La trituradora todavía trincha
Donde antes había una nación ahora hay dos y media. Dos son excluyentes: la independentista y la española anti independentista. La media es la de los que no quieren saber nada ni de una ni de otra
Todavía trincha la trituradora. La energía que la hizo arrancar hace casi diez años va declinando, pero la inercia es fuerte y lo es también la resolución de los conductores, siempre dispuestos a dar más gas a la máquina. Y lo peor de todo, que quizás explica su persistencia: no hay freno que la detenga en su incansable trabajo destructivo.
La prueba de su persistente actividad divisiva es el estado en que se encuentra el nacionalismo. La fragmentación no puede ser mayor. No hay un gobierno, sino dos, que apenas se hablan. Y cuando lo hacen, es para llevarse la contraria y enseñar las vergüenzas de la división. Nunca se había visto tanta división y tan resentimiento entre nacionalistas.
El panorama es desolador. No se pueden contar los partidos y agrupaciones independentistas afectados por el destrozo. Las metamorfosis de la vieja Convergència son inextricables y de dimensiones tan colosales e incomprensibles como las disputas entre la derecha nacionalista radicalizada y la izquierda republicana moderada.
No es la riqueza de la diversidad. No es una explosión de pluralismo. Sobre todo, porque la trituradora ha dividido ante todo al país. Donde antes había una nación ahora hay dos y media, como mínimo. Dos de ellas mutuamente excluyentes: la independentista y la española anti independentista. Y la media, que es la de los que no quieren saber nada ni de la una ni de la otra, porque sólo entienden Cataluña, la nación entera, como la comunidad cívica donde deben caber todos, con independencia de sus sentimientos e identidades.
La trituradora sólo sabe hacer una cosa: sembrar la discordia, cortar y dividir. Busca los puntos débiles donde hacer entrar la cuchilla para depositar su mala semilla. Separar por sentimientos, por prejuicios, por lengua si conviene, también por origen, aunque esto de forma más subrepticia, para no enseñar el plumero de su supremacismo.
Es todo lo contrario de los mecanismos que sacaron a Cataluña de la dictadura y del Estado unitario. Significa la inversión de las viejas ideas y mitos fructíferos de un solo pueblo y de la unidad civil. Con la trituradora dominando la escena política no sería posible imaginar la transición, la Asamblea de Cataluña, el retorno de Tarradellas, la recuperación de la Generalitat y el Estatuto. Tampoco una convergencia de fuerzas como la que organizaron Miquel Roca y Jordi Pujol a partir de 1974, incorporando sucesivamente los demócrata cristianos y los socialdemócratas más moderados. Menos aún que se propusiera y consiguiera recuperar como votantes e incluso cuadros y militantes a antiguos partidarios del franquismo.
Ahora la especialidad, en la que sobresalen personajes como Puigdemont y Torra, es la división. Primero, la exigencia de adhesión incondicional bajo amenaza de alevosía, y luego el repudio: esta es la técnica. El resultado, además de la fragmentación, es la impotencia y la debilidad. Si aparentemente unidos en 2017 no lograron nada, poco se puede esperar que consiguen tan desunidos a partir de 2020.
Esta es la causa de tantas siglas y falsas instituciones, sombreros indignos para cubrir las ambiciones y los resentimientos personales. Hay una explicación a tanto esfuerzo destructivo, que es la misma explicación para el esfuerzo unitario inverso. Entonces se quería reunir fuerzas para obtener poder y ahora se quiere fragmentar fuerzas para retener poder. Diez años después de haber emprendido el viaje catastrófico hacia Ítaca todos sabemos que no son los objetivos exhibidos los que cuentan: la independencia, el estado propio, la república, palabras que suenan a huecas, conceptos de cartón piedra sin significado real. Cuanto más se esfuerzan algunos en llenarse con ellos la boca, como les ocurre sobre todo a los dirigentes de izquierda con la República, más fuerte es el sonido a hueco de sus frases.
La trituradora funciona con el mecanismo de la astucia política y el combustible de una deslealtad sistemática y consciente, hija de la superioridad moral que todo lo autoriza: la vía unilateral, el incumplimiento de los acuerdos, las reservas mentales, el engaño y el ocultamiento, la invención entera de un relato basado en una colección de mentiras incluso históricas, y la ley del embudo naturalmente: aprovechar la legalidad y los tribunales cuando van a favor y descalificarlos cuando van en contra. No es extraño que uno de los principales maquinistas de la trituradora, Quim Torra, se haya sublevado contra la idea de Marta Pascal de un diálogo leal entre Cataluña y España.
El actual momento, muy especial debido a la pandemia, es el de los gobiernos efectivos y el de la solidaridad y la unidad entre países, ciudades y gobiernos. Exactamente el contrario al camino emprendido por Puigdemont y Torra, que han dedicado estos años a la agitación y al desgobierno y propugnan la deslealtad como consigna política para mantener vivo el rescoldo de la ruptura independentista. Todos los gobiernos democráticos piden unidad. La presidencia alemana de la Unión Europea, que ha empezado este primero de julio, tiene como lema Together for the european recovery. El último logo del genial diseñador Milton Glaser, pensado por el movimiento BlackLivesMatter, contiene también la palabra together. Aquí, este independentismo inútil y patológico lee obsesivamente las apelaciones a la solidaridad, la cooperación y la unidad como la apología franquista de la unidad de España. Sólo quieren unir a los que dividen. Al final, la trituradora triturará también a los conductores que las manejan.
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