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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Luz pinchada

Urge una política metropolitana, pues cuando el Ayuntamiento presiona en la ciudad, la gente se traslada a su periferia, como ocurrió en Badalona

Exterior de la nave incendiada en Badalona.
Exterior de la nave incendiada en Badalona.Albert Garcia
Pablo Salvador Coderch

Marañas de cables eléctricos arracimados en torno a un poste de madera de pino: la luz masivamente pinchada en una ciudad enseña más sobre esta al viajero que un máster de urbanismo o de sociología urbana.

El fraude económico y fiscal de la luz pinchada es solo una parte del problema y acaso no la principal, pues, como sucedió la noche del 9 de diciembre en una nave de la calle Guifré del barrio badalonés de Gorg, la manipulación puede facilitar un incendio. La nave era un polvorín: docenas de personas hacinadas, entre madera y cartones y con las cosas que obtenían con su tráfico paupérrimo, bastantes de ellas inflamables. Hasta 200 personas, senegalesas en su mayor parte, podrían haber llegado a pernoctar en la nave. Cuatro muertos. Más de 20 heridos.

La anormalidad había devenido habitual: la nave llevaba más de ocho años okupada. La actuación del Grupo de Estructuras Colapsadas (GREC) de los Bomberos de la Generalitat fue modélica y combinó, imposible, el uso experto de drones con la ayuda de Miqui, un perro adiestrado para localizar a personas. La unidad, ejemplar, también es pequeña, puede trabajar muy bien secuencialmente, pero no simultáneamente, si varias catástrofes ocurren al mismo tiempo. Como en todo desastre —lo sabemos bien con la pandemia, de la cual no escribiré hoy— los males son mayores si se concentran en el tiempo. Tenemos buenos sistemas de recursos humanos para prevenirlos o reducir daños, pero se saturan enseguida.

Las cuatro Administraciones reedificaron el Liceu en cinco años. Ahora podrían atajar la miseria en tres. Es debido

Además, el caos es viscoso, todo se engancha. Muchos de los supervivientes del incendio se desvanecieron, no es que se desmayaran, sino que se quitaron de en medio. Y otros se negaron a dar su nombre cuando se les preguntaba. De hecho, la luz había sido pinchada porque, cuando años atrás las autoridades habían ofrecido la posibilidad de una conexión, nadie se había atrevido a firmar con su nombre y apellidos. Tampoco había agua corriente, los ocupantes se abastecían como podían en una fuente cercana instalada al efecto.

Ahí hubo una cadena de fallos, pero son nuestros: esta pobre gente vivía donde nunca debería haberlo hecho desde hacía muchos años. Todos lo sabíamos, pues todos los vemos cada día, por nuestras calles, con un carro de supermercado abarrotado de objetos de todo tipo, mayormente inútiles para nosotros, pero medio de vida para ellos, siempre invisibles hasta que el fuego nos abrasó la conciencia. Saberlo, lo sabíamos. No lo ignorábamos: les ignorábamos.

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No es una acusación, ni siquiera una denuncia. Es la constatación de una verdad antigua: los incendios impulsan debates sobre mejoras regulatorias en materia de seguridad, pero no siempre con éxito. Una lista de incendios trágicos, alguno de los cuales causó más de 500 muertes, puede verse en Historic Fires (www.fireprevention.utexas.edu).

Todos lo sabíamos, pues todos la vemos cada día. Saberlo, lo sabíamos. No lo ignorábamos: les ignorábamos

En España, el incendio del Teatro Novedades, en Madrid, en 1928, mató a 67 personas. Pero muchas de ellas murieron en la estampida que se produjo al declararse el incendio. Mi padre, quien vivía en Madrid en aquella época, contaba que alguna víctima había sido apuñalada por la espalda. Los ha habido peores después: el incendio de la discoteca Alcalá 20, Madrid Arena, en 1983, causó 82 fallecidos. Pareciera como si la seguridad tardara siempre un incendio de más en acabar de llegar.

Algunos viejos y espléndidos teatros de madera han perecido a las llamas una y otra vez: el Liceu de Barcelona ha ardido en dos ocasiones, una en 1861 y otra en 1994. La Fenice de Venecia también se quemó, en 1836 y en 1996.

Pero los inmigrantes irregulares no suelen visitar los teatros de ópera, su drama es más básico por vital: muchos, como las víctimas de la nave del Gorg, están aquí, desencajados, porque son esencialmente pobres. Aunque las políticas migratorias son, valga el sarcasmo, un tema candente, podemos coincidir en un principio básico: quienes ya están aquí no han de dormir hacinados en una nave industrial con la luz pinchada y sin agua corriente.

En Barcelona, habrá unos 70 asentamientos similares al del Gorg, muchos de ellos en Poblenou, y hay unas 400 personas malviviendo en ellos. La Oficina del Plan de Asentamientos Urbanos Irregulares (OPAI), del Ayuntamiento de Barcelona, los tiene censados. Pero de nuevo, urge una política metropolitana, pues cuando el Ayuntamiento presiona en la ciudad, la gente se traslada a su periferia, como ocurrió en Badalona. Para la Generalitat, es una cuestión mayormente municipal. No, las cuatro Administraciones reedificaron el Liceu en cinco años. Ahora podrían atajar la miseria en tres. Es debido.

Pablo Salvador Coderch es catedrático emérito de derecho civil en la Universitat Pompeu Fabra

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