Antifascistas en Bellaterra
No hay posibilidad de equidistancia entre quienes limitan las libertades en el espacio público y quienes las reivindican e intentan ejercerlas
Es ya una costumbre establecida y respetada por las autoridades académicas e incluso defendida por profesores en artículos en la prensa. El campus universitario de Bellaterra es territorio vedado para los partidos, organizaciones y entidades que por una razón u otra se oponen a la independencia de Cataluña. Cada vez que alguna de estas asociaciones intenta realizar algún acto público, repartir sus publicaciones o instalar una mesa para recoger adhesiones, se encuentra con la feroz oposición de unos grupos de activistas secesionistas, auténticos señores del espacio público, que les impiden mediante la coacción física el acceso o la instalación de sus casetas en el campus.
No es una originalidad. El minúsculo grupo de activistas que ha venido cortando la Meridiana desde hace dos años responden al mismo sentido de propiedad del espacio público y han venido suscitando idéntica reacción de inhibición de las autoridades. El derecho de manifestación se ha convertido para algunos en un monopolio secesionista protegido por los poderes públicos, en detrimento de las libertades del resto de los ciudadanos y aun a costa del prestigio y de la autoridad de la fuerza pública, a la que se le impide defender los derechos de todos e incluso se la deslegitima política y judicialmente ante la resistencia, a veces no muy pacífica, de algunos manifestantes.
Tan grave como la reducción del espacio de las libertades públicas, auténtica expresión del autoritarismo post democrático practicado por estos individuos y grupos tan propensos a la intimidación y a la coacción y por quienes justifican sus actuaciones, es la utilización de argumentos que entran de lleno en el territorio trumpista de la posverdad, en una perversa inversión de la realidad impropia de sociedades civilizadas. Los agredidos y expulsados son tachados de fascistas por quienes les impiden expresarse y, precisamente porque se les considera fascistas siendo pacíficos ciudadanos, se les amenaza y expulsa. El derecho a actuar de modo tan agresivo responde a que tan virulentos individuos se adornan del aura del antifascismo, razón por la cual se sienten no solo exonerados de la responsabilidad por sus desmanes sino incluso condecorados por la heroicidad de expulsar de la universidad a quienes tan malévolamente han expulsado ya antes del territorio democrático.
Puede que no sean fascistas ni unos ni otros, ni los pacíficos ciudadanos que querían difundir sus ideas, ni los energúmenos que se lo impidieron, tal como sostiene el profesor Jordi Mir en estas mismas páginas (Cuando todo es fascismo. 11 de octubre). Y no lo son, ciertamente, según los definen quienes tienen autoridad para hacerlo, como es el caso de Emilio Gentile, historiador del fascismo italiano y autor del libro Quién es fascista (Alianza). Gentile opta por una definición restrictiva, referida al genuino fascismo italiano, que caracteriza como “el primer movimiento político nacionalista y revolucionario, antiliberal, antidemocrático y antimarxista, organizado como un partido milicia, que ha conquistado el monopolio del poder político y ha destruido la democracia parlamentaria”. También admite un uso laxo y despreciativo, generalizado en el lenguaje político “como sinónimo de derecha, contrarrevolución, reacción, conservadurismo, autoritarismo, corporativismo, nacionalismo, racismo, imperialismo”.
Para la omnipresencia de la acusación de fascismo en nuestro mundo de hoy, Gentile tiene una aguda explicación a partir de una conferencia del ya desaparecido Umberto Eco, titulado El fascismo eterno. El genial semiótico italiano denunciaba el peligro de un regreso del fascismo “incluso bajo las vestimentas más inocentes” y propugnaba “el deber de desenmascararlo y señalarlo con el dedo bajo cualquiera de sus formas”. Eco tenía motivos sobrados para exponer esta idea en 1995, fecha de su charla, puesto que por primera vez habían entrado en el gobierno italiano ministros de un partido que se proclamaba heredero y continuador de Mussolini. El historiador, sin embargo, descalifica la tesis del eterno retorno del fascismo, puesto que considera que precisamente “favorece la fascinación del fascismo sobre los jóvenes, que poco o nada saben del fascismo histórico, pero se dejan sugestionar por una visión mítica, que quedaría posteriormente ampliada por la presumible eternidad del fascismo”.
Esos jóvenes fascinados por el fascismo han sustituido la historia por “una concepción del pasado histórico continuamente adaptada a los deseos, las esperanzas y los miedos actuales”
Esos jóvenes fascinados por el fascismo, al igual que los que se dicen antifascistas, tienen algo en común, según Gentile, y es que han sustituido la historia por “una concepción del pasado histórico continuamente adaptada a los deseos, las esperanzas y los miedos actuales”. No son fascistas, pero siguiendo a Gentile, su relación con el fascismo tiene que ver con la relación que tienen con la historia, similar a la que la astrología tiene con la astronomía, preparada por tanto para cualquier fantasía e invención, incluso para convertir las etiquetas políticas en meros disfraces para unos combates políticos que poco tienen que ver con el fascismo y con el antifascismo. Algo análogo sucede con la idea que se hacen de la democracia quienes confunden el método democrático, por el que sus partidos han entrado en el parlamento, han condicionado gobiernos e incluso han intentado una ruptura con la legalidad a partir de un referéndum plebiscitario, con el ideal de una sociedad democrática, en la que todos los ciudadanos son libres e iguales y gozan de los mismos derechos, sin discriminaciones de ningún tipo, tampoco ideológicas o identitarias.
No hay posibilidad de equidistancia entre quienes limitan las libertades y quienes las defienden. Puede que no sean fascistas ni unos ni otros, pero es seguro que no son antifascistas los que precisamente más cerca se hallan de la idea mitológica de la historia del fascismo, de la reducción de la democracia a una elección o a un referéndum y, sobre todo, a la legitimación de la coacción como instrumento de acción política, una actividad esa sí emparentada con las escuadras de porristas que condujeron al poder a Mussolini, el auténtico jefe fascista.
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