Contra los temas interesantes
Parece que sufrimos de una cierta intolerancia hacia todo lo que no nos interesa de entrada, como si el campo de nuestros intereses estuviera ya cerrado. Es como pretender que nos digan lo que queremos oir
En el recital-pregón del festival Barcelona Poesia de este año, el poeta Albert García Elena apuntaba a la confusión entre “espectador” y “lector” como una de las muchas que atraviesan nuestro panorama cultural. No sé si la cosa iba más por el lado de la espectacularización de ciertas escrituras, o hacia el énfasis en la visualidad de ciertas otras; a mí esta confusión me ha hecho pensar en la posición y la actitud que tendemos a adoptar, ya no sólo ante la lectura, sino ante cualquier palabra o comunicación que se nos dirija. La cuestión del tema, por ejemplo.
Hemos reducido la figura del otro a la del fan o a la del enemigo mortal con el que es imposible dialogarHemos reducido la figura del otro a la del fan o a la del enemigo mortal con el que es imposible dialogar
Seguro que alguna vez han oído a algún conocido lanzar el tipo de elogio sorprendido de un libro o de una película que le ha gustado mucho “a pesar de que el tema no le interesaba demasiado”. ¿El tema? La verdad es que no sabría decirles si hay temas “que me interesan” y temas que no. Quizás en un documental sea más importante, pero en el campo de la ficción diría que nunca he empezado un libro simplemente porque el tema que trataba me interesase en sí mismo. Y al revés: no he descartado lecturas en función de mis intereses previos. De ser así, creo que no habría leído casi nada. ¿Me interesaban, antes de leer Robinson Crusoe, los relatos de los náufragos ingleses de principios del XVIII? Pues más bien no, la verdad. Ni la pesca de la ballena, ni los dilemas morales de los jóvenes rusos del XIX, ni los malestares de adolescentes alemanes enamoradas de chicas con novio. La gracia de la ficción está en que el tratamiento estético de cualquier tema lo vuelve interesante, ya sea la microeconomía de Alaska o la gastronomía de los templarios.
Sé que es obvio, pero me parece algo sintomática de una cierta cosificación mercantiloide esta exigencia de que la ficción trate temas que nos interesen, en lugar de buscar tratamientos interesantes. Parece incluso que sufrimos de una cierta intolerancia hacia todo lo que no nos interesa de entrada, como si el campo de nuestros intereses estuviera ya cerrado, y el autor —¡pobre!— tuviera que llamar muy fuerte a nuestra puerta mental para poder entrar. ¿Pero no es más bien al revés? ¿No hemos constituido este campo de intereses por medio de una exposición constante a cosas que no sabíamos si nos interesaban o no? ¿Tiene sentido, pues, que exijamos a las ficciones que se plieguen a nosotros, que se vuelvan finas como sábanas y se adapten a la forma de nuestro mundo mental?
La psicotización contemporánea hace ya un tiempo que le niega al arte la capacidad de vulnerarnosLa psicotización contemporánea hace ya un tiempo que le niega al arte la capacidad de vulnerarnos
Si digo que es sintomático es porque me parece que algo similar sucede con la conversación: o hablamos nosotros, o queremos que nos digan lo que queremos oir. En el caso de la conversación pública, ya no sufrimos de la famosa infoxicación, sino de la esclerotización de nuestras burbujas cognitivas, que hacen que, a cada ciclo electoral, nos sorprendamos de que nuestro candidato no gane por mayoría absolutísima. Si aquí hay elementos de una cierta psicotización colectiva lo tendrán que decidir los psicoanalistas, que ya hace tiempo que observan estas “psicosis ordinarias” que acuñó Jacques Alain-Miller a finales de los noventa. Lo que sí me parece ver en todo esto es un debilitamiento importante de la posición del otro, que hemos ido reduciendo cada vez más a la posición de seguidor acríticamente entusiasta —el fan— o a la de enemigo mortal con el que es imposible dialogar. En este sentido, tenía razón Byung-Chul Han cuando emplazaba su reflexión sobre la escucha en el marco de una expulsión general de la diferencia, y subrayaba que escuchar al otro no era, ni podía ser, una pasividad, sino un tiempo particular de actividad. Actividad en crisis, en la medida que supone la suspensión momentánea del propio ego (“el ego no sabe escuchar”, dice Han) y toma la forma de la paciencia.
En una época de ansiedades agudas, prisa por todo, éxitos rampantes y FOMO [temor a no seguir la evolución tecnológica] por todas partes, la paciencia parece más que nunca un valor de boomer. Al mismo tiempo, me parece una habilidad necesaria para mantener una clase de conversación que no nos haga de sábana cerebral. Pienso en el arte, esta conversación interminable, sea cual sea su lenguaje.
¿No es una de las obcecaciones del arte hablarnos precisamente de cosas que “no nos interesan” e identificarnos con aquello de nosotros de lo que no queremos saber nada? Me parece que esta psicotización contemporánea, egocentrada y violenta, hace ya un tiempo que le niega al arte la capacidad de vulnerarnos y nos lleva a consumirlo como quien se acerca a un buffet libre. Es esta incansable promesa del capitalismo, que, a cambio de poder elegir ilimitadamente, nos lo convierte todo en producto. La confusión, pues, es todavía más perniciosa: si García Elena lo llamaba “espectador”, yo prefiero incluso “cliente”. Porque con el cliente, llega el clientelismo, esta especie de meta moral que legitima un mundo de quejas y nos instala en la insatisfacción y la impaciencia, nos incita a hinchar el ego cuando lo que deberíamos hacer es ponerlo en suspenso, aunque sólo sea durante un ratito, y escuchar. Pero escuchar de verdad.
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