Cuando una riada devastadora es la enésima calamidad
Vecinos de uno de los barrios más pobres de España, El Raval de Algemesí, y enfermos mentales graves en Albal dan una lección de coraje y resistencia ante la dana
Ramón Beses, de 61 años, vecino de Pincanya (Valencia), entrega en un puesto móvil de la Guardia Civil varias armas de tiro al plato que han quedado inutilizadas por la dana y serán convertidas en chatarra. “Una era de 1982, de los mundiales de tiro. Esto era mi hobby”. Enfrente hay un barco llamado Café varado sobre una montaña de barro. Más de un mes después de la riada, casi nada está en su sitio en los pueblos afectados. Ramón explica lo que ha perdido y ya ha contado muchas veces (a peritos, seguros, amigos...) y, de repente, como ocurrirá con medio centenar de vecinos entrevistados por este diario en los últimos días, se rompe ante la pregunta más sencilla: “¿Y usted cómo está”. Su hijo le llamó por teléfono para despedirse el 29 de octubre. Pasó cuatro horas agarrado a un árbol y pensó que a él también se lo llevaría la corriente. Afortunadamente, se salvó.
La ministra de Sanidad, Mónica García, anunció esta semana la implantación de nueve unidades de salud mental que durante un año atenderán a los afectados de la dana, tras estimar que los casos de depresión y ansiedad se duplicarán en los próximos meses. Paiporta, Algemesí, Alfafar, Massanassa, Catarroja… son pueblos a flor de piel y sus habitantes se han acostumbrado a llorar en la calle. Pero existe un colectivo que ya era vulnerable antes de la catástrofe, los diagnosticados hace años con enfermedades mentales graves, como la esquizofrenia, la bipolaridad o el trastorno límite de la personalidad. Para ellos, las rutinas, las voces conocidas y amigas son tan importantes como la medicación y, junto a vecinos, locales y casas, la riada se llevó por delante esa parte fundamental de sus vidas: el orden. Los psicólogos, terapeutas e integradores de la Asociación Afpem Horta Sud, una entidad sin ánimo de lucro que atiende a una veintena de enfermos mentales crónicos de la zona, han echado el resto desde el día de la tragedia para visitar en sus casas a los usuarios que ya no podían desplazarse hasta su centro, en Albal, para asegurarse de que tenían la medicación que necesitaban; comprobar si, debido al estrés, había que aumentar alguna dosis, y, sobre todo, evitar que el trabajo de meses para mejorar su calidad de vida no fuera arrasado también. María Cárdenas, una de las psicólogas, ahora acude al centro en bicicleta porque su coche es uno de los 120.000 que se tragó el agua.
Amparo Zamorano, de 64 años, con trastorno bipolar, recibe a Ernest Navarro, integrador social de Afpem, en su casa de Albal, donde ya la acompaña otra voluntaria, Alexandra Belenguer. Aún dura el susto. “El día de la dana, hasta las 11 de la noche”, recuerda Amparo, “no supe nada de mi hijo. Hasta que no hablé con él y me dijo que se quedaba a dormir en un polideportivo, no fui persona. Trabaja reparando ascensores y ahora lo veo muy poco porque tiene que arreglar los que ha dañado el agua y sacar a gente que se queda encerrada”. Sus vecinos y los trabajadores de la asociación le han llevado agua, comida y compañía. También le han hecho llegar un andador con el que ya se atreve a salir a la calle después de una caída. Cuenta que le gusta participar en el programa de radio que la asociación hace todas las semanas para hablar de lo que les ocurre. Hoy comerá paella con el resto del colectivo, una veintena de hombres y mujeres de entre 18 y 62 años, en el local de Afpem.
“Cuando vienes aquí”, explica Amparo Navajas, de 46 años, también con trastorno bipolar, “te sientes bien, como si no hubiera dana”. “Yo vivo en Catarroja, me asomé al balcón y me asusté muchísimo al ver el agua. Era un caos total. Pasé muchos días sin salir de casa porque la calle estaba llena de coches, juncos… y luego me puse triste, como mi pueblo, pero entre mi hermano, mi cuñada y Raquel [la coordinadora de la asociación], me animaron a volver al centro”. Aún no duerme bien y han tenido que darle más medicación.
“Después de recibir ayuda durante años”, explica Miguel Ángel Selma, esquizofrénico, “nosotros también queríamos ayudar”. Félix Lobo, de 44 años, que padece la misma enfermedad, cuenta que fueron a los pueblos afectados a limpiar el local de una asociación para ancianos con alzhéimer y repartir comida y productos de limpieza. “Todo estaba destrozado y me gustó poder ayudar. La gente nos daba las gracias”, recuerda con una sonrisa de oreja a oreja.
Hay heridas, como la muerte de seres queridos, que necesitarán mucho tiempo, y otras, como la pérdida de negocios y casas de planta baja, que requerirán mucho dinero. Pero incluso en la ruina absoluta hay escalas. A 24 kilómetros de Albal, en El Raval (Algemesí), uno de los barrios más pobres de España, con mayoría de etnia gitana, los vecinos de las pequeñas, frágiles e hiperhabitadas viviendas frente al río Magro, que ya sobrevivían a duras penas antes de la riada, ahora lo tienen más difícil que nadie. A las diez de la mañana del miércoles, un grupo de voluntarios del restaurante La Mesedora descarga dos camiones llenos de muebles en la calle frente al río, pero 37 días después de la dana no hay apenas donde colocarlos. Muchas de las casas están precintadas, por riesgo de derrumbe. “Esto eran tres”, explica Vicent, de 64 años, “pero un árbol se llevó los muros que las separaban. Hace años que hablan de derribarlas y llevarnos a otro lado, pero son palabras que van y vienen, como el humo. Yo estoy durmiendo en un colchón sobre el suelo”. Otros vecinos han sido acogidos por familiares a la espera de una solución. En casa de Francisco Ramírez, de 70 años, un técnico del Ayuntamiento toma fotografías del desastre. No queda nada. En la antigua cocina, el barro le llega a la cintura. Su sobrino ha venido a ayudarle, pero antes de que el perito hable, él ya sabe el diagnóstico: “Siniestro total”.
Anna Terrés, responsable del plan de recuperación de Cruz Roja en Algemesí (27.500 habitantes), explica que El Raval ya era un barrio “muy vulnerable” antes de la riada. “Algunos bloques fueron tapiados hace tiempo porque no tenían las condiciones adecuadas para vivir”. Con Arturo Viloria, también de la organización, lleva estufas y deshumidificadores a dos familias de la zona. “Aquí somos siete empadronados”, explica Rosa Giménez, de 46 años, en su modesta casa frente al río. El día de la riada, cogí mis medicinas del corazón y salimos corriendo a una zona más alta. Mi nieto de 10 años me agarraba de la camiseta; al de un año lo llevaba en brazos. De repente, teníamos el agua por la cintura, marrón, no se veía nada, y me pasó algo entre las piernas, creo que era un perro...”. Su marido, Manuel, cuenta cómo los vecinos ataron a un hombre mayor que no se podía mover a una escalera para poder trasladarlo a un lugar seguro.
En casa de Fina Moreno, de 53 años, huele a lejía. Los botes de desinfectante se acumulan en los escalones a la primera planta, donde llora un bebé de tres meses, su nieto, Andrés. “En mi pobreza, yo tenía lo que necesitaba. Me había costado mucho conseguirlo, pero el agua se lo ha llevado todo. Estamos arruinadas”. En la vivienda residen cuatro personas: ella, sus dos hijas, una de ellas discapacitada, y el bebé. “El agua subía muy deprisa, con mucha fuerza, y los vecinos hicieron un agujero en el techo de mi habitación para sacarnos”. El boquete no ha sido reparado más de un mes después y está cubierto con poliespan. “Por las noches oímos a las ratas pasar por ahí”.
Las calles del barrio tienen, 37 días después de la riada, mucho más barro que las de Paiporta, epicentro de la dana. Pero a apenas 100 metros del río, una especie de milagro: Hidrau, la fábrica de sillas para piano en la que se han sentado Lady Gaga, Elton John o Lang Lang, empieza a funcionar.
“La empresa la fundó mi padre en 1975. Hoy la llevamos los hijos”, explica Lorena Romera, de 41 años. “El 29 de octubre, mi hermano Raúl se quedó dentro de la fábrica toda la noche, viendo cómo el agua lo destrozaba todo. Las pérdidas son enormes, más de millón y medio de euros, porque teníamos muchos pedidos por la campaña de Navidad”. Hidrau exporta sus piezas a 40 países, más de 30.000 banquetas al año. En medio del lodazal, sobrecoge ver a una de las operarias manipular el terciopelo negro para elaborar algo tan delicado.
Muy cerca, el colegio Carme Miquel de Algemesí está precintado. Lo más probable es que lo terminen derribando, lamenta una de sus maestras. Dentro, alguien ha hecho una pintada. El mensaje que leerán los que vayan a tirarlo o a tratar de recomponerlo advierte: “No tenemos miedo a las ruinas. Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.