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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El linchamiento moral del fotoperiodismo

Una obra de teatro en el TNC de Barcelona recupera con honestidad la figura castigada de Kevin Carter

Fotografía de Kevin Carter ganadora de un premio Pulitzer al retratar el hambre personificado por este niño agachado mientras lo observa un buitre.
Fotografía de Kevin Carter ganadora de un premio Pulitzer al retratar el hambre personificado por este niño agachado mientras lo observa un buitre.EL PAÍS
Tomàs Delclós

Una obra de teatro en el TNC ha recordado recientemente la existencia, y muerte, de dos periodistas: el fotógrafo Kevin Carter y la corresponsal Marie Colvin. El cine ya había recreado sus biografías, pero estas ficciones cinematográficas están lejos del rigor con el que se acerca Pau Carrió en Testimoni de guerra, con la gran ayuda de Pol López y Laura Aubert. En el film sobre Colvin (La corresponsal, 2018) interesan más las secuencias bélicas que la reflexión sobre el oficio. Pero las diferencias en la documentación todavía se hacen más grandes en The Bang Bang Club (2010). Uno de los protagonistas es Carter, sobre quien Carrió hacía años que trabajaba y recogía información, como explicó en un debate telemático con espectadores.

La historia de Carter está rodeada de confusión y tragedia. Fotógrafo sudafricano, documentó la guerra en los suburbios del apartheid. Pero su foto más conocida la hizo en un páramo de Sudán, donde un buitre contempla la figura enroscada de una famélica niña —después supimos que era un niño—. En marzo de 1993, The New Yok Times publicó la foto. Fue la editorial más potente sobre el hambre en África. Obtuvo un Pulitzer, pero Carter se suicidó aquel mismo año, 1994. A este final lo llevaron las drogas, estar sin trabajo... y una pregunta que lo persiguió desde que se publicó la foto: ¿Por qué no ayudó a la niña?

Desde la ignorancia, cayó sobre Carter una montaña de reproches. De hecho, el fotógrafo había llegado al lugar con una expedición aérea de la ONU para distribuir alimentos. Los padres del niño estaban a poca distancia, en la cola del reparto, y el niño lleva, aunque cuesta de ver en la imagen, un brazalete que lo identifica como receptor de la ayuda. Es el lugar del campamento donde se echaba la basura y se defecaba. Lógico que hubiera un buitre. La foto lo muestra, por un intencionado encuadre, más cerca del niño de lo que realmente estaba y, además, el buitre es de una especie que no representaba ningún peligro para el niño vivo. Si un reproche puede hacerse a Carter, pues, es haber hecho una foto mentirosa. Le da dramatismo aislando la escena de su contexto. Pero el hambre no es ninguna mentira y la foto, con toda su verdad de fondo, ayudó mucho a las organizaciones que luchan contra la miseria criminal en África. El niño murió al cabo de unos años de fiebres.

El linchamiento moral de Carter fue universal. El fotoperiodista Gervasio Sánchez me explicaba hace unos pocos años que, todavía ahora, cuando da una charla sobre fotografía y periodismo siempre hay algún asistente que cita esta foto para reprochar la supuesta inmoralidad de muchas imágenes de guerra o de hambre. Y la inhibición de quien las hace cuando, la mayoría de las veces, es inútil intervenir. “El problema”, insistía Sánchez, “no está en las fotos. Está en la guerra y la miseria”. El periodista Xavier Aldekoa, en la charla con Carrió, lo explicó muy claramente: “El silencio mata y en estas imágenes es la víctima quien grita”. Es un periodismo necesario.

Los dos filmes mencionados son parte de una extensa y bastante punitiva filmografía sobre los fotoperiodistas. Ya en Charlot, periodista (1914), que se tituló así a pesar de que el personaje todavía no había nacido, el dandy que crea Chaplin roba las fotos de un colega. El camarógrafo que interpreta Keaton (The cameraman, 1928) interviene en una pelea entre dos y ayuda a uno de los contendientes para que se alargue la lucha y así se prolongue la noticia que filma. Una conducta que volvemos a encontrar en el biopic del gran Weegee (El ojo público, 1992), personaje que señoreó la crónica de sucesos de los años 40 en Nueva York llegando al lugar del crimen antes que la policía y retocando la posición del cadáver o acercándole el sombrero para mejorar el impacto de la imagen. En Sucedió en China (1938), Clark Gable interpreta un camarógrafo de noticiero que cuando no llega a tiempo de capturar las imágenes de un combate, las recrea o provoca un nuevo combate. Y lo hace sin problemas de conciencia porque, “como Rembrandt”, no falta a la verdad, mejora la composición.

La palabra “paparazzi” sale de un personaje de La dolce vita (Fellini, 1960), Paparazzo. De todos modos, Kurosawa ya se había anticipado (Escándalo, 1950) con una denuncia de los peligros de la prensa escandalosa que tiene medidos los mecanismos y el precio de la mentira. Y se puede mentir por muchos motivos. En Bajo el fuego (1983), los revolucionarios nicaragüenses le piden al fotógrafo (Nick Nolte) que haga una foto simulando que su líder está vivo. “Esto no tiene nada que ver con el periodismo”, admiten. Y él lo hace, para ayudar a su causa, por militancia.

Pero una de las escenas con más animosidad contra los fotógrafos la tenemos en King Kong, la buena, la de 1933, cuando los capturadores de la criatura la muestran a la prensa para promocionar su espectáculo. Los fotógrafos disparan los flashes y se desata la tragedia final. Ellos, disparando, son los culpables. No es el único título recriminatorio. En el film sueco El atentado (2001), un fotógrafo abre el capítulo de los remordimientos más clásicos. Que si son parásitos, que si cuervos... para llegar finalmente a una comparación mefistofélica: “Si los curas envían la gente al infierno, nosotros la enviamos a la portada”.

Una película, muy pensada y muy irregular, sobre un corresponsal en Beirut durante la guerra civil de 1975 es Círculo de engaños (1981). Una secuencia muestra el mercadeo de la información. Un fotógrafo tiene unas imágenes sangrientas sobre la guerra. El protagonista del filme, Georg Laschen (Bruno Ganz), corresponsal alemán, y un sueco pugnan por comprarlas. El hecho de que el vendedor también trabaje en el mercado audiovisual del porno introduce una sospecha sobre si el sujeto está vendiendo un documento crudo sobre la guerra o, simplemente, obscenidad. El estatus de las imágenes de la guerra es nuevamente debatido cuando el fotógrafo que trabaja con Laschen hace, o no, una foto de cadáveres en función de intransferibles consideraciones estéticas. Son imágenes sucias para ser vistas en lugares limpios, mientras los lectores del diario desayunan.

En Shooter (1988), menos mal, la última palabra la tiene el fotógrafo. Cuando le preguntan si no le importa que muera la gente mientras él pueda hacer la foto... la respuesta es clara: “Me importa que mueran y mucho. Es la guerra, yo hago fotos, que no haya la cámara allí no impedirá que muera la gente”. Es más, que esté la cámara, amigo Carter, puede ser muy conveniente.


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