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Aldaia y las paradojas de la tragedia valenciana: temporales sin lluvia y barrancos urbanos

La crecida de ramblas y rieras tras la dana devastó decenas de municipios donde apenas se registraron precipitaciones. La cifra de fallecidos asciende ya a 210 y hay centenares de desaparecidos

Antonio Bernat, vecino de la calle San Vicente, retira muebles destrozados por el agua en el interior de una habitación. En el pasillo de la misma vivienda se puede observar el nivel hasta donde llegó el agua, el 31 de octubre.Foto: Albert Garcia | Vídeo: EPV

No llovía y, de repente, llovía. O eso les pareció a quienes, la noche del martes, escucharon el rugido amenazador del agua en Aldaia, una localidad al sur de Valencia devastada por la gota fría pese a que no registró precipitaciones. Los vecinos miraron al cielo sin hallar noticias del temporal. Solo después miraron al suelo, donde una ola de agua dulce que había recogido la tormenta furiosa en el interior avanzaba y crecía en altura y amplitud hasta hacerse imbatible. La corriente aprovechó una autopista: el barranco de la Saleta (aquí lo llaman el barranquet), la amenaza eterna de un pueblo que ha pedido una y otra vez alejarlo del núcleo urbano. Por un momento, Mamen Peiró y su familia pensaron que su casa, asomada al barranco, se había transformado en un apartamento en primera línea de costa. “Parecía que estábamos en mitad del mar. O en una cascada”.

Aldaia, de 31.000 habitantes, ha perdido al menos a seis vecinos como consecuencia de la peor dana del siglo en España. No es la zona cero de la catástrofe, que es Paiporta, el municipio que ostenta el lamentable récord en un marcador de la muerte que, como el agua del martes, no quiere detenerse y por ahora alcanza los 210 muertos confirmados. Tampoco ha quedado completamente aislado como Chiva, donde el aguacero superó los 450 litros por metro cuadrado y dejó a los vecinos sin servicios básicos (luz, agua, teléfono) y sin ayuda. Pero ofrece algunas claves para entender lo ocurrido en la llanura valenciana, surcada de barrancos y rieras que, cuando llueve, transportan el agua hasta el Mediterráneo o la Albufera. El problema es que los núcleos de población han crecido a menudo demasiado cerca (incluso encima) de esos terrenos inundables, a merced siempre de los temporales y de las reivindicaciones del agua, que busca su espacio natural ajena a los caprichos del urbanismo.

Lorena, vecina de Aldaia, limpia el barro sujetando a su hijo, el jueves en el centro de la localidad.
Lorena, vecina de Aldaia, limpia el barro sujetando a su hijo, el jueves en el centro de la localidad. Albert Garcia

La paradoja de Aldaia, también de otros lugares de la zona metropolitana sur de Valencia (donde viven unas 200.000 personas) es que no llovió, o llovió muy poco, unas gotas, nada de lo que preocuparse. Los vecinos estaban preparados (lo han estado siempre) para afrontar un aguacero de esos que les llevan a aparcar los coches en lugares más elevados; de los que les obligan a poner tablones a la entrada de sus viviendas para evitar que penetre el agua; de los que desbordan (un poco) el barranco de la Saleta, en cuya vera está sentado, bajo el piso familiar, el marido de Mamen.

Además de arrastrarla a vivir al pueblo, Pau Comes es un friqui de la meteorología. Estaba al tanto de la previsión del tiempo y pendiente del radar… y del cielo. “En el trabajo me asomé por la ventana y no veía lluvia como para una alerta roja. Eso debió de pensar la gente, que al no ver llover se relajó”, cuenta en un análisis que es de aficionado, pero parece hecho por un experto. José Ángel Núñez, jefe de Climatología de Aemet en la Comunidad Valenciana, se ha preguntado estos días si en la magnitud de pérdidas humanas provocadas por la dana ha tenido que ver ese engaño de las nubes: “Muchas víctimas se encontraban en zonas en las que casi no llovía, lo que puede haber generado una falsa sensación de seguridad, mientras aguas arriba caían lluvias torrenciales”.

Donde el profesional invita a la “reflexión”, Pau se lanza a la crítica: “Las autoridades sabían que llovía en el interior. Y que toda esa agua tenía que bajar. ¿Cómo es posible que no dieran el aviso de confinarse o desalojar, con todo el tiempo que tuvieron? Mucha gente ha muerto viendo la fiesta, y eso es lo más lamentable”. Porque ni siquiera él, tan pendiente de sus aplicaciones, esperaba lo que pasó en Aldaia el martes pasadas las 20 horas, apenas unos minutos después de que la Generalitat emitiera una alarma que invitaba a la población a evitar desplazamientos y que, según los testimonios recabados en la zona estos días, no ofrecía margen alguno para reaccionar. Muchos comparan la pasividad en Valencia con la hiperactividad en Florida, el pasado octubre, donde ante la llegada del huracán Milton cientos de miles de personas fueron evacuadas de sus casas.

Detalle de un cuadro lleno de fotos con la marca hasta donde llegó el agua, en una casa de la calle San Vicente de Aldaia.
Detalle de un cuadro lleno de fotos con la marca hasta donde llegó el agua, en una casa de la calle San Vicente de Aldaia. Albert Garcia

El agua empezó a cabalgar sobre el barranquet. La pareja actuó como acostumbra. Pau se fue a aparcar el coche a un lugar más seguro y Mamen bajó con los niños a ver el espectáculo acuático en primera fila. Pero algo era distinto. Cuando vio lo nunca visto (que el agua pasaba por encima de los puentes) la mujer subió rápidamente a casa, en una tercera planta. Y Pau… Pau tuvo suerte. Salvó el coche y se salvó él. Otros muchos no lo contaron y, de hecho, acudir al auxilio del vehículo, por imprudencia o por falta de información (no es tan grave, apenas llueve, serán solo unos minutos) explica una cantidad no menor de los muertos en esta tragedia.

Es jueves y el sol golpea con fuerza en Aldaia, pero no lo suficiente como para endurecer un barro que lo inunda todo. Aún no hay agua corriente y Mamen, que lleva tres días sin ducharse, se enjuaga las botas de trekking con una manguera conectada a la fuente. Mira al barranco aún incrédula. El tsunami llegado del interior derribó incluso el muro de contención que lo separa de las vías del tren, donde hay coches cruzados y gente paseando, una estampa propia de otras latitudes, donde las vías férreas en desuso (o poco utilizadas) se transforman en caminos. El agua se expandió incluso al otro lado de las vías y anegó garajes: en este momento se levanta el cadáver de un joven que no tuvo tanta fortuna como Pau: bajó a sacar el coche a un aparcamiento subterráneo que quedó inundado en cuestión de minutos y ya no salió. La cuba ha tardado dos días en vaciarlo.

Vecinos limpiando las zonas afectadas por la lluvia en Aldaia (Valencia), el pasado jueves.
Vecinos limpiando las zonas afectadas por la lluvia en Aldaia (Valencia), el pasado jueves.Albert Garcia

La profecía de La Saleta

Dice el dicho que en Valencia no sabe llover. Falta agua y cuando llega la lluvia lo hace torrencialmente. Eso no ha sido óbice para que la construcción junto a barrancos, ramblas y ríos se haya realizado sin apenas control. En Aldaia, por ejemplo, ha habido inundaciones en 1957 (la gran riada), en 1983, en el 89, en el 90 y en el año 2000. Pero apenas cambió nada, como en el resto de poblaciones. Hay decenas de proyectos en cajones que se diseñaron para abordar los problemas que supone el barranco del poyo o el de la Saleta, que cruza el pueblo y apenas se ejecutó ninguno.

Los vecinos están acostumbrados y, quizá por eso, se dejaron llevar por la creencia que iba a ser una gota fría más, no la que descargaría más de 400 litros y provocaría en el barranco del poyo un caudal como tres veces el río Ebro a su paso por Tortosa. Lo explica bien Ana Camarasa, catedrática de geografía física de la Universitat de Valencia, que estudia El poyo desde hace más de dos lustros. “Las ramblas y los barrancos no actúan igual que los ríos. Su velocidad es mucho mayor porque se forman lo que se llama olas de crecida y pasan de estar secos a un caudal como si se hubieran abierto las compuertas de un pantano”, relata. Los ríos tienen “cauces mojados” y los acuíferos van regulando el caudal pero en estas ramblas y barrancos, “el suelo es muy impermeable”, es decir, no traga. “Se ha construido mucho, aparcamiento, polígonos, carreteras, que impermeabilizan los espacios que antes ocupaba el agua”, expone.

El barranco del Poyo, a cuya cuenca pertenece el de la Saleta, que atraviesa Aldaia, está normalmente seco. A las 17.10 de la tarde del martes los medidores de la Confederación Hidrográfica del Júcar registraron un caudal de 100 metros cúbicos por segundo. 20 minutos después era de 1000 m3/s y una hora más tarde alcanzó los 2000 m3/s, que son varios Ebros juntos y que se alcanzaron en varias ocasiones, tal como indica Camarasa, quien considera “evidente” que los casi 500 litros caídos en la cabeza de la rambla, en Chiva, iban a provocar una crecida de las dimensiones registradas. “Se podía haber hecho algo”, afirma convencida. “Se tenía que haber avisado antes. La gente no tiene por qué conocer las alertas de lluvia y ese mensaje con ese sonido que nos avisa a todos a través de los móviles sí que llega a la población”, señala. “No estaban autoprotegidos”, lamenta. Tan importante es la manera de actuar ante estos episodios que esta catedrática está implicada en un programa para educar en el riesgo y en la percepción de este y la cuenca del Poyo es una de las elegidas para desarrollar la iniciativa.

Convertido ahora en un río de lodo, con buen tiempo el barranco de la Saleta es ideal para acoger celebraciones y actividades al aire libre. Pero no deja de ser un dolor de cabeza intermitente. Hace solo cinco meses, el pleno municipal aprobó una moción para exigir a la Generalitat que desbloquee el proyecto definitivo de desvío del barranco, una reivindicación con más de 40 años de historia que ha sido objeto de estudios del Consell y de la Confederación Hidrográfica del Júcar no materializados. El acuerdo alertaba de que la zona urbana se había visto “históricamente afectada por desbordamientos” que, al menos una vez al año, “provocan frecuentes y graves inundaciones”. Un mes más tarde, en una entrevista con el diario Levante, el alcalde de Aldaia, Guillermo Luján, afirmaba profético: “Hay que ejecutar el desvío, no podemos esperar una tragedia”. Estos días, en una entrevista con Las provincias que bien podría ser una continuación de la anterior, agregó: “Lamentablemente ha pasado. Ahora toca recomponernos y volver a empezar”.

Las ratoneras de los pisos bajos

Nunca, es cierto, se había visto algo similar. El agua fluyó veloz por otras avenidas, trampolines mortales que han convertido el centro del pueblo en una Venecia de canales de lodo. Mamen decide volver a ensuciarse las botas para hacer de cicerone. “Ver así las calles de tu pueblo duele”. Se ofrece a hacer de cicerone para mostrar las calles enfangadas, donde se percibe un malestar creciente, el mismo que se siente en toda la región a medida que pasan los días y se constata que muchas cosas no han funcionado. Falló la toma de decisiones ante una previsión que ya era catastrófica: la impresión es que podrían haberse salvado vidas si se hubieran dado instrucciones clara que no dejaran margen a la imprudencia ni al azar (la habilidad, la intuición, la destreza) en el ejercicio de la supervivencia. Tampoco la reacción ha sido brillante: tardía, con autoridades que no han estado a la altura de las circunstancias y han añadido una nueva capa de fango, más espesa, a la desgracia.

Las marcas del agua en las paredes de Aldaia impresionan. El centro está formado por edificios de una o dos plantas, y mucha gente vive en bajos. Tras trepar por coches con habilidad y pisar sin contemplaciones el líquido pegajoso, Mamen, que a falta de teléfonos se comunica con walkie-talkie, llega a casa de su amigo Óscar Díaz, de 44 años. Se abrazan. “Mi mujer me dijo que entraba agua y yo le contesté: ‘¡Pero si no está lloviendo!”. En pocos minutos, Óscar subió a la suegra al primer piso, salvó lo que pudo del interior, abrió las puertas de un patio trasero “para que no reventara la casa” y esperó. En los bajos, la marca del agua (la línea de la vida y la muerte) llega a 1,60. “Lo hemos perdido todo”.

Un hombre camina por una calle que quedó inundada, el jueves en el centro de Aldaia.
Un hombre camina por una calle que quedó inundada, el jueves en el centro de Aldaia. Albert Garcia

El horror del martes por la tarde-noche nadie lo olvida. En Aldaia, como en todos los escenarios de la desgracia, es un punto y aparte y será una huella en la memoria colectiva. Historias de muerte y supervivencia a dos pasos de casa. La de Javi y Pili, dos hermanos mayores y con movilidad reducida, que murieron mientras cenaban. La de los vecinos que viven en antiguos locales comerciales habilitados como viviendas, “auténticas ratoneras”, que, con el agua al cuello, rompieron la pared con un martillo y se salvaron porque otros “les subieron a pulso” hasta la primera planta, cuenta Alba, una amiga que ha venido a ayudar en un pueblo donde reina el sonido de las escobas empujando fango de casa a la acera, de la acera a los desagües atascados.

La solidaridad ante la desgracia conmueve más que la desgracia misma. “Se me ponen los pelos de punta”, cuenta Chelo Hoyo, de 62 años. Su casa quedó bloqueada el martes por una montaña de coches que su hijo ha tenido que escalar para llevarle agua, comida y un camping gas para cocinar. Ha permanecido ahí encerrada hasta el jueves, cuando familiares y amigos han forzado la persiana de su panadería (que conecta la casa con otra calle). El obrador ha quedado destrozado, cubiertas las máquinas de masa de barro. La alegría de ver a una familia unida, que comparte en la calle platos de paella y bocadillos en torno a una mesa de plástico, no oculta el drama. Ni Chelo ni nadie sabe cuánto habrá costado, en términos económicos, una hecatombe que ahora da paso a una pugna burocrática con los seguros y las ayudas que puede alargarse años. Queda la resistencia. “Pasamos la covid, ahora toca esto... Lo pasaremos también”.

Chelo Hoyo, en el balcón de su casa donde los vehículos arrastrados por el agua bloquean los accesos de la vivienda.
Chelo Hoyo, en el balcón de su casa donde los vehículos arrastrados por el agua bloquean los accesos de la vivienda. Albert Garcia

Ante las desgracias se imponen dos actitudes. Una es el fatalismo, que dominó las primeras horas en Valencia, cuando los afectados estaban aún presos del shock, la información escaseaba y el conteo de muertos era bajo; se concreta en expresiones del tipo “esto era imprevisible”, “nadie podía saberlo” o “es muy fácil criticar”. La otra es un voluntarismo crítico que pasa por la exigencia de responsabilidades. Ese malestar también ha crecido como una ola y lo expresa Chelo: “No puede ser que, de no llover, pasemos a una trompá como la que vino sin un aviso. Ha habido falta de coordinación. ¿Por parte de quién? No lo sé. Y ahora pasan 48 horas y aún no tenemos ayuda. Nos sentimos desamparados”.

La sensación general es que los políticos van tarde, que se han activado al compás del número de muertos. Solo por la tarde empiezan a llegar a Aldaia refuerzos que no sean los brazos de los vecinos o de jóvenes llegados con muy buena voluntad de otros pueblos escoba en mano. Brigadas y tractores empiezan a retirar los coches apilados. Mamen guía hasta la plaza del ayuntamiento, donde una manguera de bomberos lo ha dejado todo bastante pulcro para el estándar de estos días. Le indigna cómo se han fijado las prioridades: “Esto es la casa del pueblo, sí, pero aquí no vive nadie. Y mientras, las viviendas de la gente están como están”. Mamen regresa, repartiendo saludos y abrazos, al barranco, donde sus hijos la esperan sentados en el maletero del coche que Pau salvó. Coge la manguera. Y vuelve a limpiarse las botas.

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