Los nuevos narcos que gobiernan el Estrecho
Cada cierto tiempo, la geografía del tráfico en el Campo de Gibraltar cambia. Policías y guardias civiles alertan de las características peligrosas de los nuevos dueños del transporte de hachís en la costa de Cádiz. Como quedó demostrado en el ataque de Barbate, son más impulsivos y brutales.
La muerte de dos guardias civiles arrollados por una narcolancha el día 9 en el puerto de Barbate (Cádiz) ha sacudido a toda la sociedad. Incluidos a los propios narcos. “Esto no tiene ni pies ni cabeza”, le han contado al abogado Manuel Morenete algunos de los narcotraficantes que comparten ocupación y territorio, en el Estrecho, con los que, subidos a la narcolancha, enfilaron mortalmente hacia la zódiac de los agentes. Como si un tráiler embistiera a una motocicleta vespino. Morenete es un penalista de Algeciras especializado en la defensa de personas acusadas por delitos relacionados con el narcotráfico. Lleva en eso más de 15 años y conoce bien ese mundo y quienes lo pueblan. Sus clientes le aseguran que no se explican lo sucedido, que es algo que evidentemente perjudica al negocio, que perjudica a todos. “La que se va a liar ahora”, le pronostican, aludiendo, seguramente, a la represión policial que se avecina. Se extrañan, sobre todo, de que los tripulantes de la narcolancha no trataban de huir de los miembros de la Guardia Civil, ni siquiera de alejarse de ellos. Simplemente, se burlaban de los agentes toreando a la zódiac. “Al ver que la zódiac era muy chica, empezaron a reírse de ellos, a corretearla en el puerto”, describe el abogado. Hasta que, hartos del juego, los narcos se lanzaron a por los guardias civiles a toda potencia.
Esta mezcla de brutalidad y ausencia de lógica mercantil es algo reciente. Un guardia civil radicado en La Línea de la Concepción (Cádiz) explica: “Entiendo que si los narcos, en una narcolancha, se ven acorralados, traten de escapar pasando por encima de lo que sea. Eso entra dentro de las reglas. Pero esto… Esto no lo entiendo”. Ni siquiera es la primera vez que pasa: en diciembre, una patrulla de Vigilancia Aduanera se vio acosada cerca de Sanlúcar por dos narcolanchas peligrosamente cargadas hasta los topes de bidones de gasolina. Era el mundo al revés, el ratón persiguiendo al gato. “Se ríen de nosotros. El principio de autoridad ya no existe”, sentencia Ricardo Fernández, portavoz de la Asociación de Funcionarios de Vigilancia Aduanera del Campo de Gibraltar. Un alto mando policial agrega, además, una circunstancia añadida y clave: “Por primera vez los vemos con voluntad de matar”. El universo del narco en el Estrecho será otro a partir de la muerte de esos dos guardias civiles. O a lo mejor ya lo era y nadie se había dado cuenta.
En los años setenta y ochenta, el narcotráfico de hachís se circunscribía a Barbate y su comarca, estaba gobernado por unos pocos clanes familiares y se llevaba a cabo de forma un tanto artesanal en pateras de madera. Entre 2000 y 2018, gracias al dinero que no dejaba de afluir, los clanes se profesionalizaron, el territorio se extendió hasta afincarse en todo el Campo de Gibraltar y las mafias crecieron hasta adquirir un poder económico considerable. Paralelamente, aumentó también su poder de intimidación. En febrero de 2018, un grupo de encapuchados entró en el hospital de La Línea y se llevó a la fuerza a un integrante de la banda que, tras haber sido detenido, estaba allí convaleciente y custodiado por dos policías; meses después, un niño moría al ser arrollado por una narcolancha en un accidente en una playa de Algeciras. Estos dos incidentes, más la sensación de gravedad e impunidad crecientes que flotaba en la zona (el “principio de autoridad” se quebrantó ya por entonces por primera vez) decidieron al Ministerio del Interior a desplegar un dispositivo inusual: el Organismo de Coordinación de Operaciones contra el Narcotráfico (OCON-Sur): 150 agentes liberados y coordinados capaces de llevar a cabo grandes operativos con centenares de detenidos en cada redada. En pleno éxito, en septiembre de 2022, el despliegue remitió. La Guardia Civil defendió entonces que no se trataba sino de una reconversión. Otras versiones nunca confirmadas oficialmente hablaron de los costes económicos que suponía su funcionamiento y de las suspicacias surgidas con las comandancias de la zona, molestas por no saber ni poder controlar a esta unidad. Otro factor a tener en cuenta: meses después del cerrojazo, el jefe del organismo, el teniente coronel David Oliva, y dos mandos más eran imputados por cohecho y revelación de secretos en una causa judicial aún por resolver.
Los dispositivos policiales, pues, perdieron efectividad. Pero una de las consecuencias de la implantación del OCON-Sur durante esos cuatro años fue que la geografía del narco se amplió en busca de nuevas rutas de entrada menos vigiladas: Huelva, Sanlúcar de Barrameda, el Guadalquivir, el sur de Portugal, Almería… Otra, que las detenciones de los jefes de los clanes (Los Castaña, los Chacón…) desintegraron y atomizaron los clanes mafiosos, dejando huecos libres para que miembros de cuadros medios y bajos vieran su oportunidad y saltaran a ocupar puestos más altos en la jerarquía. Son más jóvenes, más indisciplinados, más impulsivos, menos inteligentes, menos expertos. Capaces de embestir una zódiac de la Guardia Civil sin una razón clara. Según el abogado Morenete, “estos de ahora tienen menos límites, menos respeto a la autoridad”.
Poner una narcolancha a navegar en el Estrecho no es fácil ni barato. Requiere una infraestructura organizada y jerarquizada. Hay que construir la embarcación, de 12 o 14 metros de largo, contratar a un mecánico para que le instale los cuatro o cinco motores fueraborda, alquilar después un camión con capacidad necesaria para transportarla escondida (este tipo de embarcaciones están prohibidas por ley desde 2018) y dejarla en una playa desierta sin vigilancia donde desembarcarla con la ayuda de un tractor sin que nadie la vea. Una vez en el mar, la narcolancha jamás volverá a tierra: en medio del Estrecho, abarloada a otras, los marineros que la tripulan aguardarán instrucciones de los jefes de la banda para recoger el hachís procedente de Marruecos en un lugar determinado y desembarcarlo después en otro lugar de la costa española. Si es necesario, permanecerán semanas o meses en el agua. Reciben víveres desde la costa. Se relevan. A veces incorporan pequeñas tiendas de campaña donde duermen. Solo se moverán si un temporal los amenaza. Eso es lo que empujó a seis narcolanchas a refugiarse en el puerto de Barbate la semana pasada. En una de estas embarcaciones van cuatro personas como mucho: el piloto, el gepero (encargado de consultar el GPS) y uno o dos marineros. Además de estos, las mafias cuentan con un jefe, varios lugartenientes y, en la parte baja de la pirámide, los petaqueros (encargados de transportar gasolina y comida a los que viven en la narcolancha), los que recogen el hachís en la playa y los puntos, por lo general niños o adolescentes, cuya tarea es avisar si viene la policía.
Casi todos, los de antes y los de ahora, jefes y subalternos, proceden de La Línea (62.000 habitantes), la localidad con mayor porcentaje de paro de España (29,3%). Han nacido en los tres barrios más pobres de esta ciudad castigada: Los Junquillos, Las Palomeras y La Atunara. Algunos de estos narcos han levantado con las fortunas adquiridas pequeñas mansiones en El Zabal, otro barrio marginal y peligroso, pero con terrenos rústicos donde erigir construcciones de un lujo llamativo. Quien los conoce porque lleva conviviendo con ellos muchos años asegura que aunque ingresen decenas de miles de euros, no cortan sus raíces con sus barrios de origen, donde están sus familias, no emigran a Marbella ni a Málaga, se limitan a vivir al día, a gastar en una semana lo que ganan en otra. Existe una pequeña cultura del narco del Estrecho: canciones de viajes de narcolanchas que se pasan en la red social TikTok, una manera particular de vestir con ropa deportiva de marcas caras, una ostentación casi juvenil y compartida. Un guardia civil de La Línea acostumbra a encontrarse en el gimnasio a adolescentes con mochilitas de 2.000 euros de Louis Vuitton y siempre que los ve piensa lo mismo. En Los Junquillos, a un paso del desguace, hay aparcado un Mini rojo fuego que destaca como si estuviera iluminado. En 2016, un narco conocido de La Línea, El Potito, sufragó la boda de su hermana, La Princesa, que paseó en carroza por la ciudad con un aparatoso vestido blanco enjoyado. En el banquete se sirvieron, literalmente, carros llenos de langostinos.
La cara amarga
Hay otra cara mucho más amarga que procede del mismo lugar, la que encarnan los eslabones más bajos de la cadena, los peones, la carne de cañón. La muestra Daniel Grande, de 45 años, nacido en Los Junquillos en el seno de una familia que lo impulsó a estudiar. Hoy es psicólogo y educador y lleva 22 años ayudando a los jóvenes de esta zona con un programa municipal que él mismo ha bautizado Argonauta. Como los narcos, tampoco él ha querido irse muy lejos del barrio. “Mi pregunta es, ¿estos chicos deciden estar ahí, subidos a una narcolancha? Hay niños cuyos padres, primos, hermanos y amigos están en el narcotráfico. Hay niños que van al instituto por la mañana cuando sus padres están aún acostados porque han estado de fiesta. ¿De verdad ellos eligen estar ahí, en la narcolancha?”, reflexiona. Mientras lo hace, en un paseo por Los Junquillos, dos niños de 10 años que van en bicicleta se acercan y le preguntan si esta semana va a haber partido de fútbol. A esa edad todos quieren ser maestros, abogados o futbolistas. Pero en pocos años la cosa cambia. Cuando te dan 20 euros y un teléfono para que te subas a una azotea y digas si viene la policía en un alijo de tabaco, o 1.000 euros por vigilar en un alijo de hachís, te sientes el rey del barrio”, añade. Por eso, con una moral y una determinación invencibles, Grande organiza partidos de fútbol, mañanas de senderismo, salidas a los multicines para que los niños como los que acaba de cruzarse conozcan otras cosas a fin de apartarlos de la venta de droga. “Es una ecuación en la que influyen la personalidad, la familia y las oportunidades laborales”, explica. Muchísimas veces no sale bien. En mayo de 2021, un joven de La Línea de 19 años murió al ahogarse cuando ejercía de petaquero en una barca pequeña. Grande lo conocía desde pequeño: “Yo sabía la vida que había llevado, lo terrible que había sido, lo que se escondía detrás. La familia pesa mucho en la ecuación. Es una manera de vivir condenado. Hace poco vi a su hermano. Está a la espera de juicio, también por tráfico de drogas. Yo no los juzgo, no les doy lecciones de vida. Solo intento que pesen otros factores en esa ecuación para cuando tengan que decidir”. “La represión está bien”, añade, “pero no es la solución”.
Mientras, desde el otro lado, una fuente policial clama: “Necesitamos medios y los necesitamos ya. Quizás no sea el momento de que vuelva el dispositivo OCON, pero sí del incremento de las plantillas. Necesitamos medios y apoyo de los políticos. Tardamos días lo que los narcos organizan en apenas horas. Y estamos descubriendo cada vez más cocaína. Y eso es muy peligroso”.
Fuentes jurídicas apuntan otro problema: el atasco judicial. Se multiplican los juzgados colapsados con jueces que están de paso y las fiscalías saturadas. Las instrucciones son extremadamente lentas por el alud de recursos interpuestos por los abogados defensores, a los que el sistema judicial ampara. El resultado son sentencias que acaban siendo a veces absolutorias o bajas por invalidación de pruebas y por atenuantes debido a la tardanza. “No se trata de detener a muchos; sino de condenar a muchos”, advierte una fuente judicial.
El abogado Morenete replica: “Yo no poseo para la defensa de mi cliente otra cosa que el Código Penal y la ley, y si la ley me permite recurrir, mi obligación es hacerlo”. Sentado en su despacho de Algeciras una tarde de temporal de esta semana, este abogado comenta que tras lo ocurrido en Barbate, muchos narcos del último escalón con los que ha contactado se confiesan amedrentados. “Muchos están asustados de ir al agua”. Y añade que alguno habrá que renuncie. “Nadie les obliga, solo las circunstancias, y si no quiere, pues no se monta. Ahora bien, el jefe le puede decir, ¡a lo mejor ya no te llamo otra vez, y no hay dinero!”. Y añade, con un fatalismo mayor que el del educador Grande: “Y el jefe llama a otro. Porque el hachís tiene que entrar. Y porque siempre hay otro”.
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