‘La bohème’ pierde emoción en su viaje teatral a la periferia
El Liceo acoge entre aplausos y abucheos el montaje de Àlex Ollé que ambienta la ópera de Puccini en una barriada de nuestros días
Giacomo Puccini teatraliza las emociones con un certero instinto que va directo al corazón del público. En el caso de La bohème, pocos directores de escena se alejan del realismo que la tradición asocia al retrato de época de la bohemia parisina pintado, con todo lujo de detalles, por Puccini y sus libretistas, Giuseppe Giacosa y Luigi Illica. Àlex Ollé lo hace en el Liceo en un montaje estrenado en 2016 para celebrar en el Teatro Regio de Turín el 120 aniversario de su estreno. Su relectura del clásico pucciniano, que traslada la acción del Barrio Latino del París de 1830 del libreto original a la Banlieue —o a cualquier otro barrio periférico— en nuestros días, cosechó aplausos poco entusiastas y sonoros abucheos en una velada desangelada, sin emoción ni brillo en las voces. Y eso en La bohème es imperdonable.
Al término de la función, en el turno de saludos, el equipo escénico capitaneado por Susana Gómez, codirectora del montaje —Ollé se encuentra en Tokio, dirigiendo los ensayos de un nuevo montaje de Carmen, de Bizet, que se estrena el 3 de julio—, recibió una considerable salva de abucheos de una parte del público. No fueron de escándalo, pero tampoco puede decirse que el resto de los espectadores compensara con suficiente entusiasmo los abucheos, muy concentrados en los pisos altos.
Se puede entender la irritación de algunos aficionados por el cambio de época. Otra cosa es la calidad técnica del montaje, teatralmente espectacular. La gigantesca escenografía de Alfons Flores y la sensacional iluminación de Urs Schönenbaum recrean al detalle la vida que llevan los jóvenes artistas bohemios en los minúsculos habitáculos de un bloque de pisos que llena el escenario liceísta.
Cambia la época, pero en esencia Ollé cuenta, en clave contemporánea y perfectamente reconocible, las aventuras y desventuras de los personajes del folletín que inspiran la ópera, las Escenas de la vida bohemia, de Henri Murger. Por el paisaje urbano actual del segundo acto, en el Café Momus, desfilan manteros, guardias que los persiguen, vendedores ambulantes y turistas, niños en busca de globos y golosinas y hasta majorettes. También aparecen policías, basureros, travestis, prostitutas, borrachos y sin techo en el degradado suburbio del tercer acto.
Ese cambio de decorado, sin embargo, no deja de ser anecdótico. Puccini no parece muy interesado en la crítica social del París de finales del siglo XIX. Nada que ver con los ácidos retratos de la miseria y la hipocresía social creados por Flaubert, Zola o, en el teatro español, Valle-Inclán. Lo que el compositor italiano busca en el nada turbador paisaje literario de Murger es la apoteosis del melodrama. Y la clave para que todo funcione está en las voces y en la orquesta, en el derroche de melodías bellísimas, en una orquestación suntuosa.
No fue fácil la concertación de Gianpaolo Bisanti en el foso, con la percusión situada en los palcos del proscenio, muy perjudicial para la cohesión y el equilibrio de una masa orquestal que da brillo y vuelo poético a algunas escenas, pero acaba ahogando a las voces.
Hacía décadas que el Liceo no ofrecía una Bohème de tan discreto nivel vocal. En el primero de los repartos previstos para las 15 funciones programadas hasta el 2 de julio, apenas brillaron la soprano Anita Hartig y el tenor Atalla Ayan como Mimì y Rodolfo. Hartig canta con musicalidad, pero no tiene la calidez e intensidad lírica que demanda el personaje de mayor fibra dramática. Con la muerte de Mimì acaban los sueños e ilusiones de los jóvenes bohemios - La Bohème, en suma, trata de la juventud perdida, y por eso conmueve a tantas generaciones-, pero en sus grandes escenas, no prendió la llama de la emoción. Ayan tiene el color vocal de Rodolfo, pero anda muy justo de volumen e intensidad, con agudos que se desvanecen en los momentos decisivos.
Como actriz, la soprano Valentina Naforniţa dio mucho juego teatral con una Musetta tan procaz como histriónica y gritona -fue la más aplaudida en los saludos-, pero sin encanto vocal y de afinación dudosa. El sonoro y tosco Marcello de Roberto de Candia, el bien perfilado, pero poco audible Schaunard de Toni Marsol y el bien cantado, pero también escaso de volumen Colline del bajo Goderdzi Janelidze, completaron el grupo de bohemios, mientras que Roberto Accurso cumplió como Benoît y Alcindoro.
Las masas corales funcionaron sin en el trepidante segundo acto, con la eficaz desenvoltura de Veus-Cor Infantils Amics de la Unió -primera actuación de un coro infantil en un montaje durante la pandemia- y el buen hacer del coro del Liceo y el Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana.
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