George Orwell en Igualada
Si hay bulos es porque hay incomprensión. Y, en parte, la incomprensión es hija de la falta de información. Es complejo culpar a la sociedad cuando tiene la sensación de que en su propia casa alguien le oculta algo. En Igualada, ese alguien tiene nombre: el Hospital de la ciudad. Nadie tiene claro qué ha sucedido ni sucede allí
Los hitos pintan todo de un tono singular y, hoy, a siete días del confinamiento de Igualada, hay un sol labial que no se merece esta suerte: debiéramos estar todos en los parques y los patios, panza arriba, como iguanas felices.
El confinamiento es odioso por varias razones. Desaprovechar cómo revienta la primavera puede ser la más mundana. Saber que saldremos de aquí —vivos, por ende— para meternos en el rompedero de cabezas de la crisis económica es agobiante por expectativa. Pero hay un punto aun más problemático, al menos en Igualada: la incertidumbre.
Este es el cuadro: sumados todos los pueblos de Òdena clausurados a todo trasiego, somos 70.000 personas embuchadas en nuestras casas que cedimos a los gobernantes toda autoridad sobre nuestras existencias, pero el acuerdo está desnivelado: a cambio, no recibimos demasiada información.
El Ayuntamiento hace un esfuerzo. A diario, a mediodía, el alcalde Marc Castells se planta frente a una cámara y transmite un parte. Castells hace lo que puede, al frente de un pueblo secuestrado por las necesidades de la Generalitat y el gobierno de España: Igualada fue importante cuando fue el primero, pero ahora Madrid convoca al mundo. La penúltima conferencia de Castells, el día 18, fue algo desoladora: un grito en el desierto. Castells se enojó con el gobierno de España porque retenía 4.000 mascarillas para el Hospital de Igualada, y se enojó más con los vecinos que distribuyen bulos por las redes sociales. La última es tragicómica: un tonto puso a circular por Whatsapp el cuento de que el Ejército del Aire sobrevolaría Igualada para fumigarla.
Si hay bulos es porque hay incomprensión. Y, en parte, la incomprensión es hija de la falta de información. Y es complejo culpar a la sociedad cuando tiene la sensación de que en su propia casa alguien le oculta algo. En Igualada, ese alguien tiene nombre: el Hospital de la ciudad. Nadie tiene claro qué ha sucedido ni sucede allí.
El Hospital está clausurado para toda otra actividad que no sea atender a los enfermos de coronavirus, pero esa clausura opera como una fábrica de rumores. El vocero del Hospital, Joan Miquel Carbonell, habla con los medios pero dista de tranquilizar a nadie. Carbonell cuenta, siempre, tres o cuatro cosas: que el personal está saturado, que no tienen suficiente gente, que han muerto N personas y que N+1 se han enfermado. Cumple el expediente: traza un panorama bastante ascético —tal vez aséptico— de la situación.
Pero no traduce calma, y por una variedad de razones. El Hospital no informa a diario, como el ayuntamiento. Los pedidos de entrevista para aclarar rumores y versiones van a una lista de espera. Los correos electrónicos pueden pasar días sin respuesta.
Pero hay más: quien ve a diario el Hospital enfrenta la imagen inevitable de toda película de epidemias: el vacío y el silencio. En el estacionamiento no hay carros. Los locales cercanos están cerrados desde el día uno del confinamiento —excluidos un taller mecánico, una Repsol y el Mercadona y el Carrefour que lo flanquean. La gente camina por la acera del Hospital como si dentro estuviera el cuco, y así es. y si uno intenta acercarse a conversar con los enfermeros que fuman en la calle —yo lo intenté tres veces—, todos salen disparados como palomas que ven un halcón en picada.
Esa imagen se ata a un problema mayor: el miedo atávico y la desconfianza que apareja una crisis con un enemigo invisible, desconocido e incomprensible. En una semana he podido hablar con dos decenas de igualadinos, la mayoría en ascuas. Se preguntan cómo fue posible que una enfermera —el posible paciente cero de Igualada— se hubiera pasado días trabajando sin que nadie advirtiese que podría estar desparramando el coronavirus por los pasillos.
El Hospital investiga qué pasó, pero ya es difícil para muchos limpiar esta suma de datos de la memoria: hay más de 300 profesionales del Hospital confinados, 90 de ellos enfermos; hay otros 110 o más personas contagiadas ingresadas. No es tranquilizador, pues sucede en un lugar adonde las personas esperan ser salvadas.
Carbonell lo dijo: están superados. Comprensible, su faena es la salud, no la comunicación y esta crisis no estaba en los planes de nadie. Pero hay funcionarios por encima del Hospital, en la Generalitat y en España. Han pasado siete días y la sociedad parece haberse afincado en la idea de que las autoridades —en general— no han manejado la amenaza del coronavirus ni con la premura debida ni con la profundidad deseable vista la experiencia china.
Hay un inevitable registro orwelliano alrededor del Virus de Mierda: no sabemos muy bien a cambio de qué hemos entregado nuestros derechos. No se ven planes o liderazgos. La Generalitat catalana, que se ha adiestrado en la gestión de un conflicto con el gobierno de España podría haber instruido al personal del Hospital para amalgamar al público y apoyar su tarea. Quizás, podría haber enviado uno de sus expertos en comunicación para dialogar a diario con un pueblo que parece haber quedado librado exclusivamente a la responsabilidad de sus habitantes.
Como eso no sucede, hay imágenes, símbolos, silencio y vacío, y el vacío se llena con miedo, paranoia y teorías sin pies ni cabeza. Y el miedo infantiliza; el cerebro da las riendas a la adrenalina. La gente nada más quiere que le tranquilicen. Un mensaje a diario con respuestas claras. Los igualadinos parecen sentirse como cobayos, confinados a la inmunización por encierro o sujetos a que, por azar, no se contagien. Desconfían del Hospital porque sienten que se ha construido un muro de silencio alrededor, y que esa valla no es para proteger a la sociedad sino para que la sociedad no vea algo que no debiera ver. Toda España ha girado ahora a mirar a Madrid. Para la psicología local es agotador: los 15 muertos de Igualada son una tasa por habitante mucho mayor que la capital de España. Pero el pueblo ya no tiene el foco mediático.
En una crisis donde el poder se concentra, las personas esperan señales claras, una guía de dónde están y adónde acabarán. Mínimas certezas. Nadie parece haber aprendido que en una crisis importan tanto los actos como los símbolos, los hechos como las imágenes.
Hoy, en el aniversario en que cercaron la comarca como a la Lombardía italiana, el sol es la única señal primaveral a mano. En las calles, la gente va y viene en sus autos o con la cara escondida detrás de las máscaras. Una furgoneta del Ayuntamiento repite por unos parlantes en el techo: “El ayuntamiento informa…”, “El ayuntamiento solicita…”. Es una buena idea, pero es también una metáfora del apuro y la improvisación: la furgoneta es negra con estridentes marcas rojas. Tan ominosa como una máquina del Ministerio orwelliano de 1984.
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