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Entre exigir y actuar

ERC y Junts per Catalunya, aunque ahora quieran disimular, han tensado tanto la cuerda del desafecto mutuo que es ímprobo el trabajo de reeducación e incontable el tiempo necesario para que dé resultados

Josep Cuní
Pablo Iglesias en una sesión de control en el Congreso.
Pablo Iglesias en una sesión de control en el Congreso.EUROPA PRESS

Son tantas las veces, que resultaría un trabajo arduo, constante y persistente contabilizar cuántas se pronuncia diariamente en España la palabra democracia. Aunque limitáramos las ocasiones a los protagonistas públicos y a los agentes políticos, nos perderíamos en el cómputo. Son ellos principalmente quienes con más empeño se la llevan a la boca y se la echan en cara como reclamo o justificación, carencia u orgullo. Tanta es su reincidencia que más de uno podría explicárselo como resultado de aplicar aquella frase popular que advierte de presumir de lo que se carece. Un ejercicio inicial podría pasar por el recuento en una sesión cualquiera de control parlamentario al Gobierno los miércoles por la mañana en el Congreso de los Diputados. Todos invocan la democracia, en abstracto, pero pocos se exigen actuar como auténticos demócratas, que es algo más concreto. Incluso en aquel mismo recinto. Lógico. Lo primero sale gratis. Lo segundo es más difícil.

Todos invocan la democracia, en abstracto, pero pocos se exigen actuar como auténticos demócratas

Anteayer, sin ir más lejos. Las palabras recientes de Pablo Iglesias poniendo en duda “la situación de plena normalidad política y democrática” en el país que él mismo gobierna provocaron preguntas de la oposición al presidente Pedro Sánchez, que replicó con una respuesta de manual. Se amparó, además, en el ranking de The Economist, que sitúa a España en el número 23 en la calidad del sistema. Parece obvio que, aspirando a ser los reyes del mambo en casi todo y lucir orgullo patrio siempre, también en este aspecto, una cierta humildad llevaría a desear mejor nota. Exactamente lo que según el Eurobarómetro publicado la semana pasada exige el 53% de los españoles, que dicen no estar satisfechos con su funcionamiento. Al estar este resultado 12 puntos porcentuales por encima de la media comunitaria (41%) es evidente que algo falla, aunque sea percepción, que es aquella impresión que comunican los sentidos. Y el de la vista se percató allí mismo que, llegado el turno de respuesta del vicepresidente aludido, ningún diputado socialista se apuntó al aplauso habitual dejando para el eco de la Cámara la triste reverberación de unas palmas aisladas. Era la enésima muestra de las difíciles relaciones de pareja que viven los coaligados.

Escribió Victoria Camps en uno de sus libros de referencia que la democracia necesita de una virtud: la confianza. Y nada parece indicar que nuestros políticos se la disputen. Ni siquiera, a veces, entre los de una misma formación. Sobran ejemplos. Sin este nexo imprescindible entre nuestros representantes, no debería sorprendernos que la ciudadanía acuse el recibo correspondiente y se lo extienda a quien debe dar ejemplo. Y mientras los miembros de un mismo Ejecutivo se crucen agravios, deslealtades y reproches, difícilmente pueden generar la esperanza de que las cosas puedan ir a mejor.

Es lo que todos los catalanes vemos en la relación que mantienen ERC y Junts per Catalunya, aunque ahora, en tiempo de negociación, quieran disimular y garantizar que no van a cometer los mismos errores que han marcado sus años de desgobierno. A todas luces, imposible si la corrección no lo es por convicción profunda más que por conveniencia coyuntural. Y es lo que irá planeando tristemente en cualquiera de las negociaciones que se produzcan. Han tensado todos tanto la cuerda del desafecto mutuo que es ímprobo el trabajo de reeducación e incontable el tiempo necesario para que dé resultados efectivos. Si le sumamos el error de las negaciones firmadas, de las exclusiones anunciadas y de la violencia callejera no siempre condenada con la contundencia exigible y a veces avalada por silencios cómplices, nos queda un muestrario de valores líquidos entre pobre y discutible.

Una gran democracia que no progresa deja de ser o grande o democracia, tal como dijo Theodore Roosevelt

Una gran democracia debe progresar o deja de ser o grande o democracia. Lo sentenció uno de los presidentes norteamericanos, Theodore Roosevelt, sobre su país hace más de un siglo. Hoy suena casi a premonitorio al ver lo sucedido allí donde se erigía el faro que alumbraba al mundo libre. Tomemos nota. Y no para dar la razón a quien describe las faltas de un sistema siempre mejorable, porque tampoco su formación actúa acorde con lo que reclama. Ni él mismo con algunas de sus ilustradas provocaciones. Tampoco en esto hay tantas diferencias con el resto, por muy impulsora de determinada moral colectiva que la izquierda siempre reclama para ella y pretende superior solo porque supuestamente es más social, justa y noble. Algunas veces, no las más, los gobiernos progresistas avanzaron tanto como prometieron, pero no siempre cambiaron tanto como anunciaron en los compromisos que les impulsaron al poder. Una vez allí, también se olvidaron de escuchar cuando ya solo querían vivir para decretar.

Demasiado frágiles han quedado aquellos principios incuestionables no tanto tiempo atrás. Ahí tenemos la paradoja de defender la libertad de expresión con actuaciones tan violentas como preocupantes. Lo antagónico de lo que exigen, dicen, democráticamente.

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