Ley seca de baile
Un recorrido por una Barcelona extraña, con restricciones en discotecas y terrazas por el coronavirus
Barcelona vive por estos días noches de calles vacías en la antesala de la aplicación, a partir de ayer, de una norma que prohíbe bailar e impone el toque de queda a los bares como medida de control del coronavirus. El sector del ocio, encarado a la catástrofe económica y humana, solicita un rescate y clama contra su criminalización mientras exige medidas contra el ocio no reglado. También prepara querellas contra la Generalitat.
Una ciudad a media asta, calles desiertas, salas de baile cerradas y terrazas apenas visitadas por clientes que no ocupan un tercio de su capacidad. Imagen de la zona olímpica el jueves y viernes por la noche, justo antes de ser decretada la ley seca del baile y el toque de queda a la hora de Cenicienta. Será imagen nocturna al menos los próximos 15 días, coloreada por las luces verdes de taxis en pos de un pasaje inexistente: el ocio nocturno ha sido prohibido. “Me siento como en aquella secuencia de Thelma & Louis, cuando van directas a un precipicio con la policía detrás”. Propone la imagen Roberto Tierz, dueño del Sidecar, el clásico local de la Plaza Real cerrado desde marzo. Más cine. “Recuerdo la escena final de Jojo Rabbit: ‘¿Y qué vas a hacer cuando todo esto termine?: bailar”. La sala Apolo colgó en redes este breve diálogo cuando cerró, y lo rememora Albert Guijarro, su responsable. Pero el baile tardará y el gremio está que trina. El covid-19 está a punto de sumar nuevas víctimas a su larga lista de daños: se llaman socialización, alegría y todo un sector empresarial.
Noche del jueves, playa del Somorrostro, antes de medianoche. Suena ese latido rítmico tan familiar porque resulta idéntico en una playa catalana, balinesa o californiana. Los camareros aburridos y los porteros tan ociosos que se puede entablar conversación. “Tenemos doble licencia, de restaurante y de discoteca, y ofrecemos cenas y luego el chill out frente a la playa”, cuenta uno amablemente. Chill out, hay vocabulario que debería ser renovado en el ocio milenial.
En el murete del paseo, dos chicas están charlando cuando aparece un guiri: “I’m from Mancheste”, les suelta todo contento como si ellas se hubiesen interesado por su nacimiento. Luego pregunta “Do you like Messi?” y se hace evidente que su método de ligue es más arcaico que los chill outs. En la arena, en la zona de penumbra cercana al mar, una veintena de jóvenes beben en botellas de plástico y emulan a Bob Marley con un cilindro que no les permite usar mascarilla. Dos ocios frente a frente, a menudo unificados por una terminología imprecisa. “Nos sentimos criminalizados”, dice Ramón Mas, Secretario General del Gremio de Discotecas de Barcelona. “La mayor parte de las discotecas catalanas cerraron en marzo, abrirlas para no bailar era ridículo, y pese a ello aún nos responsabilizan de los rebrotes”, agrega.
“Cerrar el ocio legal es abrir el ilegal”, asegura Lluís Torrents, gerente de Razzmatazz, cerrada también desde marzo. Aporta decenas de enlaces a fiestas privadas, “covid parties”, por los que se puede llegar a pagar 1.000 euros si compras localidad junto a la piscina. Según datos oficiales, esas fiestas, las reuniones privadas y los populares botellones son el epicentro de los rebrotes “pero parece que como la Generalitat no sabe qué hacer, ha buscado una cabeza de turco, nosotros”, concluye Torrents.
Viernes, barrio de Gràcia, antes de medianoche. Viene a la cabeza la bomba de neutrones: Verdi y Asturias vacías. En las plazas bullen las terrazas, que tras cerrar a medianoche abren pista al juego del gato y el ratón entre Guardia Urbana y consumidores callejeros de alcohol. “Nos permiten trabajar pero nos prohíben divertirnos”, suelta un chaval.
Acude a la memoria el artículo escrito en la revista digital Nativa por la editora y traductora María Serrano: “La primera forma de interacción entre seres humanos que podemos ver recogida en las pinturas del neolítico y calcolítico son escenas de danza… Lo que cohesionaba a aquellos primeros grupos humanos era el baile, no el lenguaje”. Cita a la ensayista y activista social Barbara Eherenreich, quien sostiene que “el baile es la biotecnología de la formación del grupo”.
Sin acuerdo con el Govern
A esa pulsión humana, pasaporte tribal, se suma ahora el vértigo de las primeras raves de Blackburn en los noventa, donde parte de la diversión consistía en despistar a la policía. “Hemos intentado acordar un plan sectorial de seguridad para establecer estrictas medidas de control en el ocio legal, pero la Generalitat abandonó unilateralmente la mesa y ahora nos veremos en los tribunales. Si no quieren que nos relacionemos, bailemos y bebamos que decreten el estado de alarma”, truena Mas. “No estamos dispuestos a cargar con muertos que no son nuestros y nos manifestaremos en Sant Jaume el miércoles”, añade. Torrents evoca la empatía con los más jóvenes. “Nos hemos olvidado de cómo éramos a los 20 años”, dice con un mohín de pesar.
Viernes, zona de restauración del Puerto Olímpico, tras la medianoche. Al abrigo de un espigón un grupo de latinos escuchan reguetón a todo trapo y beben en plástico. Hay mucha policía patrullando, pero la fiesta no se ve, solo se oye. Lejos de allí, la calle Aribau es un cementerio al que solo faltan un par de zombies para rematar el apocalipsis, símbolo de un sector que no sabe cuándo podrá abrir, que reza por el mantenimiento de los ERTE y que paga impuestos sin ingresar nada.
Suma unos 37.000 empleados y ya han pedido un rescate. “Si nos cierran que al menos nos paguen”, solicita Ramón Bordas, presidente del grupo Costa Este. Otro dato: Virginie Despentes, Andrés Caicedo o Francisco Casavella han narrado la música y sus libros se consideran cultura. Las salas de conciertos no dependen ni del departamento de Cultura, ni del de Economía, sino del de Interior.
Viernes noche. Gràcia. 02:30h. En un local ocupado aún se oye música; en un balcón de la calle de Torrijos hay fiesta bajo la luna y en las estructuras que cubren la ronda en plaza Lesseps, esas proas que apuntan al cielo, suena C. Tangana. “Mira si saben lo que nos representa el ocio nocturno que cuando el ISIS quiso castigarnos atacó salas de conciertos, restaurantes y locales de música en París”, remata Guijarro. Pero hoy las ciudades están mustias, los jóvenes apagados y la música sospechosa de hacer llamados tribales. “Y otra vez los jóvenes pagando el pato” lamenta Torrents.
La sala Mirona, en Salt, sitiada por el botellón
“Es el paraíso: hacen lo que quieren, beben lo que quieren, ensucian donde quieren y encima les sale más barato”. Así lo asegura Xavi Fortuny, responsable de La Mirona, un club de Salt (Gironès) que programa música en directo “con lo que ganamos como discoteca”. Como está cerrada desde marzo, ahora ofrecen conciertos de aforo limitado en su terraza exterior, pero la chavalería hace botellón en las inmediaciones “y luego nosotros limpiamos un polígono ensuciado por quienes no han sido nuestros clientes”.
¿Y la policía? “Pues les llamamos pero no vienen, no quieren líos. Un mosso me dijo que algún día vendrían con la BRIMO y se quedó tan pancho”, añade Fortuny. El botellón en Girona se disparó en cuanto la gente pudo volver a salir, asegura el dueño de La Mirona, que tiene una preocupación rondándole la cabeza. “El botellón y el ocio no reglado se han disparado y si esto dura mucho más, puede que se produzca un cambio en los hábitos nocturnos y la gente no vuelva a las salas como antes”, reflexiona.
Xavi entiende lo complejo de la situación. “No debe ser fácil gestionarla, pero hay que hacerlo, y no vale matar al perro para acabar con la rabia. De lo que estoy seguro es que en la Generalitat nadie ha llamado al departamento de Cultura ni para pedir la hora”, critica.
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