El diablo vuelve a Zamora por Navidad
Los festejos del zangarrón, un rito pagano milenario, resisten a la despoblación y aspiran a ser declarados de interés turístico
Cinco generaciones unidas por el diablo. Niños, adolescentes, cuarentones, jubilados y ancianos se reúnen alrededor del demonio en Sanzoles (Zamora, 470 habitantes) en su zangarrón, un rito pagano antiquísimo que abunda en la provincia zamorana y con representaciones similares en países europeos.
Una figura disfrazada con máscara, ropajes de colores y armada con un bastón corre detrás del incauto que osa desafiarlo… o que le ofrece unos billetes. Como sonido de fondo, el estruendo de los cencerros para espantar a los malos espíritus. La tradición se celebra con orgullo, pues un joven local encarna al zangarrón y recae sobre él una gran y agotadora responsabilidad. Los defensores de esta fiesta buscan la declaración de interés turístico y celebran el resurgir del festejo tras décadas maltratado por su carácter rural y originalmente no religioso.
El ritual despierta expectación desde la misma noche de Navidad, cuando la criatura toma las calles del pueblo sin disfraz, solamente vestido de negro pero armado con un vergajo, esto es, un pene de toro que, secado, se usa como látigo y zurce con saña. El zangarrón persigue al prójimo y le arrea de lo lindo como preludio de lo que llega en la mañana de cada 26 de diciembre en Sanzoles, aunque cada localidad tiene una fecha señalada. Para ello hay que recuperar fuerzas y el polideportivo local se convierte en guarida y oasis durante unas horas. Huele a huevos fritos, con puntillita y todo, y se fríen chorizos para resucitar al comensal de entre los muertos por horas de fiesta. Las caras, especialmente entre los jóvenes, acreditan los excesos nocturnos pero los ánimos no revelan ganas de concluir la jarana. Suena La Ramona pechugona y pronto la charanga entona más canciones populares. En un lado, como un boxeador antes del combate, descansa y se concentra el inminente demonio. A su espalda, la máscara, la vara con tres vejigas de cerdo hinchadas y el traje. Alrededor, los quintos, devotos por el honor recaído sobre su amigo. Este descansa del jaleo de la previa y luce parte del atuendo: la nariz con una protección contra el roce de la careta, unas largas y abrigadas calzas, botines y una manta zamorana cubriéndolo como a una virgen.
Se llama Hugo Sánchez, tiene 19 años y se prepara para sacudir al primer toque indiscriminadamente. “Es un orgullo, llevo deseándolo desde pequeño”, relata el agraciado, antes de describir el serio entrenamiento que ha cumplido para llegar con fuelle y fuerza a Navidad: “Llevo corriendo desde septiembre tres veces a la semana y desde noviembre practicando con el vergajo y un saco de boxeo”. Pobre del que se acerque demasiado, pero “la gente se mete, hay que darles y entienden el palo”. Sánchez, de origen oscense porque pocos zamoranos jóvenes quedan en el pueblo, perdió nueve kilos durante esta preparación.
Celedonio Pérez, de 67 años, experto en estos rituales y en las mascaradas zamoranas, destaca el propósito de obtener para estas fiestas la Declaración de Interés Turístico Regional, también el nacional e incluso Patrimonio de la Humanidad si se incluyen los zangarrones, o ritos similares, de “Portugal, Bulgaria o Rumanía”. “Son fiestas coloristas que alegran en un ámbito rural tocado”, describe, feliz porque a los niños “se les regalan cencerros desde pequeños para que vayan al zangarrón”, otrora visto “como algo de garrulos, sufrió la emigración y antes nadie quería serlo, ahora sueñan con ello”. Rituales similares se viven en Ferreras de Arriba, en Villarino tras la Sierra o Riofrío en un amplio calendario.
Pérez estima que esta actividad tiene orígenes neolíticos, según los estudios, relacionados con el solsticio de invierno. “La esencia es que el zangarrón protege a la gente, hay meticones que quieren molestar a los quintos y él los defiende. Hacerlo bien es correr más que nadie y pegar más que nadie”, señala, pues el festejo ha ido variando con los años e impregnándose de las diversidades culturales y de las épocas: “Es una fiesta revolucionaria porque el zangarrón tiene la autoridad, y no la alcaldesa, y licencia para pegar”.
José Javier Sánchez, de 61 años y presidente de la asociación Amigos del Zangarrón de Sanzoles, recalca el “entusiasmo” de la juventud contra el desdén de otros tiempos y admite que la “evolución” acarrea cambios no tan comunes anteriormente, como el jaleo de ese almuerzo, otrora más “íntimo”. Evilasio Fernández, de 72 años, recela de las recientes modernizaciones y el crecimiento de mascaradas sin tradición ni historia, que pierden la esencia de los pueblos donde se celebran desde siglos atrás. De fondo, la ausencia de vecinos: “Antes había gente en los bares todo el día, ahora solo una mesa y dos o tres los domingos”.
Como propósito de futuro, añadir presencia femenina. El zangarrón, y los quintos que bailan alrededor, solo son hombres. Tres chavalas lo comentan junto a la iglesia mientras el demonio corretea con los niños y atruenan los cencerros. Elena Arribas, asturiana de 25 años y de raíces zamoranas, adapta sus vacaciones para asistir al zangarrón y le “encantaría” ver mujeres con la vestimenta y el bastón: “Se intentó un año pero hubo gente que se negó a que hubiera la fiesta si salía una chica como zangarrón”. La despoblación implica que no siempre haya quintos suficientes tanto para la figura protagonista como para el séquito bailando con castañuelas, lo cual suplen con “amigos del zangarrón” y no con chavalas de Sanzoles. Héctor Hidalgo, de 18 años, se prepara para 2025, cuando a su generación le toque ostentar el privilegio del zangarrón: “Tenemos mucha ilusión pero también mucha presión, para la familia es muy importante y es físicamente duro”.
La mañana avanza y el demonio trota por la plaza, acompañado de niños, y acelera cuando alguien lo tienta con algún billete, pues debe de ser que en el infierno también está caro el alquiler. Dentro de la iglesia, la misa. En los bancos de fuera, cual portal de Belén, algunos fiesteros duermen la mona y reposan antes del acto final. El párroco y los feligreses sacan la talla de San Esteban y el cura se dispone a tomar la solemne palabra. Antes, un aviso: “Hay un Nissan en el recorrido”. Se ruega se retire junto a un Ford, un BMW y otro Nissan. Después de la advertencia, al lío, agradeciendo al zangarrón “la necesidad de hombres buenos” e invocando a San Esteban para que haga su trabajo. El pendón del pueblo se usa para pinchar las vejigas y que el diablo vuelva a acumular kilómetros mientras sacude a quien lo afrente y, de paso, se saca una buena propina para sus quehaceres malignos de inminente veinteañero.
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