Del doctor al investigador
En tiempos de creciente desconfianza en la política, ante una amenaza que nos desborda, sometidos a la presión del miedo y de la culpa, de la verdad científica esperamos la salvación
Claude Bernard, referente de la medicina francesa del siglo XIX, decía que “a medida que la ciencia rebaja nuestro orgullo, aumenta nuestro poder”. En el fondo, es una variante de una frase tópica: “Saber es poder”. Pero incluye una advertencia decisiva: el conocimiento recorta las fantasías sobre nuestra especie y nos coloca, por tanto, ante nuestra vulnerabilidad. Condición necesaria para que la ciencia nos empodere, porque flaco servicio nos hace cuando desde la autoridad adquirida nos embarca en fantasías imposibles que en vez de fortalecernos nos debilitan. ¿Es vigente esta idea en el encuentro colectivo con la ciencia que nos ha provocado la pandemia?
La pandemia es universal, pero con los matices derivados del estado de cada uno de los territorios a los que ha llegado. El impacto no se decanta de la misma manera en países muy asediados por las enfermedades de propagación masiva y con una esperanza de vida muy lejana a la nuestra (lo que explica, en parte, dicho sea de paso, el menor impacto en muertes de la covid) o en sociedades desarrolladas que llevan décadas confiando en una medicina que da seguridad pero debilita la conciencia de nuestra precaria condición, hasta el punto que se había perdido la memoria de las pandemias. La salud era una relación directa entre el doctor y el enfermo.
La pandemia ha generado una nueva relación: es como colectivo que nos vemos confrontados con la medicina y en unas circunstancias que despersonalizan el vínculo hasta el punto de que no hablamos de médicos sino de científicos, porque muchos son los convocados a dar respuestas a lo que ocurre y, sobre todo, porque la presión sobre el sistema sanitario ha debilitado la relación médico-enfermo. Es el paso del doctor al científico, de la relación personal de curación entre un doctor y un paciente a la relación en bloque de una atemorizada población con los científicos, en la que el referente ya no es la curación personalizada sino el saber del investigador y sus consecuencias: las órdenes colectivas de obligado cumplimiento, cuya ejecución concierne al poder político, que carga con la responsabilidad de haber debilitado los sistemas sanitarios públicos, la relación personalizada con el doctor, que la pandemia está desbordando.
Los científicos proponen, el Estado dispone y la economía presiona. Y la desconfianza crece.
En tiempos de creciente desconfianza en la política, ante una amenaza que nos desborda, sometidos a la presión del miedo y de la culpa, de la verdad científica esperamos la salvación y, al colocarlos en el primer plano de la pantalla, lo que los científicos nos enseñan es precisamente que el conocimiento científico progresa siempre en la provisionalidad. Y que no hay recetas mágicas porque tan importante como lo que sabemos es lo que no sabemos. Vivimos en la inquietud de la urgencia y no entendemos que la ciencia nos diga que tenemos que saber esperar. Y por eso sorprende que en tiempos de biopolítica la primera decisión sea una exhibición del poder disciplinario: encerrar al ciudadano para ejercer un control minucioso sobre él, con la pretensión de abreviar el tiempo de crisis.
Un ejemplo como tantos otros: el Gobierno catalán pide que la gente no salga de puente, y el jueves se vive un día de atascos en las carreteras
Resultado: una politización de la incertidumbre que mina la autoridad de los que mandan. Los científicos proponen, el Estado dispone y la economía presiona. Y la desconfianza crece. Un ejemplo como tantos otros: el Gobierno catalán pide que la gente no salga de puente, y el jueves se vive un día de atascos en las carreteras. ¿Por qué? Porque las decisiones se hacen difíciles de entender cuando se pasa de poner a los científicos como garantes de cualquier promesa a buscar equilibrios para no hundir la moral ciudadana y se entra en manifiestas contradicciones. Y porque son ya muchos meses de tratar a los ciudadanos como niños: lo hacemos por tu propio bien.
Si la emancipación es la capacidad de decidir por sí mismo, estamos en un serio retroceso. Las situaciones de miedo y angustia son un terreno abonado a las decisiones autoritarias, sobre todo cuando afectan a la propia vida humana. El principio meritocrático que canoniza al que triunfa y convierte al perdedor en responsable moral de su fracaso se había convertido en la religión del homo economicus. La pandemia arruina esta fantasía. Nos hace redescubrir la vulnerabilidad y el azar, dos grades tabús de la cultura neoliberal. ¿Aprenderemos de esta experiencia? De momento, seguimos a la búsqueda desesperada de una buena nueva y la vacuna —centro de todo tipo de especulaciones políticas y financieras— nos aparece como lo único sólido que no se desvanece en el aire.
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