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LA CRÓNICA DE EL PAÍS CATALUÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un búnker en la playa

Ante pieles más rojas que morenas, uno se delata 'voyeur', buscando también en otros cuerpos estragos del confinamiento

Búnker de la Guerra Civil en la playa de las Dunas de Santa Susanna, Maresme.
Búnker de la Guerra Civil en la playa de las Dunas de Santa Susanna, Maresme.Joan Sanchez (EL PAÍS)
Carles Geli

Diez horas y 17 minutos después de la llegada del solsticio de verano fui a la playa y desconfiné, junto a los primigenios, otros 2,4 kilos sobrevenidos con el corral de la pandemia. Primera escapada del piso desde el 13 de marzo. Mi manera de huir, por decirlo a la audeniana, de este bajo, deshonesto periodo vírico. No fui a Stonehenge porque ni están los tiempos para coger un avión ni soy un neodruida. Pero, en realidad, tampoco me gusta la playa. La culpa, de la Barceloneta de finales de los 60, cuando en las aguas marinas de la ya ciudad de ferias y congresos que debía tomar por prescripción médica se mecían heces y ratas muertas que parecían pollos de tan rollizas. Sé que hace años que ya no es así, pero uno juró fidelidad a sus traumas infantiles.

Puse para el desembarco, pues, cierta distancia psicológica, Maresme arriba. No eran los casi cinco mil barcos de la Operación Overlord, pero la fluida armada automovilística por la C-32 no desmerecía. La tropa, ya en el paseo marítimo, también bien pertrechada, de uniforme, aunque con algo extraño que uno no descubría hasta más tarde, como que la vida iba en serio: chancletas, calzón corto, camiseta sin mangas, sombrilla enfundada o bolso playero, gafas de sol, gorra… y mascarilla. A un lado, los mastodontes hoteles de tautológicos nombres (Top Palace, Arenabuena…) con su clónica estética masiva reforzada por las cortinas echadas. Al otro, los pasos bajo la vía del tren hacia la costa, vallados y con carteles desteñidos. Dos muescas del tiempo: “Siguiendo instrucciones del real decreto 463/2020 del 14 de marzo, se prohíbe el paso de viandantes”. Más a la izquierda, abajo: “Peligro por mal estado del paseo”. La Covid-19 y el Gloria, dos temporales devastadores.

Debía ser Normandía o así lo prometía la actividad en la tienda de los cisnes rosados encantados como flotadores, pero aquello parecía Galípoli: aquí una superexcavadora varada; allí un montículo de piedras gigantes; más arriba, maderas acumuladas en forma de aspa; un pino en el suelo con sus raíces al aire; otro, apuntalado; un tobogán infantil cruzado por una cinta roja y blanca, al borde del precipicio de lo que fuera el paseo y del que solo quedan pastillas de cemento con sus púas férreas al descubierto… Por megafonía, una voz pastosa recitando en tres idiomas que se mantenga la distancia de seguridad de dos metros. Pero no hay nadie para escucharlo: una pareja de jubilados y, al menos a trescientos metros, un matrimonio con su hijo pequeño. El desierto, porque apenas quedan ahí cinco metros de arena entre el romper de las olas y las grandes piedras alineadas que hacen de dique de contención del futuro nuevo paseo. O sea, aquello de The Refrescos: Vaya, vaya, aquí no hay playa.

Nuevos, hay unos carteles de colores con unos números que, al parecer, dividen los tramos de costa. “Covid-19”, reza en pequeñito al pie. No ha cambiado, sin embargo, el estado del agua, a la que el confinamiento no ha acabado de sanar: resisten las aceitosas burbujitas flotando entre islitas de papillita verde. Como uno no es ajeno al estrenado acelerón ya en quinta marcha del turbocapitalismo, se descubre subiendo el ritmo con los pies en el agua, superando el gran cañón de un desagüe descomunal ahora más a la intemperie… Hay prisa por saber y por salir de la playa apocalíptica a lo planeta de los simios, prolongación de algún mal sueño recurrente de piso confinado.

Desde el solitario fortín esperamos a unos enemigos eternamente agazapados, invisibles, tal que un virus

Superado un espigón natural, y camuflada por el viento que lleva el ruido en dirección opuesta, aflora sin aviso la vieja nueva normalidad: ahí estamos todos; hay arena. Por fin la brisa recupera su genuino aroma de bronceador, los jugadores de palas bloquean la orilla, la primera línea se densifica… “Más cerca del agua, ¿no?”, recrimina la joven nuera a la suegra, en una reacción sociológica doméstica que diría mucho de cómo va la pandemia… Las pieles parecen más rojas que morenas y uno se descubre voyeur malsano, buscando también en cuerpos ajenos estragos del confinamiento, sea en barrigas, muslos o panderos, en la que sin duda es una solidaridad egoísta respondida con alguna mirada inquisitiva.

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Salvo excepciones, es fácil delimitar visualmente los grupos porque mantienen cierta distancia; lo hacen, de manera inconsciente, hasta los vigilantes de la playa, que clavan sus boyas rojas en la arena en generoso semicírculo, una empalizada robinsoniana. Curioso: la pseudodistancia social entre toallas salta por los aires en las mesas de los chiringuitos, pegaditas y concurridas ya a la hora del vermut.

Uno no busca nada, venía a relajarse, pero un lánguido abatimiento, el vivir un cuadro que parece irreal a la espera del verdadero, quizá el de antes, le empuja a seguir chapoteando con los pies. Si no fuera por una ligera quemazón en los hombros, no se sabría del tiempo y la distancia. Pero esta es ya la Playa de las Dunas, en Santa Susanna. Cuando también era otro tiempo convulso y se llamaba Montagut de Mar, se construyó ahí un búnker, uno de los cuarenta que salpicaban el litoral del Maresme para repeler los ataques fascistas desde Mallorca. Este, hormigón armado sobre piedra, dos bocas de fuego cara al mar por las que se ven bolsas de basura y latas, óxido de sus costillas filtrándose por el gris exterior, fue construido el 6 de octubre de 1938 por brigadistas internacionales. Fortificaban una esperanza perdida. Solo 22 días después, marchaban forzados de España entre lágrimas y flores tras desfilar en Barcelona por la Avenida 14 de abril, hoy Diagonal.

En los años 40, el Ejército español mantuvo el solitario búnker por temor a una invasión aliada que, claro, nunca llegó. Algo parecido a los buzzatianos tártaros que el joven subteniente Drogo espera en la fortaleza Bastiani, esos enemigos en la última frontera, eternamente agazapados, invisibles. Tal que un virus. Ahí, en un ceremonial sin mucho sentido, seguimos hoy, más que nunca, esperando.

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Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

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