No todo es normal, ¡pero qué cambio!
Si se recuerda lo que hacíamos el año pasado lo de ahora es la bicoca
Si uno recuerda dónde estaba hace justo un año, el pasado 23 de abril, y piensa dónde está ahora, no hay duda que hemos ido a mejor, a mucho mejor. Quien esto escribe, que ahora mismo está tan ricamente en una terrazita en rambla de Catalunya de Barcelona, con los deberes hechos, se encontraba entonces escondido junto al exuberante y desbordado parterre de rosales de la plaza de Lesseps (la naturaleza se había crecido con nuestro repliegue), agazapado para que no le vieran desde un coche de los mossos que patrullaba por la zona y tratando de arrancar unas rosas con los dientes, pensando a la vez en qué excusa iba a dar por saltarse el confinamiento si le pillaban los agentes. El libro entonces era una humilde edición popular de Los 500 millones de la Begum de Julio Verne, lo único que fue posible conseguir en la calle, uno de los 11 títulos justos que ofrecía la pequeña librería-quiosco del barrio, pues las librerías de verdad estaban oficialmente cerradas y sólo operaban a persiana bajada de manera semi clandestina para la recogida de libros por encargo.
Hoy parece que fue un sueño, una pesadilla. Un Sant Jordi surrealista, digno de una distopía en la que sólo faltaba que a la humanidad la convirtieran a mansalva en galletitas verdes, como en Soylent Green/ Cuando el destino nos alcance. Hoy no todo es normal, ni mucho menos, ¡pero qué cambio, señores! La situación sanitaria ha mejorado y sobre todo, quién lo hubiera creído, tenemos la vacuna, incluso puesta. Claro que algunos vacunados vamos hechos una piltrafa, pues parece haber una passa de constipados que se ha cebado —es lo que tiene bajar la guardia— en muchos de los por lo demás felices usuarios de AstraZeneca; Parafraseando el lema de la RAF que es justo al revés: per astra at ardua.
El caso es que la gente ha paseado y ha comprado sus libros y sus rosas. Ha costado, desde luego. Hasta media hora de cola, oigan, para conseguir la dichosa rosa codiciada de Le nom de la rose (eso sí, una flor digna de Yeats: Red Rose, proud Rose, sad Rose of all my days!), y veinte minutos de reloj para entrar en La Casa del Libro. Atascos en La Central, en Laie, en Finestres Afortunadamente a Alibri se accedía fluidamente. Tampoco había cola en Altaïr, donde se pudo contemplar la esperanzadora imagen de dos señoras mayores comprando una guía de Grecia tras los desazonadores meses en que no viajaba ni la tía de Graham Greene.
Es rara la imagen de la gente paseando en masse por rambla de Catalunya sin casetas ni puestos de nada. A los paseantes no ha parecido importarles: el rito era estar ahí glorificando con el cuerpo la jornada, y la recobrada libertad. Cielo azul, calles llenas, libros y rosas: aún hay guerra que librar, pero estamos de vuelta.
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