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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El poder del poder

Cuando la política acusa sordera es imposible encontrar un audífono que la palíe. Seguramente, porque no hay más sordo que el que no quiere oír. Ya no digamos escuchar

Pablo Casado
El líder de la oposición, Pablo Casado.Mònica Torres
Josep Cuní

La resistencia a abandonar la burbuja en la que cualquier partido político se instala voluntaria y obligatoriamente se debe también a la falsa idea de fortaleza. En cambio, abrirse, dialogar, ceder y corregir suena a debilidad amplificada por la denuncia de la oposición correspondiente. Y no son tiempos para hacer ver que flaquean ni piernas ni principios. Al contrario. Que se lo pregunten si no a Pablo Casado, penúltimo ejemplo, que para salir jaleado del baño de multitudes que quiso darle el partido en su turné por España con compañías de hoy dudosa reputación, y haciéndole creer que su momento está al caer, lanzó un órdago a Pedro Sánchez a causa de la justicia en el trasero de la Unión Europea.

Quizás influido por el ambiente que rezumaba la plaza de toros de Valencia, el líder popular quiso salir a hombros con las dos orejas y el rabo del presidente a quien considera o un mal diestro o un pésimo morlaco. Y el temor a Vox que le resuella en el cogote le llevó a decir: “Traeremos a Puigdemont aunque tengamos que viajar al último país de Europa para exigir respeto a nuestra justicia”. Respeto que no demostró el tribunal de apelación de Sassari, Italia, Europa. Al día siguiente dejó en suspenso la entrega del expresident hasta que hable la justicia comunitaria. Tanto sobre su inmunidad como sobre la cuestión prejudicial remitida a la instancia continental por el magistrado Pablo Llarena que sigue acumulando reveses.

Que cada uno de los tres poderes democráticos intente manosear a cualquiera de los otros dos es habitual. Unos con mayores posibilidades que otros. Al fin y al cabo, tienen sus dependencias a causa de vínculos imprescindibles para mantener fuerte al sistema pero que deberían acabar allí donde se marcan los límites respectivos. A partir de esta línea es donde el poder debe detener al poder, como defendió Montesquieu.

Alguien dijo recientemente que el problema principal que nos acecha es que el calendario gregoriano ha cedido ante el calendario electoral. Y esta premisa que intenta justificar muchos de los dislates que circulan esconde la incapacidad de la política de hacer pedagogía.

El líder de la oposición podría convenir en su autodefensa que Pedro Sánchez dijo algo parecido. Es cierto. Fue hace dos años cuando en plena campaña electoral se preguntó a modo de respuesta: “¿De quién depende la Fiscalía? ¡Pues ya está!”. Lo decía también por Puigdemont para asegurar que podía mover los hilos para traerle de vuelta como se había comprometido en un debate anterior. Pero después fue más allá nombrando fiscal general del Estado a Dolores Delgado, su anterior ministra de Justicia, sobre quien la derecha hace recaer la rebaja de tensión judicial del procés a pesar de que los independentistas arguyen lo contrario y siguen esgrimiendo la represión como consigna.

En esta permanente escalada verbal a la que la política nos tiene acostumbrados con constantes miradas retrospectivas, la izquierda y el secesionismo podrían traer a colación la famosa reunión de Jorge Fernández Díaz con el entonces jefe de la Oficina Antifraude de Catalunya, Daniel de Alfonso, cuando en un conato de conspiración para desprestigiar a destacados soberanistas el ministro del Interior del Gobierno de Rajoy soltó: “Esto la Fiscalía te lo afina. Hacemos una gestión”. Y de allí a filtrarlo a los medios amigos todo sería coser y cantar. El método estaba dando resultados, el eslabón perdido de un periodismo cómplice lo facilitaba. Y así se fue fraguando una parte del relato que persiste y que contraataca recordando que la ley de Transitorietat jurídica i fundacional de la República aprobada por el Parlament los fatídicos 6 y 7 de setiembre de 2017, en su artículo 66 apartado 4 otorgaba al presidente o a la presidenta de la Generalitat la potestad de nombrar directamente al presidente o presidenta del Tribunal Supremo Catalán, máximo órgano judicial del estado no nato. Y aunque fuera de manera provisional hasta la redacción de la ley correspondiente se entendió como una voluntad de querer controlar la justicia desde el minuto cero. Ilusión que tampoco fue.

Para que esta letanía vaya llegando a su fin, también es menester que los agentes afectados eleven su voz, recuerden los límites, ejerzan su responsabilidad individual y no se dejen seducir por los cantos de sirena ni empujar por las perversas fuerzas motrices de sus legítimas aspiraciones de poder. Y más allá de las notificaciones de las asociaciones ideológicas que les representan, pierdan la prudencia mal entendida y expongan criterios con la libertad que ampara el sistema y la solvencia que aporta la carrera. De lo contrario, la ciudadanía deduce que quien calla, otorga.


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