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condena al fiscal general
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Pero… ¿por qué lo han condenado?

La odiosa costumbre de divulgar el fallo de las sentencias antes de haber sido redactadas provoca la inquietud a una parte de la sociedad que en absoluto preveía un fallo adverso al fiscal general

Tengo por costumbre no comentar las resoluciones judiciales hasta que no son conocidas en su integridad, y en el caso de la sentencia condenatoria del fiscal general del Estado ―se dice pronto―, voy a hacer exactamente lo mismo. Tampoco comento los múltiples cotilleos que suelen existir sobre el sentido de una sentencia, ni antes ni después de haber sido dictada. Esas intrigas y cábalas, que han existido desde hace muchos meses en este caso, creo que no ayudan a conservar algo que como ciudadano debería importarle a cualquiera: la imagen de independencia de la Justicia. Y es que para que se produzcan esos cotilleos, intrigas y cábalas tiene que haber magistrados indiscretos, y eso es algo que ofende a cualquier persona que cree en las instituciones y tiene un mínimo sentido de Estado. Por consiguiente, voy a limitarme a comentar solamente dos hechos muy llamativos en este caso, y que no ayudan, en absoluto, a la conservación de esa imagen de institucionalidad.

El primero es que hace meses, muchos periodistas hicieron una predicción que critiqué expresamente. Decían entonces que de los siete magistrados designados para juzgar al fiscal general del Estado, cinco eran conservadores y dos progresistas, con nombres y apellidos. Incluso alguno se atrevió a decir que los primeros votarían por la condena y los segundos por la absolución. Pues bien, exactamente así ha ocurrido. Hartos estamos de ver cómo los vocales del Consejo General del Poder Judicial votan por bloques, cuando precisamente ese órgano existe para ayudar a preservar la independencia del poder judicial, o al menos así lo cree, todavía, el Consejo de Europa. También hemos visto, desde hace mucho tiempo, dividido en dos pedazos al Tribunal Constitucional, con dos bandos señalados muy reiteradamente por el periodismo. En alguna ocasión, hasta vocales de dicho consejo y magistrados del Tribunal Constitucional se han colocado a sí mismos esas rúbricas de “conservador” o “progresista”. Alguien pensará que es bueno que lo hagan, pero personalmente no lo creo así. EE UU, en este caso y últimamente en demasiados otros, es un mal espejo en el que mirarse. Y no sirve a la imagen de independencia que debe conservar la Justicia, que sus servidores se vayan poniendo camisetas. Cabe sentir miedo ―o incluso terror― a que ese cáncer se haya extendido ahora al Tribunal Supremo.

El segundo es un mal también ya conocido: la odiosa costumbre de divulgar el fallo de las sentencias antes de haber sido redactadas. Algunos dicen que es para evitar filtraciones, qué paradoja. En todo caso, empezó a hacerlo hace años el Tribunal Constitucional en casos mediáticos, lo que llenaba de perplejidad a cualquier observador. Por mucho que las leyes no impidan expresamente esa auténtica mala praxis, es fácil entender el desasosiego de un reo tras verse condenado sin saber por qué. En este caso, más que en ningún otro, esa inquietud se traslada a toda una parte de la sociedad que en absoluto preveía un fallo adverso al fiscal general, mucho menos tras algunas de las imágenes de las audiencias del juicio oral. Pero ahora esa parte de la ciudadanía observará con perplejidad una condena que hoy es noticia, pero que quizá habrá dejado de serlo cuando se publique la sentencia entera dentro de unos días, o no se sabe cuánto tiempo. Durante ese lapso, nadie sabrá si el fallo es ajustado a Derecho o un gravísimo atropello. Pero sea lo primero o lo segundo ―o ninguna de las dos cosas―, cuando se publique la motivación puede que ya no le importe a casi nadie, o al menos a muchas menos personas, lo que tampoco parece aceptable en términos del control democrático que la población tiene derecho a hacer de la motivación de las resoluciones judiciales, como enseñó hace ya mucho tiempo Michele Taruffo.

Pero además, tampoco tiene sentido votar un fallo solamente, y no una motivación. Lo lógico es que exista un proyecto de sentencia entero, que se vota por los magistrados una vez consensuado y culminado. Votando sólo el fallo da la sensación de que sólo se ha decidido en términos de “culpable” o “inocente”, y que luego ya de igual cuál sea la motivación, porque unos y otros no se van a dejar persuadir por lo que diga nadie y seguirían votando lo mismo. Por mucho que se hayan dejado fijados en la deliberación los argumentos principales de la motivación, tal modo de proceder es completamente contrario al funcionamiento que debiera tener un tribunal colegiado, escuchándose y dejándose persuadir los magistrados por los argumentos de los demás, lo que es más fácil cuando se presenta un proyecto de sentencia por escrito y se vota ese proyecto. Y no sólo un “guilty” o “not guilty”, como si el Tribunal Supremo fuera un jurado de EE UU, y no el prestigioso órgano jurisdiccional de magistrados profesionales que exigen nuestras leyes que sea.

En todo caso, quedamos a la espera de la sentencia y de sus votos particulares. A lo mejor hasta nos convencen una u otros cuando los leamos. No perdamos la oportunidad de cambiar de opinión, lo que siempre es sano, ni tampoco desperdiciemos la ocasión, por una vez, de dejar la ideología o el oportunismo en un cajón cuando evaluamos una cuestión jurídica, como, por otra parte, está obligado a hacer cualquier jurista honesto, pero desde luego cualquier juez.

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