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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vacuna contra la precariedad

La pandemia deja en Barcelona parados sin cobrar desde agosto, concesiones de Ingreso Mínimo Vital a cuentagotas y desahucios al por mayor

Francesc Valls
Activistas por el derecho a la vivienda disfrazados con petos rojos consiguen suspender un desahucio de dos familias en Barcelona.
Activistas por el derecho a la vivienda disfrazados con petos rojos consiguen suspender un desahucio de dos familias en Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

Lucía ha tenido suerte este año de pandemia. Ha podido negociar con Unión de Créditos Inmobiliarios un alquiler social de su piso por siete años. Lleva así desde 2015, cuando al quedarse sin empleo hizo dación en pago de su vivienda en el barcelonés barrio del Besòs. No es fácil sobrevivir con los 430 euros de prestación social como parada de larga duración y mayor de 55 años. Su condición social de “vulnerable severa” le permitió también acceder a un descuento del 40% en la tarifa eléctrica. Su situación de precariedad es anterior a la crisis generada por la covid, cuando —por idílico que ahora se antoje— casi 500.000 personas, según la Generalitat, ya vivían en extrema pobreza en Cataluña.

La renovación del alquiler social de Lucía coincidió con la campaña “salimos más fuertes”, lanzada por el Gobierno central al inicio de la desescalada tras la primera oleada de la pandemia. Si el estado de alarma paralizó los lanzamientos por inactividad judicial, luego vino la ejecución de los anteriores a la covid-19. Según el Ayuntamiento de Barcelona, entre el 14 de septiembre y 23 de octubre pasados pendían órdenes de desalojo sobre 1.211 personas, 748 adultos y 463 menores. De ellas, el 80% se hallaban por debajo del umbral de la pobreza lo que de acuerdo con la ley catalana 24/2015 les da derecho a alquiler social. Sin embargo, en este país la legislación que protege a los más vulnerables parece tan frágil como sus protegidos. No es extraño que para muchas personas en situación de pobreza extrema, la legalidad y sus recovecos se antoje una extraña jungla, pues con ingresos en negro o contratos basura solo les queda la opción de vulnerar el derecho a la propiedad los grandes tenedores de vivienda. El final de los más atrevidos es acudir a las organizaciones sociales —algunas veces cuando ya es muy tarde— y llegar a la inevitable liturgia de las concentraciones ciudadanas ante las comitivas judiciales y las fuerzas policiales.

Toda esta situación arranca antes de la pandemia. Si el paro siempre fue endémico, la crisis de 2008 y el boom del ladrillo se ocuparon de rematar la situación. Ahora, el Ejecutivo de Sánchez ha tomado una serie de medidas entre las que figuran prorrogar la paralización de los desahucios por efecto de la crisis de la covid-19. No es fácil dilucidar entre nuevos y viejos pobres. Nada los distingue a simple vista. La precariedad, como la pescadilla, se muerde la cola. Y la respuesta a los problemas es lenta. A mediados de noviembre, el Servicio Estatal Público de Empleo (SEPE) no había pagado a ningún nuevo desocupado procedente de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) de la provincia de Barcelona que hubiera presentado la solicitud después del 12 de agosto. Para hacerse una idea de la situación, un 70% de los ERTE de la primera oleada no entraba en el sistema del SEPE por errores como el formato de los documentos.

Otro tanto puede decirse del Ingreso Mínimo Vital (IMV). La idea es buena, al igual que la de los ERTE de la pandemia. La realización deja mucho que desear. En Barcelona, de los 78.534 expedientes de IMV, a 16 de octubre de 2020, solo habían sido aprobadas 6.732 solicitudes, de las que 6.000 tenían acceso directo a la prestación por tratarse de familias monoparentales con hijos. Los requisitos parecen surgidos del código de Licurgo, pues antes de pedir el acceso a la IMV, el solicitante debe acreditar que durante el último año no ha percibido ingresos superiores a 450 euros mensuales. Se aplica además el silencio administrativo negativo, un hecho un tanto insólito. Como el profeta Isaías, se trata poco menos que de caminar sobre fuego sin quemarse y atravesar ríos sin ahogarse.

En lo referente a pobreza energética, el Gobierno central no ha prorrogado la moratoria para evitar los cortes de agua, gas y electricidad por impago de facturas a la segunda oleada de la pandemia, como sí sucedió durante el estado de alarma. La medida, sin necesidad de que el periodo sea de excepcionalidad, se aplica todos los inviernos en la nada bolivariana República Francesa e incluso en la Cataluña procesista, gracias a la ley 24/2015 surgida de una Iniciativa Legislativa Popular (ILP). La Generalitat, por su parte, ha aportado la dosis de color a este escenario de precariedad. El concurso para conceder 2.000 euros a los 10.000 autónomos que primero accedieran a la imposible web del departamento de Trabajo es una idea digna del mejor Berlanga.

La pandemia ha venido a agudizar y a generalizar problemas de precariedad que se arrastran de antiguo. El Gobierno más progresista de la historia tiene ante sí el reto de buscar una vacuna eficaz.

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