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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La democracia y el espacio de lo posible

Aunque probablemente no haya otra salida que la elección del candidato de Esquerra como presidente, será después de que sus desleales futuros compañeros lo hayan debilitado tanto como hayan podido

Los diputados ayer durante un receso en el debate de investidura. 
Primera vuelta del pleno de investidura del diputado Pere Aragones como canidato a la presidencia de la Generalitat. Barcelona, 26 de marzo de 2021 [ALBERT GARCIA]
Los diputados ayer durante un receso en el debate de investidura. Primera vuelta del pleno de investidura del diputado Pere Aragones como canidato a la presidencia de la Generalitat. Barcelona, 26 de marzo de 2021 [ALBERT GARCIA]Albert Garcia (EL PAÍS)
Josep Ramoneda

Como dice Wolf Lepenies, “el mundo moderno se ha visto moldeado por cuatro procesos: laicización, auge de la ciencia y la tecnología, industrialización y democratización”. En el equilibrio entre estos cuatro factores las democracias occidentales encontraron sus mejores momentos. ¿Cómo salvar la democracia cuando el marco de la modernidad en que se fraguó sufre mutaciones importantes?

Siguiendo el razonamiento de Lepenies, el gran error de Occidente fue, en 1989, con la caída de los regímenes de tipo soviético, creer que definitivamente el mundo sería como nosotros. Entramos así en un presente continuo que nos agobia, porque en la medida que nuestra utopía no se cumplía el futuro se hizo cada vez más distópico. “El incremento del conocimiento producido por la ciencia ya no resulta aceptado de modo indiscutible como un enriquecimiento sino como una posible amenaza”; el trabajo se debilita “con la erosión de las pautas laborales tradicionales” y el fin del capitalismo industrial; la democracia participativa evoluciona “hacia una democracia de ausencia”. En este panorama, desolador para quienes buscan amparo a la falta de sentido, han rebrotado las creencias religiosas, que a menudo se radicalizan, y las ideologías identitarias han desplegado su dimensión transcendental, en la lógica patriotas/traidores, mientras las ideologías económicas y sociales aparecen cada vez más descarnadas.

En este escenario las contradicciones de la política entran, a menudo, en obscena evidencia. Las apelaciones a la lealtad, al objetivo superior y al compromiso colectivo no impiden que emerja la cara sórdida de la lucha por el poder, incluso cuando la dinámica de la confrontación lleva a los enfrentamientos a un terreno sin reencuentro, como vimos en Cataluña en octubre de 2017.

Después de tres años de resaca lo que habría que aprender de aquella experiencia (y podría tener valor universal) es que si realmente se quiere defender la democracia —es decir, evitar el paso al autoritarismo postdemocrático—, hay que encontrar los instrumentos para la canalización política de los conflictos. El recurso permanente a la justicia solo consigue enconarlos y dar fuerza a los argumentos que dan carácter trascendental —con la correspondiente exigencia de obligatorio cumplimiento— a los proyectos políticos. ¿Cómo salir de este atolladero? El día a día no es nada edificante y en la práctica parece como si algunos dirigentes políticos se empeñaran en frustrar incluso la confianza de los suyos.

Lo vemos con la negociación del Govern, en que la exigencia de la promesa —unidad hacia el gran objetivo— ha quedado rápidamente descolorida por los esfuerzos en erosionar al socio y adversario. Aunque probablemente no haya otra salida que la elección de Pere Aragonès como presidente, será después de que sus desleales futuros compañeros de gobierno lo hayan debilitado tanto como hayan podido.

La reiteración en la épica del envite permanente contra el Estado, que no pasa del nivel de la retórica, evita la reflexión sobre aquello que podría conducir a una solución política: la capacidad para objetivar los intereses en juego como punto de partida para pasar de la confrontación al pacto. Pero a los dirigentes políticos catalanes y españoles les conviene más hacer de la confrontación un statu quo, como modo de congelar el conflicto, en la medida en que son incapaces de afrontarlo.

¿Por qué? Porque en las mutaciones de la política se han perdido por el camino los atributos de la autoridad, entendiendo como tal aquel liderazgo capaz de tomar decisiones que pueden ser difíciles de asumir para los suyos, pero que pueden ser necesarias para romper el impasse. Un ejemplo: en pleno ruido de sables, Adolfo Suárez fue capaz de legalizar al PCE y de autorizar el retorno de Tarradellas. Y, sin embargo, Pedro Sánchez propone —el indulto a los presos y la despenalización de la sedición— pero no concreta, por miedo a los costes que puedan ocasionarle en el tablero de la confrontación hispánica. Con tan temerosa actitud es difícil animar a los que desde Cataluña pueden estar dispuestos a buscar un espacio de lo posible, que se convierte en imposible si ambas partes no asumen el reconocimiento mutuo.

La mejor manera de defender la democracia —ahora que los autoritarismos arrecian— es precisamente ensanchar el espacio de lo posible dentro de sus reglas del juego, desmintiendo así a los que creen que hay objetivos democráticos que no se pueden alcanzar por vías democráticas (y que hay que reprimirlos, por tanto). Una democracia de calidad, territorio de las diferentes posibilidades de la vida, solo puede descartar de plano aquellos objetivos que no son democráticos, es decir, que son excluyentes.

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