Trump y sus discípulos
Con el presidente de EE UU se han globalizado unas maneras públicas, las del peor todo vale, que ratifican a quienes ya las prodigaban por los parlamentos de sus países. Incluidos los nuestros, por supuesto
Si Abraham Lincoln hubiera visto el debate Trump-Biden se habría ratificado en su idea de que hay momentos en la vida de todo político en que lo mejor que puede hacer es no despegar los labios. Así se habría ahorrado cualquier comentario sobre el duelo electoral porque en ocasiones vale más un silencio inteligente que una estupidez en voz alta.
Una de las características del tiempo que nos ha tocado vivir es que tenemos pánico a la pausa. Y a la voz del contrario. Por eso, lo suplimos con necedades para no parecer como aquellos prudentes que acaban señalados por cobardes. Y aun siendo cierto que este forzado sinónimo a veces encubre una falta de valor, también lo es que su progresiva desaparición de la arena política nos empuja al marasmo del vocerío y a la apología de la necedad. Y que la presencia continuada no tiene su equivalente en el liderazgo, como los gritos no son sinónimo de razón ni la verborrea de ideas interesantes. Más bien al contrario. Esto no debería ser como el fútbol según Cruyff, que si tú tienes pelota, no la tiene el contrario. Y esa sugerencia de acaparar para impedir, habitual en debates y tertulias, no siempre da los resultados esperados. Albert Rivera es un ejemplo.
Que el primero de los tres cara a cara para las presidenciales norteamericanas se convirtiera según algunos analistas en un shitshow (espectáculo de mierda, con perdón) indica el nivel de degradación al que puede llegar la política. Lo sabemos tan bien como para no sorprendernos. Pero teníamos a los norteamericanos como el referente democrático, superior, político y mediático, a imitar. El estilo al que aspirar, el modelo a importar por su elogiado contrapeso de poderes y su cuidada separación. El ejemplo popular más o menos reciente que ayudó a encumbrarlo estaría reflejado en El ala oeste de la Casa Blanca, serie convertida en fuente de inspiración de los actuales asesores presidenciales y guion memorizado por los aspirantes al noble oficio del servicio público.
Una de las características de nuestro tiempo es que tenemos pánico a la pausa. Y a la voz del contrario
Claro que aquellas siete interesantes temporadas fueron contrastadas por las seis de House of cards, donde la ambición y podredumbre del poder se manifestaban con toda su crueldad y perversión. Y aquí es donde la teoría de la primera se contrapone a la crudeza práctica de la segunda. Y la mirada angelical deriva en acción diabólica.
Lo peor de aquellos 90 minutos de intercambio de reproches, insultos y descalificaciones, falsedades y mentiras, puyas barriobajeras y rastreo por el fango entre el aspirante demócrata y el actual presidente republicano es que oficializaron como real lo peor que la imaginación cinematográfica vistió como ficción. Y que la fina ironía parece inservible frente a la vulgaridad y el sarcasmo es inútil ante la inanidad. Si por algo se habían caracterizado este tipo de espectáculos hasta la llegada de Trump era por un estilo que marcó larga tendencia y unas aportaciones que llenaron los anecdotarios y las recopilaciones de frases célebres. Por eso Hillary Clinton, víctima reiterada de Donald Trump, advirtió a Joe Biden de que no cayera en las provocaciones. Inútil ayuda. Porque cuando a un profesional de la desfachatez le ponen delante a un aspirante débil, este último acaba entrando al trapo solo que sin la convicción ni el estilo del provocador. Y así, vencido y desarmado, aumenta la sensación de que el mundo de hoy es de los insolentes.
Este cruce de navajas típico de las tabernas de antaño es un riesgo para la base de la sociedad del futuro
No hace falta recordar que con Trump no empezó todo. Ya le gustaría. Pero sí que con él se han globalizado unas maneras públicas, las del peor todo vale, que dan alas a sus émulos y ratifican a quienes ya las tenían de nacimiento prodigándolas por los parlamentos de sus países. Incluidos los nuestros, por supuesto. Y esto supone detectar trumpismo incluso en aquellos que lo consideran deleznable, que condenan sus ideas y que se enojarían con la comparación.
Pero no hablamos de argumentos, conceptos ni ideologías. Hablamos de formas de expresarse, de provocaciones intencionadas y de malas artes en el permanente ataque al contrario que solo demuestran debilidad en la acción propia y exhiben excusa ante su incapacidad real. Pensar que este cruce de navajas típico de las tabernas de antaño divierte al personal es haberse quedado congelado en el tiempo. Es evidente que tiene efecto a corto plazo, aunque no siempre positivo. Lo que también es obvio es que a medio y largo plazo se convierte en la falsa base sobre la que se construye una sociedad aluminósica. Y que el ejemplo de quien no debiera perder nunca de vista que política es pedagogía se convierte en aliciente para los desalmados, intimidación para los indolentes y castigo para los virtuosos. Y asimila a sus practicantes como discípulos aventajados del mismo Trump al que dicen detestar mientras lo imitan. Conclusión a la manera de Clinton, Bill: ¡Es el populismo, estúpido!
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