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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los territorios de la política

Esta exhibición del poder del Estado para cerrar territorios y encerrar ciudadanos coincide con la expansión del universo digital que no conoce fronteras y que puede haber sido el ganador de esta crisis

Josep Ramoneda
Primer dia de apertura de la frontera entre España y Francia en La Jonquera después de la pandemia.
Primer dia de apertura de la frontera entre España y Francia en La Jonquera después de la pandemia.Toni Ferragut

No hay Estado sin territorio, y disculpen la obviedad. De ahí la enorme importancia de las fronteras que los delimitan. No hay Estado que aguante la pérdida de control de sus límites, porque es sobre la base territorial que se funda su potencia: aquí, mando yo. Por eso, el cierre de fronteras es una sobreactuación del Estado que siempre expresa alguna forma de inseguridad.

La pandemia del coronavirus ha dado una oportunidad a los Estados para demostrarnos su fuerza cerrando a cal y canto los países (y a sus ciudadanos en casa). Una reacción extrema con situaciones chocantes, como que España y Portugal, Estados construidos sobre la misma piel, hayan estado más de tres meses sometidos al prohibido el paso. Como siempre que se cierran fronteras se han dado una amenaza —una epidemia excepcional— y una debilidad —las dudas sobre la capacidad de los sistemas sanitarios para afrontar el envite.

La Unión Europea, que no consigue hacerse suficientemente atractiva para que los ciudadanos la consideren propia, y que navega sobre los recelos entre países cargados de historia y de resentimientos, ha retrocedido durante meses en una de las conquistas que reforzaban los sueños de unidad: la abolición de las fronteras interiores. Cada cual cerró cómo y cuándo quiso y a la hora de abrir las fronteras exteriores ni siquiera ha sido posible ponerse de acuerdo sobre a quién se permite entrar y a quién no.

Y sin embargo, los Estados salen reforzados de este cierre de fronteras porque han demostrado que todavía tienen capacidad para imponer determinados límites, es decir, para marcar territorio. Y esto llega en un momento en que la desconfianza con los gobernantes está en el orden del día y da cauce a formas de radicalización neoautoritaria que canalizan el malestar y la inseguridad de muchos ciudadanos. ¿Cambiará algunas cosas esta exhibición? La historia no sabe de caminos rectos por mucho que algunos intenten explicárnosla como un imparable camino ascendente: ¿hacia dónde?

La historia no sabe de caminos rectos por mucho que intenten explicárnosla como un camino ascendente

Cada acontecimiento tiene su contrapunto. Esta exhibición del poder del Estado para cerrar territorios y encerrar a la ciudadanía ha coincidido con la expansión imparable del universo digital que no conoce fronteras y que como cultura y como ideología puede haber sido el ganador de esta crisis. Con lo cual, la pregunta es: ¿hay en el horizonte una soberanía digital que pueda desbordar a la territorial? ¿Estamos ya en este camino? Afortunadamente, si de algo hemos tomado conciencia estos días es de que somos cuerpo —susceptible de ser materialmente encerrados— y que, por tanto, la dimensión corporal, territorial y espacial de nuestra existencia difícilmente decaerá. ¿Vamos a un cruce de soberanías entre territorios marcados y controlados por los Estados y poderes digitales acechando nuestros cuerpos y actuando directamente sobre nuestros espacios privados? Hasta ahora la política ha tenido una ineludible dimensión territorial y aquellos que han creído que todo se resolvía en el espacio de los medios de comunicación acaban pagándolo. Y tengo la sensación de que todavía será así mucho tiempo: el territorio, la base material de nuestra experiencia como cuerpo que busca y se busca con los demás (“Tocar es tocarse”, decía el sabio Merleau-Ponty) sigue siendo ineludible en la experiencia común.

Tenemos algunos ejemplos de ello en la política local, que pueden parecer prosaicos pero son ilustrativos. Estamos en vigilias de unas elecciones en el País Vasco y en Galicia, en ambas hay dos partidos instalados en el poder que parecen inamovibles: el PNV y el PP. ¿Por qué? Porque tienen una implantación territorial —es decir, presencia y contacto en todas partes—, largamente construida, con claros y con zonas oscuras —el clientelismo, garante fundamental de la servidumbre voluntaria, produce gangrena en las estructuras sociales, que los demás partidos no han sabido replicar. El control del territorio está en la base de la política. Y es un factor clave también en el conflicto interno de Junts per Catalunya. La principal fuerza de que dispone el PDeCAT para desafiar al liderazgo virtual de Puigdemont está precisamente en el poder municipal, en el anclaje en pueblos y ciudades del sistema clientelar heredado del pujolismo.

Los electores son cuerpos humanos que se relacionan con los demás, no simples sujetos anónimos de mensajes virtuales. Y el contacto todavía cuenta. Y si no pregunten al presidente Macron: su partido, sin implantación en la calle, apoyado estrictamente en el poder carismático de su líder, ha quedado en clamoroso fuera de juego en las elecciones municipales.

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