A.
Una patrulla de los Mossos en el paseo marítimo de Cambrils, donde irrumpieron los terroristas del 17-A.Albert Garcia (EL PAÍS)

“Ningún policía está preparado para una situación como esa. Actué como lo hice porque estaba alerta. Pero podría haberme quedado bloqueado. Y ahora estaría muerto”.

Por primera vez, el agente de los Mossos d’Esquadra bautizado, con o sin acierto, como el héroe de Cambrils, accede a charlar con un periodista en una cafetería de una localidad que conviene omitir. Han pasado más de cuatro años, pero el miedo perdura. “Nadie puede asegurarme que no me va a pasar nada. Dicen que estos cuatro chicos eran unos pobres diablos, pero siempre puede venir un terrorista a matarme o a saber quién mató a los suyos”.

Por su seguridad y por sentido común, pocos detalles biográficos deben trascender de este hombre corriente y de apariencia bondadosa que, la noche del 18 de agosto de 2017, abatió a cuatro de los cinco terroristas que sembraron el caos en el paseo marítimo de Cambrils (Tarragona). Basta con señalar que es un patrullero, que está en mitad de la vida, que está casado y que es padre. Es un agente curtido y un amante de la profesión (¡y lector de novela policíaca!), pero no responde al prototipo de policía musculoso que empuña un subfusil y luego una pistola para acabar con la vida de cuatro jóvenes que le persiguen, armados, al grito de “¡Allahu Akbar!”.

La cabeza de Arturo (el nombre también hay que inventarlo) regresa a ese instante, apenas treinta segundos, que ha definido toda su vida posterior. Lo analiza, lo disecciona, sueña esa noche que le ha marcado a fuego, que ha tensionado a su familia, que le ha obligado, finalmente, a colgar el uniforme. El año pasado resumió su vivencia en el juicio de la Audiencia Nacional contra tres presuntos terroristas de la célula de Ripoll que provocó el 17-A. En los atentados de Barcelona y Cambrils murieron 16 personas y cientos más resultaron con lesiones físicas y, como Arturo, con heridas psíquicas insuperables. Su declaración, preparada al milímetro para evitar que las emociones le boicotearan, solo podía escucharse con los dedos tiesos sobre el teclado.

Tras el atropello múltiple de La Rambla, la tarde del 17 de agosto, los Mossos movilizaron todos sus recursos para detener al conductor homicida, Younes Abouyaaqoub, y prevenir nuevos ataques. Instalaron puntos estáticos en varias localidades. A la entrada del Club Náutico de la turística Cambrils se apostaron Arturo y una mossa a quien no conocía de nada. El hilo invisible de una experiencia compartida que es, hasta cierto punto, intransferible, les ha unido para siempre. “Hablamos de vez en cuando. Los dos sabemos por lo que hemos pasado”, cuenta.

De aquella noche de estío, Arturo recuerda el ambiente festivo: la temperatura agradable, la música en vivo de una orquesta, los paseos despreocupados de los veraneantes. Y cómo después, sobre la una de la madrugada del día 18, un Audi A3 de color negro irrumpió en la rotonda a gran velocidad y atropelló a la mossa. El hombre que estaba a punto de convertirse, sin saberlo y sin querer, en un héroe, y que probablemente salvó en el camino unas cuantas vidas, tuvo tiempo de gritar “¡cuidado!”. Después, ya solo pudo preocuparse por salvar el cuello. Del vehículo, volcado sobre el asfalto por el impacto, salieron cinco jóvenes; cuatro de ellos corrieron a toda velocidad hacia el agente.

El primero de los terroristas se abalanzó sobre él con un hacha y un cinturón de explosivos que, se supo después, resultó ser falso. Pero en aquel momento, recuerda Arturo, el brillo plateado del artefacto lo hacía muy real. “Yo llevaba el subfusil. Cuando el individuo estaba a pocos metros, disparé hasta abatirle. Desconozco cuánto disparé. Cuando cayó, vi que venían tres personas más corriendo a mi posición. Me desplacé corriendo hacia la derecha. No tenía munición en el subfusil. Me lo colgué del cuello y pude coger mi arma reglamentaria. No tuve más tiempo que abrir fuego y abatirlos”, detalló en el juicio con los brazos entrecruzados, como protegiéndose de una amenaza vívida, y a la vista de los tres terroristas procesados, incluido Driss Oukabir, hermano de uno de los que cayó en los disparos. El presidente del tribunal, Félix Alfonso Guevara, no permitió que Arturo declarase como testigo protegido pese a los esfuerzos de su abogado, José Antonio Bitos. Todo aquel que quiso pudo mirarle de espaldas, apreciar su complexión, intuir el color de su pelo o calcular su estatura: la vista se emitió en directo en YouTube.

El tiempo pasa y, en la paz de la cafetería, Arturo se permite una reflexión más relajada. En la escuela de policía de Mollet, donde se forman las nuevas hornadas de mossos, se menciona a menudo su actuación como ejemplo de reacción ante un suceso inesperado y violento. Pero la formación sobre el manejo de armas, lamenta, es escasa. Sobre todo, para policías rasos como él, los que están a pie de calle, los más expuestos. “Mucho tiempo después de acabar la academia, hice alguna práctica puntual con el subfusil. Pero nunca lo tocaba. Esa noche, cuando me lo dieron, no sabía ni cómo ajustar la correa. Al quedarme sin balas, no sabía qué hacer con él. No podía tirarlo al suelo, así que me lo puse al cuello para tener las manos libres”.

En el juicio, Arturo dijo que se sentía “culpable” por lo ocurrido. Lo aclara: “Cuando hablé del sentimiento de culpa, me refería sobre todo a mi familia”, dice sobre ese enemigo vicioso y de largo aliento. Porque el hombre que regresó a casa el 18 de agosto de 2017, conmocionado aún por el suceso, no ha vuelto a ser el mismo que, la tarde anterior, había salido por la puerta para sumarse al dispositivo Cronos. Con su mujer y sus hijos necesitados de atención, era el peor momento para quedar fuera de juego, tocado y casi hundido. “Quizás en otras circunstancias, habría afrontado lo que me pasó con más entereza. Pero aquello fue el remate. Al final, ves la vida y sus prioridades de otra forma. Tengo ganas de pasar página. Ahora voy a poder dedicarme a lo realmente importante: la familia”, dice Arturo que, tras una larga batalla con la Administración y en los tribunales, acaba de lograr al fin que se le reconozca la incapacidad permanente total. Y el derecho a cobrar una pensión por “accidente de trabajo derivado de acción terrorista”.

En un primer vistazo, la de Arturo parece una historia sobre el heroísmo, sobre cómo un individuo normal y corriente da lo mejor —sin que él mismo sepa explicarse por qué— ante un evento terrible. Vista de cerca, es sobre todo un drama sobre la injusticia, sobre la incapacidad de la maquinaria burocrática para ofrecer al que sufre una salida rápida e indolora. Matar a cuatro personas para salvar la propia vida no fue fácil. Lidiar con una administración fría e implacable, resume, tampoco lo fue.

Pocos días después del 17-A, el president Carles Puigdemont visitó la comisaría de Cambrils para agradecer el trabajo de los policías. Solo algunas voces, como la CUP, se desmarcaron entonces del aplauso general y hablaron de “ejecuciones extrajudiciales”. Mientras empezaron a divulgarse rumores falsos sobre su identidad —se dijo que había sido legionario—, el Govern se volcó en el procés y, sin más ruido, Arturo volvió a su puesto de trabajo. La mala fortuna quiso que, en una de sus primeras intervenciones en la calle, topase con un individuo de aspecto árabe; ambos acabaron revolcados por el suelo en un forcejeo. La pesadilla aún no digerida volvió a primer plano.

“Me preguntan si estoy contento, y digo que no. He pasado por 20 médicos y les he explicado la misma historia. Y eso que los informes siempre han dicho lo mismo. En este país no hay una solución extraordinaria para una circunstancia extraordinaria”, reivindica Arturo, cansado de una odisea de papeles y trámites que se le ha hecho cuesta arriba y que no le ha ayudado, precisamente, a mejorar su salud.

Siete meses después del ataque, exploró la posibilidad de incorporarse a la unidad de medio ambiente de los Mossos, mucho más relajada que la trinchera del patrullaje. La idea no prosperó. Cogió de inmediato la baja e inició el proceso para lograr la incapacidad. Ya no se veía capaz de seguir siendo policía. Los informes eran muy claros: Arturo sufría un trastorno de estrés postraumático severo, precisaba psicofármacos y recibía apoyo psicológico y psiquiátrico.

En agosto de 2019, coincidiendo con el segundo aniversario del ataque yihadista, el Instituto Nacional de la Seguridad Social le reconoció la incapacidad permanente parcial. Tal vez no podía ser un policía como los demás, pero sí dedicarse a “otros trabajos con requisitos distintos”. Bitos, su abogado, peleó y ganó. El mes pasado, un juzgado de lo social le reconoció la incapacidad total. La sentencia recoge una retahíla de conceptos médico-forenses que, pese a su complejidad, ilustran lo que ha sido una vida de angustia prolongada.

El héroe no puede “afrontar situaciones estresantes” ni desarrollar “las tareas fundamentales” de un policía. El héroe muestra “temor fóbico” a todo lo relacionado con el suceso del 18 de agosto de 2017. El héroe sufre “desmotivación”. El héroe va lento de pies y cabeza, tiene una “concentración limitada” y “ansiedad generalizada”. El héroe padece trastornos del sueño, como también señala la sentencia: insomnio y “despertar precoz ansioso por sueños sobre el atentado”. El héroe experimenta “pensamientos rumiativos invasores” y vive en permanente “estado de hiperalerta”. Su estado de salud “no ha experimentado mejoría, sino que se ha agravado”.

La vida de Arturo ha cambiado por completo. Los informes hablan de “distanciamiento doméstico, familiar, social y lúdico”. Él piensa íntimamente que ha fallado a su familia. Y quiere regalarle tiempo tras 17 años de carrera en los que ha afrontado otras situaciones complejas (violencia machista, armas blancas), ninguna como la de Cambrils. “Esta profesión me ha dado mucho… Me lo ha dado todo. Pero también me ha quitado mucho”, reflexiona sobre lo que acaba de dejar atrás. Se va, forzado por las circunstancias, un policía que después de los disparos en Cambrils y “sin comprender lo que había sucedido” (son sus palabras en el juicio) aún tuvo tiempo de ver a su compañera ensangrentada y llamar, con el teléfono de un ciudadano (su emisora había caído al suelo) a la ambulancia para pedir ayuda. La mossa vive con los mismos miedos que él —sacar a los niños a la calle es una odisea; correr, un signo de amenaza— pero, igual que Arturo, vive.

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Sobre la firma

Jesús García Bueno
Periodista especializado en información judicial. Ha desarrollado su carrera en la redacción de Barcelona, donde ha cubierto escándalos de corrupción y el procés. Licenciado por la UAB, ha sido profesor universitario. Ha colaborado en el programa 'Salvados' y como investigador en el documental '800 metros' de Netflix, sobre los atentados del 17-A.

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