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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La patria de los muertos

La Unión Europea se percibe como club comercial supraestatal, que dicta normas que la gente de a pie no comprende. La crisis del coronavirus lo muestra de manera descarnada

Una farmacia en el municipio italiano de Lodi.
Una farmacia en el municipio italiano de Lodi.MATTEO CORNER (EFE)
Joan Esculies

En cualquier viaje por Francia es fácil toparse con uno de los innumerables monumentos erigidos tras la Primera Guerra Mundial. Entre 1918 y 1925 se construyeron alrededor de 30.000 en un Estado que contaba con 36.000 comunas. Estos memoriales, con los nombres de los fallecidos esculpidos, sellaron la construcción de la memoria del Estado-nación. Si antes de la conflagración subsistía alguna veleidad nacional occitana, bretona, catalana, tras la Gran Guerra desapareció casi por completo. Todos los combatientes habían muerto pour la patrie.

El uso de conmemoraciones para forjar una única memoria colectiva no fue exclusivo del país galo. En el Reino Unido todavía hoy, cada 11 de noviembre, se aparcan las tareas unos minutos para recordar a los combatientes. España no participó en la contienda, por lo que apenas hay memoriales de la Gran Guerra.

A la Segunda Guerra Mundial la mayoría de estados-nación europeos llegaron ya forjados. A su fin, se erigieron nuevos monumentos que consolidaron las memorias respectivas. Incluso, más adelante, se conmemoró su fin reuniendo periódicamente a los mandatarios respectivos en Normandía. España, tangencial en el conflicto, vivió alejada de la celebración del 75º aniversario el año pasado.

Cada país europeo tiene su propia narrativa de las guerras mundiales. La Unión Europea surgió de las cenizas de ambas con la idea que compartir intereses, sobre todo económicos, minimizaría el conflicto interterritorial. Más de medio siglo largo después, la unión monetaria y de mercado ha alejado la sombra de un conflicto interno, pero no ha logrado una memoria común. La Unión se percibe como club comercial supraestatal, que dicta normas que la gente de a pie no comprende. La crisis del coronavirus lo muestra de manera descarnada.

La primera reacción ante la llegada de la pandemia a Lombardía fue mofarse de la respuesta del Estado italiano. La negativa de Francia y Alemania a contribuir con equipos sanitarios —aprovechada por China para aumentar su esfera de influencia— fue bochornosa. En vez de coordinar una actuación global —lo mismo que se ejemplifica con un Wuhan ayudado por sus provincias contiguas—, se cerraron fronteras.

Con escasas excepciones, los jefes de gobierno y de Estado de los 27, España incluida, han olvidado Europa en sus discursos. Cada uno ha apelado a una memoria particular: la Constitución, la Segunda Guerra Mundial, la grandeur. En general, y salvo para establecer algunas comparativas, la cobertura mediática omite la visión de conjunto.

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Las élites de las respectivas capitales son reacias a ceder más poder a Bruselas. Es lógico. Cualquier proyecto nacional se articula entorno a un centro. Desplazarlo significa resignarse a quedar alejado o tener que ir a su encuentro. Esa resistencia menoscaba de manera paulatina el crédito de la Unión y —no es ninguna paradoja— el de los propios Estados y sus élites, pues la dinámica económica y migratoria mundial actual rehúye el modelo de Westfalia.

Los Estados de la Unión solo salvarán sus disfunciones diluyéndose con un gobierno federal y una presidencia ejecutiva, con poder real sobre todo el territorio, sus fronteras y su política exterior; con la apuesta por una política regional que desarrolle la economía en función de la geografía y no de los límites estatales; situando la sociedad del conocimiento en el centro de las políticas, contribuyendo a equilibrar al alza la inversión en investigación e innovación; y, entre otros, con la creación de un ejército común, preparado también para emergencias civiles.

Europa se parece cada vez menos a la que imaginó Steiner. No es, ni simbólicamente, un café repleto de gentes y palabras donde se practica la tertulia civilizada. Pero aunque esa manera, idealizada, de hacer desaparezca la vida de sus ciudades, grandes y medianas, tiene más en común de lo que creemos. Incluso más entre estas que con los quehaceres diarios de los interiores de sus respectivos países.

A partir de la crisis actual, del sustrato cultural y de sus urbes Europa puede crear una auténtica memoria común. Cuando las clases medias regresen a las calles, primero tratarán de restablecer la normalidad y sus empleos. La crisis sociopolítica sobrevenida que incubamos ahora no llegará de inmediato, sino en unos meses, incluso algún año. Hasta entonces la forma en que se honre —si pour la patrie o pour l’Europe— a unas muertes que nunca debieron ocurrir, marcará el futuro de la Unión.

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