Todo o nada rumbo a El Hierro, la última baldosa de Europa
La isla canaria más occidental, el último trozo de tierra antes de perderse en el Atlántico, recibe en dos días más de 1.200 personas a bordo de cayucos. La inestabilidad en Senegal dispara los desembarcos en el archipiélago un 20%
Los enormes cayucos de colores se amontonan en una esquina del puerto de la Restinga, en la isla canaria de El Hierro. Sobre ellos, dos trabajadores hacen equilibrios entre los tablones de madera que sirven de asiento: revisan los motores, buscan fugas de agua para prevenir que la barcaza acabe en el fondo del mar. Dentro solo hay restos de viajes tortuosos a través del Atlántico: latas de conserva, chubasqueros, galletas saladas, mochilas, bidones de agua y algún zapato. La conversación de los dos hombres se pierde con el ir y venir de una ruidosa excavadora que retira los restos de más barcazas que ya están en tierra. Hay estruendo y hastío en la misión. Mientras, en el mismo muelle, y en silencio, la Cruz Roja atiende 129 supervivientes de otro cayuco que acaba de llegar. Hasta que unos gritos recorren el puerto y paran todo.
— ¡Otra!, ¡Otra!
— ¡Joder! ¡Corre!
— ¡Madre mía, otra más!
Por la bocana del puerto aparece lentamente un cayuco blanco con 43 jóvenes celebrando que están a salvo. Llegan entumecidos, con las piernas temblorosas y los labios agrietados. Es el segundo barco del día. El quinto desde el martes. Y aún quedarán otros tres por llegar antes de que acabe la jornada. Unas 1.200 personas han desembarcado en la más occidental de las islas Canarias en apenas dos días, más de 3.000 en lo que va de año, la mayoría senegaleses, pero también malienses y gambianos. Es un dato extraordinario para esta isla pequeña, de poco más de 11.000 habitantes y con escasa infraestructura.
Han cambiado mucho las cosas desde que en 2020, en plena pandemia, Canarias se convirtió en epicentro de la inmigración irregular hacia Europa, pero la isla de El Hierro continúa sin estar preparada. En aquella época, cuando las cuarentenas limitaban la vida de medio mundo, la mala gestión de los casos positivos de covid sometió a los migrantes que acababan aquí a aislamientos continuos, de incluso meses, en espacios improvisados donde les hacinaban hasta poder llevarlos a Tenerife, donde sí podían ser acogidos. Esto ya no ocurre y los traslados son continuos y relativamente rápidos, pero sigue sin haber lugares apropiados donde mantenerlos bajo custodia policial el máximo de 72 horas que marca la ley. Un problema que se ha repetido de forma recurrente en Canarias donde, en casi todas las islas, se ha recurrido a muelles y naves inmundas hasta que el Ministerio del Interior ha ido habilitando espacios.
Tradicionalmente, a El Hierro se llegaba por error. Empujados por los alisios o las corrientes, los cayucos podían aparecer en la isla tras 20 días de travesía, perdidos, con la mayor parte del pasaje muerto. Jugársela a la última baldosa del Atlántico era una apuesta demasiado arriesgada, pero ahora la isla no es un destino fortuito. “Sabíamos dónde veníamos. Navegamos directos”, explica un joven que desembarcó el lunes. Hay, al menos, un motivo: la ruta directa hacia El Hierro aleja los cayucos que salen de Senegal de la costa mauritana, donde las fuerzas de seguridad (españolas y locales) se afanan en interceptarlos. Se la juegan al todo o nada.
La situación económica y política en Senegal, donde el Gobierno ha encarcelado al principal líder de la oposición y reprime con fuerza las protestas, está provocando un importante éxodo de jóvenes que han reactivado la ruta migratoria hacia las islas Canarias. Las cifras de entradas irregulares del Ministerio del Interior muestran a 30 de septiembre un repunte del 20% en el archipiélago y aún no ha concluido la temporada —entre septiembre y enero—en la que las aguas más calmas empujan a más gente al mar.
“No damos abasto”
Es momento de partir. Dos autobuses aparcan frente a un polideportivo sin techo en el pueblo herreño de San Andrés, pegado a una granja de ovejas. Decenas de senegaleses salen del recinto improvisado de camino al ferri que les llevará a Tenerife. En el suelo, un niño de 11 años les mira sin inmutarse. Está solo. Hay otros menores en el grupo, considerados “detenidos” por quienes les custodian.
Ya en el puerto, un grupo de seis mujeres celebra su traslado. No es común verlas en estas expediciones. Explican que en Senegal no es fácil vivir, que al hostil clima político se suma la falta de oportunidades. “No hay trabajo, no importa que estudies, que vayas a la universidad… Si encuentras dónde trabajar no ganarás lo suficiente para mantenerte”, explica, antes de subirse al ferri, un senegalés que habla perfectamente inglés.
Al caer la tarde, con Salvamento Marítimo saliendo a rescatar el quinto cayuco del día, no está claro dónde se va a alojar a los recién llegados. “Esto es un auténtico drama. No damos abasto”, se rompe uno de los trabajadores que supervisa el polideportivo. Acaban de llegar los últimos desembarcados, algunos malheridos. Uno en concreto, en silla de ruedas, llora y gime mientras lo llevan en volandas al interior.
—Pero, ¿cómo me vas a traer una guagua con otros 60?, se escucha media hora después.
No hay sitio. Poco más de 20 camas y aún faltan cientos de personas por acomodar. El único destino posible parece ser un monasterio en el municipio de Frontera, al que al anochecer de este miércoles han llevado a unos 500 de los recién llegados en las últimas horas. Un lugar abandonado, con las paredes llenas de mordiscos, que se ha improvisado como estancia provisional. Hay camas plegables por todas partes, separadas por menos de dos palmos entre sí. Los camastros rodean todo el patio interior, donde el viento ruge y sacude violentamente las buganvillas y las palmeras del jardín. Apenas dos personas se afanan en limpiar el lugar tras la última salida para volver a ponerlo a punto cuanto antes.
Tres años después de que los cayucos volviesen a aparecer de forma recurrente en El Hierro, sigue sin haber un espacio fijo y acondicionado para identificar y atender a los que llegan después de travesías de al menos seis días. Algunas cosas se resisten a cambiar.
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