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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Donald Trump en Cataluña

La ecuación independentista es bien conocida y fue aplicada por el expresidente republicano de Estados Unidos: las elecciones solo serán legítimas y válidas en caso de victoria

Pere Aragonès en el Parlament
Pere Aragonès en el Parlamentefe
Lluís Bassets

Si alguien creía que el trumpismo estaba acabado, desde Cataluña se ha demostrado lo contrario. Los aprendices de Trump han retenido perfectamente la lección: las elecciones solo son legítimas cuando ganas, al igual que los tribunales solo sentencian con imparcialidad cuando te dan la razón. En caso contrario, se trata de una conspiración secreta o peor todavía del “estado profundo”, el deep State que Trump denunció como una confabulación de las elites diplomáticas, militares, servicios secretos, poderes mediáticos, para arrebatar el poder democrático al pueblo.

El trumpismo no concibe una victoria honesta, y por tanto legítima, del adversario. Su derecho a mantenerse en el poder está por encima del escrutinio de votos. Hasta el punto de que no tiene explicación alguna para el caso de que pueda ser vencido en las urnas. Cuando sucede, es que las elecciones han sido amañadas, el sistema está podrido, alguien ha introducido subrepticiamente millares de votos en las urnas. Como no tiene ninguna prueba, tal como han demostrado todos los tribunales ante los que impugnó los resultados y todas las revisiones y recuentos, es obligado que sean los demócratas quienes prueben que no ha habido trampa.

En nuestro caso la jugada es todavía más fácil. El derecho a la victoria y al gobierno forma parte de la identidad del nacionalismo, sea el derechista y a veces ultra de Puigdemont, sea el nominalmente izquierdista de Junqueras. Si ocurriera lo contrario, sería resultado de la peor manipulación, asimilable a la aplicación del artículo 155, una operación de Estado.

La evocación del 155, artículo de suspensión provisional y parcial del autogobierno, se ha convertido en un espantajo. Lo aplicó Rajoy, recordémoslo bien, para convocar unas elecciones que permitieron formar gobierno de nuevo a los nacionalistas. Lo hizo después de que Puigdemont proclamara la independencia y abandonara sus responsabilidades de gobernante. Quienes mostraron su acuerdo con tal medida, que duró tanto tiempo, siete largos meses, como tardaron los nacionalistas en ponerse de acuerdo para gobernar de nuevo, quedaron estigmatizados como enemigos de Cataluña por el infantilismo nacionalista.

Es cierto que el autogobierno se ha degradado extraordinariamente desde entonces, pero no por efecto de la aplicación del 155, sino por los desperfectos provocados por la incompetencia y la impericia de Quim Torra y sus consejeros, que se sumaron a los desperfectos provocados por la estupidez y la temeridad de Puigdemont y los suyos con la declaración unilateral de independencia y la huida de capitales y empresas, despavoridos ante tanta insensatez.

Si algo ha demostrado en estos diez años lamentables, desde que Artur Mas puso rumbo al País de Nunca Jamás, es la ineptitud del independentismo: inepto para hacer la independencia, inepto para gobernar la autonomía e inepto para salir del laberinto en el que él solo ha elegido perderse. Incapaz de fraguar pactos y compromisos entre las fuerzas independentistas, tampoco lo ha sido para organizar la convocatoria de elecciones, como nos recuerdan los doce meses transcurridos desde que anunció el fin de la legislatura, tiempo suficiente para modificar la legislación, para preparar unos comicios en pandemia, como los han organizado infinidad de países, o al menos para evitar un relajamiento ante el virus que complicara las elecciones.

Y así hasta llegar con el último episodio de tan colosal inepcia como ha sido la chapuza jurídica y política del decreto de aplazamiento sine die de las elecciones del 14 de febrero, súbitamente suspendidas ante la reacción de pánico suscitada por las encuestas electorales favorables al PSC. No han sabido hacer bien las cosas, pero tampoco se lo han propuesto. Está claro que todo este puñado de inútiles dirigentes tenía la cabeza en otras cosas, en sus quimeras imposibles, en su complejo de víctimas, en sus ensueños de grandezas imaginarias. Ineptos y perezosos.

Como el perro del hortelano, que ni comía ni dejaba comer, el independentismo no sabe gobernar pero está aterrado ante la posibilidad, bien lejana según mi percepción, de que sean otros los que gobiernen. Tiembla solo pensar en los sueldos, las subvenciones, el control de los medios, el denostado poder autonómico proporcionado por la Constitución monárquica, en definitiva todo lo que podría perder si los ciudadanos les castigan como se merecen.

Al 155 solo le faltaba la invención de la Operación de Estado, la gran conjura de jueces, fiscales y políticos para evitar que el independentismo permanezca en el poder, denunciada por Pere Aragonès, el candidato a presidente que no ha sido capaz de ejercer cuando podía. Estos trumpismos puede que convenzan a los ya convencidos, como sucedió en EE UU con los 74 millones de votos cosechados por Trump. Pero añaden dosis de desconfianza en quienes no lo están del todo o están convencidos de lo contrario, dentro y fuera de Cataluña, y este es el mayor inconsciente desperfecto que convoca el trumpismo con sus mentiras, hasta el punto de que sus efectos no dañan tan solo a quienes lo practican si no que revierte en perjuicio de todos, que en este caso son los catalanes en su conjunto.

Quien utiliza estos argumentos, en una regresión al mundo de las realidades paralelas imaginadas en plena fiebre secesionista, no se dan cuenta que juegan con su credibilidad como agentes políticos fiables y pierden a ojos vista la autoridad que necesitarán en el futuro para los inevitables pactos que les sacaran del hoyo en el que se han metido. Y en esta pulsión trumpista las diferencias entre Puigdemont y Junqueras son imperceptibles.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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