Un silbido inofensivo
Cuixart y Colau son los personajes que mejor resumen la “filosofía política del sacrificio”. Silbar a una sin silbar al otro sintetiza todas las contradicciones del independentismo
O los aplaudes a ambos o los silbas a ambos: en la intersección de maulets capaces de abuchear a Ada Colau en el pregón de las Fiestas de Gràcia sin dirigir la misma ira contra Jordi Cuixart, habita la fantasía autocomplaciente que ha convertido el independentismo en la caricatura que es ahora. El relato oficial ya lo conocemos y el mismo Cuixart lo resumió con uno de los greatest hits habituales: “Luchas compartidas”, comunes e indepes sonriendo juntos para ampliar la base del país más progre del mundo, que existiría si no fuera por culpa de Madrid. También conocemos el españolismo que, faltaría más, silba a sus enemigos (mientras se aguanta la risa sabiéndolos completamente domesticados). Pero la ventaja de los dos cinismos es que, mientras tanto, siguen haciendo política porque saben cómo y por qué hacen las cosas. En cambio, la figura del independentista que ve la paja en el ojo colauita sin ver la viga en el ojo de Cuixart es la más ciega de todas y, por lo tanto, la más inofensiva.
El independentista que ve la paja en el ojo ‘colauita’ sin ver la viga en el ojo de Cuixart es el más inofensivo
Cuixart y Colau son los personajes que mejor resumen lo que otras veces he llamado “filosofía política del sacrificio”. La premisa fundamental de esta visión es que, ante un pueblo cansado por los fracasos de los burócratas convencionales, la única manera de mover los corazones gastados de los ciudadanos es con una imagen de sufrimiento. Detrás de cada frase de Colau, siempre flota la fotografía de dos policías sacándola a la fuerza mientras intentaba evitar un desahucio, al igual que detrás de cada intervención de Cuixart, ahora siempre habrá, como bien nos recordó, “tres años y ocho meses de prisión”. Contra adversarios que, en el mejor de los casos, han cobrado sueldos públicos desde que tenían 18 años —y en el peor son extertulianos y extuiteros—, esta mina de oro lo cambia todo. Esto no es una anomalía, sino una constante en la historia de los movimientos sociales: desde las independencias de las colonias hasta los Derechos Civiles, pasando por el movimiento obrero, sabemos que todas las transformaciones radicales necesitan, por definición, sacrificio.
El problema llega cuando la lógica del sacrificio gira sobre sí misma y, en vez de amenazar al poder, se convierte en el elemento que lo sustenta. Por seguir con Cuixart y Colau, es evidente que su acción política comenzó con el señalamiento y combate de un problema real: injusticias sociales en el caso de la PAH, injusticias nacionales en el caso de Òmnium. Pero, con el tiempo, es igual de evidente que la magnitud del reto asumido requería un sacrificio mayor que el que ninguno de los dos actores ha querido llevar hasta el final: Colau pactó con Iniciativa primero, con los socialistas después y finalmente con Manuel Valls, hasta diluir todas las enmiendas revolucionarias que la definían en el mismo bussiness as usual que en un principio había llamado “mafia”. Cuixart se alineó hasta el final con el “farol” del gobierno liderado por Carles Puigdemont primero y por Tsunami Democràtic después.
Los dos movimientos han terminado reducidos a un mecanismo de pseudocrítica que apuntala el statu quo en vez de amenazarlo
Y, a pesar de todo, como si nada hubiera pasado, ambos siguen usando la mística sacrificial de sus inicios en el discurso para ofuscar que los hechos ya solo son política prosaica. Habiendo trascendido la mera lógica del juego parlamentario en el comienzo, cuando tanto ellos dos como los dos espacios que lideran han vuelto a la normalidad, se ha creado un interregno imposible de fiscalizar porque se aplican unas normas u otras según convenga. El resultado es un agujero negro que absorbe todas las energías que podrían dedicarse a construir algo nuevo porque unos mismos actores consiguen ser percibidos como poder y contrapoder a la vez.
La diferencia principal entre los comunes y el independentismo es que los fines de los segundos amenazan la continuidad de España tal como la conocemos de una manera mucho más profunda que los de los primeros. Es una diferencia importante que explica rápidamente por qué la persecución de unos es más feroz que la de los otros. Pero los dos movimientos han terminado exactamente de la misma manera: sin conseguir los objetivos que se proponían y reducidos a un mecanismo de pseudocrítica que apuntala el statu quo en vez de amenazarlo. Es legítimo aplaudir el régimen o querer reformarlo. Pero si eliges definirte a ti mismo como un movimiento de transformación radical, no existe ningún espacio mágico desde el que puedas silbar a Colau y no a Cuixart, o a Cuixart y no a Colau.
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