La pedagogía de la violencia
Si hay que apelar al malestar de los jóvenes, habrá que buscar la causa de los disturbios en las calles de Cataluña también en lo que les han explicado los padres, TV-3 y las élites dirigentes
No hay que asustarse con las construcciones pretendidamente intelectuales sobre la utilidad política de la violencia. Nos puede sorprender, y quizá también asustar, la velocidad de tránsito de nuestros antiguos pacifistas desde Gandhi y Mandela hasta Bakunin y Guevara. Pero reconozcamos que el uso de la violencia como instrumento de acción política tiene una muy antigua carta de naturaleza intelectual, aunque los que después la utilizan, a menudo como meros ejecutores, no destaquen precisamente por las luces de su inteligencia.
La justificación de cualquier violencia por una violencia estructural aún peor, tan evocada estos días, es de una debilidad mental aterradora. Todos sabemos, incluso quienes la inventaron, que siempre habrá estructuras sociales y económicas a mano que pueden ser interpretadas como resultado de una imposición violenta, de donde los espíritus más despiertos deducen la necesidad de una violencia contraria que las destruya. Todo el mundo puede encontrar una violencia estructural como coartada para sus fechorías.
La violencia, como la guerra, es la continuación de la política por otros medios. Necesaria para los dolorosos partos de la historia según los clásicos revolucionarios, y desgraciada lección demostradamente eficaz aprendida a derecha e izquierda, a cargo tanto de bolcheviques como de fascistas, hasta el punto de superar su carácter instrumental en ambos casos. La violencia es la esencia del poder soviético en Rusia como lo es solo unos pocos años más tarde del poder fascista en Italia y del nacionalsocialista en Alemania.
No es nuestro caso, obviamente. La violencia que hemos experimentado en Cataluña en las últimas semanas se encuentra en fase propiamente seminal si la comparamos con la que experimentó Europa hace cien años. La escalada que hemos podido experimentar permite todavía una rectificación. A pesar de la truculenta fijación aireada por algunos de los agitadores y de los que los agitan, no se ha llegado afortunadamente al punto irreparable de la pérdida de vidas humanas. En dos ocasiones hemos estado muy cerca: en el asalto a la comisaría de los Mossos de Vic el 17 de febrero y en el ataque a la furgoneta de la Guardia Urbana de Barcelona el 27. En ambos casos, la extrema agresividad de los encapuchados parecía guiada por la voluntad de buscar la reacción descontrolada, bien fácil y lógica de otro lado, por parte de un policía acorralado.
Esta y no otra es la cuestión. Es del género hipócrita separar las manifestaciones teóricamente pacíficas de las acciones violentas que hay que condenar. Hay manifestantes, la mayoría, que son pacíficos y huyen tan pronto empiezan los disturbios, pero las manifestaciones en apoyo de un personaje como Hasél se han organizado con el objetivo de buscar el enfrentamiento con la policía y provocar el máximo daño posible a los bienes públicos y a los negocios privados del centro de la ciudad. El mejor testimonio nos la han dado los medios de comunicación, especialmente los de la Generalitat, donde hemos podido escuchar todos los tópicos más banales, las apologías más estúpidas del contenedor quemado y las falacias comparativas sobre el malestar de los jóvenes, la inutilidad del pacifismo e incluso la justificada reacción de rabia ante el engaño de la independencia.
La cruel realidad es que la agenda política está todavía en manos de quienes practican la violencia como forma de acción y de quienes los entienden, los justifican o los acompañan. Al contrario de lo que a veces sale en las tertulias, esta no es una violencia irracional. Ante todo, es una forma de presión bien calculada en la negociación de la nueva mayoría parlamentaria y después de Gobierno. Nada más puede explicar la debilidad de la condena y la desautorización de la actuación de la fuerza pública, por parte de unos negociadores acomplejados y asustados ante las exigencias de los king makers de la CUP, hasta perder el más mínimo sentido de lo que significa la responsabilidad de gobernar.
La violencia no agota su significado político en su uso instrumental. Tiene otro componente más estratégico, especialmente cuando trata de buscar la reacción desmesurada, que abarca a todos los que quieren desprestigiar la democracia. Ciertamente, España no es una democracia fallida, no es el país del mundo con más artistas encarcelados, ni un régimen corrupto donde se pisan las libertades políticas, pero de lo que se trata precisamente es de intentar construir el relato de la insoportable y virulenta agonía política de un sistema obsoleto, una vez ha fracasado el relato de la sagrada concepción de la nación inmaculada e independiente.
Y esta ha sido una tarea que decentemente no se puede atribuir a los anarquistas importados de Italia o de Francia. Son nuestros, nuestras clases dirigentes, quienes lo han querido y lo han organizado, aunque ahora se echen las manos a la cabeza horrorizadas cuando comprueban la cosecha de pérdidas patrimoniales que les puede llegar a afectar o la indiferencia de Pere Aragonés ante el significativo 70 aniversario de la Seat. Primero, por la indulgencia con que se ha tratado a los violentos los últimos años, desde mucho antes del 1 de octubre. Después, por el mensaje en favor de la unilateral vulneración de la Constitución y del Estado de derecho. Finalmente, por el uso instrumental de una movilización propiamente insurreccional en los momentos álgidos del procés.
Esta es la pedagogía política que se ha hecho en los últimos diez años. Si se ha de apelar al malestar de los jóvenes, la causa de los disturbios debe buscarse en lo que les han explicado los padres y TV-3 en casa, los intelectuales y periodistas independentistas de referencia, los portavoces de las instituciones de autogobierno y la mitad al menos de la clase política en todas partes. ¿Quién decía que el independentismo había comenzado la autocrítica? ¿Se puede detener la violencia haciendo gobierno con los pedagogos de la violencia? ¿Estamos a tiempo todavía?
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