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Las 24 horas de búsqueda del Quinqui Medrano, el compinche de El Lute que acabó en un montón de madera

Los tribunales se acaban de pronunciar sobre el final del que fue conocido como enemigo público número dos en los años sesenta. El policía nacional que lideró la investigación por su desaparición en 2015 relata el caso

Raimundo Medrano, cuando fue detenido por la Guardia Civil junto a su amante en 1965.
Raimundo Medrano, cuando fue detenido por la Guardia Civil junto a su amante en 1965.Martín Santos (Comunidad de Madrid)
Patricia Peiró

Dos mujeres se presentaron el día de Reyes de 2015 en la comisaría de Calatayud (Zaragoza) con una foto y una denuncia. Raimundo, el marido de una de ellas, Mari Carmen, había desaparecido la víspera y no eran capaces de encontrarlo. La pareja de sexagenarios vivía en esa localidad desde hacía algo más de un año. En un municipio en el que se conocen casi todos los vecinos, aunque sea de vista, a los agentes no les sonaba de nada la mujer que tenían delante. La otra, que era su hija, se había trasladado el día anterior desde Barcelona, donde vivía, ante una llamada de su madre en la que la advertía de que no encontraba a su padre. La señora narró a los agentes de la oficina de denuncias que el hombre, con serios problemas de visión, se había esfumado de su casa el día anterior, cuando ella había salido para ir al centro médico y, desde entonces, lo habían estado buscando. Al no dar con su paradero, decidieron recurrir a la policía. El agente llamó al jefe de guardia, el oficial Robles, quien interrumpió la comida familiar y se dirigió a la comisaría.

Lo primero que le extrañó al oficial fue que las dos mujeres hubiesen tardado tanto en acudir a ellos. En invierno, el frío en Calatayud es helador, y más de noche. Además, su casa, donde la esposa del desaparecido lo había visto por última vez, estaba en una zona escarpada, y la movilidad del hombre era reducida debido a sus problemas de vista. Ellas le explicaron que confiaban en que serían capaces de encontrarlo por sí mismas. Al calificarlo como un caso de alto riesgo, el oficial Robles reunió en media hora a efectivos de Protección Civil, la Policía Local y la Policía Nacional y se desplegaron para tratar de dar con su paradero. Cuando los equipos se marcharon, madre e hija se disponían a volver a casa cuando el jefe de la investigación las frenó: “Yo voy con ustedes, quiero inspeccionar el último lugar en el que se le vio”.

La esposa se extrañó, según observó el agente, pero no puso inconveniente. Con el vehículo del policía subieron la cuesta que conducía a la casa-cueva en la que vivía el matrimonio, casi en lo alto de un cerro. Allí les esperaba el resto de la familia: el yerno de la señora, y su otro hijo con su nuera, que vivían en Guadalajara. También estaban los nietos de la mujer. Casi todos se quedaron en una estancia con los niños, mientras el policía ojeaba la vivienda, a la que se accedía por un pequeño patio con plantas y cuerdas de tender a un salón, escaso de mobiliario, con una foto en la que el agente no reparó.

A la derecha, la cocina y, al fondo, el dormitorio con una mesilla a cada lado, un par de zapatillas de andar por casa y sábanas de color blanco. Cuando el oficial se acercó a una de las mesitas, la mujer se apresuró a abrir el cajón para explicar que allí había medicinas y poco más. Después, se fijó en una última puerta. En este tipo de construcciones, los moradores van abriendo hueco en la montaña para ganar estancias. Desde el umbral, ella le enseñó un cuartucho sucio en el que guardaba leña.

Tras esa breve visita, el policía les pidió que estuvieran atentos al teléfono y les aseguró que les informaría de cualquier novedad. Salió a la calle en un gélido día de Reyes en Calatayud y habló por teléfono con los miembros del operativo de búsqueda. Ningún resultado, ninguna pista, nadie había visto a un señor medio ciego en un municipio de 20.000 habitantes.

A la izquierda, la casa cueva en la que vivía Quinqui Medrano con su mujer Mari Carmen.
A la izquierda, la casa cueva en la que vivía Quinqui Medrano con su mujer Mari Carmen.Patricia Peiró Aso
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“Entonces subí al cerro, allí a lo alto”, dice el oficial Robles señalando a la cumbre de una colina desde la que se divisa toda la localidad. “Llamé a mi jefe y le dije: ‘Esto no me huele bien, hay algo que no cuadra, voy a volver a la casa”. El jefe le preguntó si iba a volver él solo. “Sí, claro, ya he estado antes ahí”, respondió él. Montó en su coche y, cuando llegó a la casa-cueva, se encontró con algo que no esperaba. La familia estaba metiendo sus pertenencias en dos coches, preparados para irse. La mujer del desaparecido, Mari Carmen, estaba montada en uno de ellos. Cuando vieron llegar al agente, la situación se tensó y tuvo que pedir refuerzos para conseguir que volvieran a la casa.

Los siguientes minutos, se vivió un pequeño caos. Los agentes empezaron a identificar a todos y a buscarlos en sus bases de datos. En el momento en el que, desde comisaría, un compañero informó de que uno de los hijos está en busca y captura, se dieron cuenta de que acababa de salir a la calle gritando el nombre de su padre. Cuando quisieron atraparlo, el hombre echó a correr y se perdió en la oscuridad.

Entonces, el oficial Robles tomó la decisión de hablar a solas con la esposa en la cocina. Ella, sentada en una silla verde con un cojín naranja. “Mari Carmen, sabes que aquí hay algo que no nos estás contando. Mira en qué situación estamos. Tu marido no aparece por ningún lado, tu hijo huido, a tu hija le ha dado un ataque de ansiedad... Vamos a aclarar esto de una vez, por favor”, le dijo a la mujer. Ella le dijo: “De acuerdo, le voy a decir la verdad”. El oficial Robles presintió que se acercaba el punto final de esta historia.

“Mi marido me trata muy mal, me engaña, pero no quería que lo supieran mis hijos por vergüenza. Hace unas semanas, cuando salíamos del supermercado, vimos una furgoneta en la que ponía afilador y en la que iban dos chicas rumanas. Mi marido se puso a hablar con ellas ese día, y varias veces más, hasta me las metió en casa. Y yo tuve que aguantar eso. El día que desapareció, cuando yo salía de casa, volví a ver esa furgoneta cerca. Yo creo que se ha ido con ellas, pero no quiero que lo sepan mis hijos”, contó.

Después de este relato, el oficial Robles no creyó que fuera el punto final. Pero, por muy rocambolesca que le pareciera la historia, la misión de un policía es comprobar todas las hipótesis. Llamó al jefe de seguridad del supermercado y le pidió que revisara lo antes posible las cámaras para comprobar si se veía en las imágenes del día que indicaba la mujer, o los más próximos, esa furgoneta de la que hablaba. En media hora tuvo una respuesta: negativo. Ni salía en las imágenes ni ningún guardia de seguridad recordaba un vehículo así.

En ese momento, decidió llevar a toda la familia a comisaría. Allí, habló detenidamente con su jefe. Los dos concluyeron lo mismo: no les estaban diciendo la verdad. Ambos acordaron una estrategia: le pedirían ayuda a la hija, la persona con la que más afinidad tenía la mujer, para que les permitiera dar con la verdad. Ella, en un principio, se revolvió cuando se lo dijeron, pero acabó comprendiendo que la historia de la desaparición de su padre no cuadraba. Los policías escoltaron a la familia de vuelta a la casa y permanecieron de guardia en los alrededores toda la noche, sin que ellos lo supieran, a varios grados bajo cero.

En mitad de la madrugada, una llamada sobresaltó la quietud de la comisaría. El policía que respondió oyó una voz femenina que le indicó una dirección y le pidió que acudieran. Era la casa-cueva de Mari Carmen. A los dos minutos, una nueva llamada. En esta ocasión, el agente escucha a la misma mujer decir: “Que lo ha matado ella...”. En un parpadeo, todos los policías de guardia y, por supuesto, el oficial Robles, acudieron a la vivienda. Gracias a la hija, esta vez sí, parecía que Mari Carmen estaba dispuesta a contar toda la verdad.

“Mi marido me maltrata, me pega, me humilla. Ese día me desperté harta. Mientras él aún dormía, cogí la pistola y le pegué un tiro en la cabeza. No pudo ni reaccionar. Después, envolví su cuerpo en una manta, lo saqué ahí, al patio, y le prendí fuego. Me senté en la escalerita, pero al verlo arder, me arrepentí. No podía ver cómo se quemaba. Hice hueco entre los maderos que hay en la habitación del fondo, lo envolví en plásticos y lo cubrí con la madera”, explicó.

Cuarto de la leña en el que la autora del crimen escondió el cadáver de su marido, envuelto en los plásticos que asoman entre los maderos.
Cuarto de la leña en el que la autora del crimen escondió el cadáver de su marido, envuelto en los plásticos que asoman entre los maderos.

“¿Y ahora está ahí?”, preguntó el policía mirando hacia la estancia que el día anterior ella le había enseñado de forma somera alegando que estaba sucia. Ella asintió y se dirigió a la cocina. Cogió un martillo y se subió a la silla naranja en la que el día anterior había contado la historia de las rumanas de la furgoneta. Empezó a picar una estructura de escayola que había hecho en un hueco del techo. Allí estaba escondida la pistola. También indicó que detrás de la mesilla de noche estaba el agujero que había dejado la bala y que ella había rellenado también con escayola. Después, llegó el momento de buscar el cuerpo.

No tardaron mucho en apartar la leña, los plásticos sobresalían entre la madera. Allí estaba el cadáver. Lo sacaron y lo llevaron al salón. Aún llevaba puesto el reloj en la muñeca izquierda y se apreciaba perfectamente el orificio de la bala. Fue entonces cuando uno de los agentes se dirigió al oficial Robles y señaló a la fotografía en blanco y negro colgada en la pared, en la que se ve a dos hombres fingiendo que boxean y miran a cámara. “Ese de ahí es El Lute. Yo creo que este es el Quinqui Medrano”, le soltó. “Venga ya”, respondió el oficial.

Hueco del techo en el que la homicida escondió la pistola.
Hueco del techo en el que la homicida escondió la pistola.

La mujer quedó detenida y la trasladaron al calabozo. Allí, Robles pudo hablar con ella. No se resistió a hacerle la pregunta: “Tu marido, Ramiro, ¿es el Quinqui Medrano?”. “Sí”, respondió ella, “el enemigo público número dos”. Medrano había sido el compañero de tropelías de El Lute, el delincuente por antonomasia de España en los años sesenta y setenta, protagonista de centenares de hurtos y atracos y de fugas de prisión, y también culpable de la muerte de una niña y de un vigilante en una de sus huidas de la policía. Tras confesarle quién era su marido, ella se levantó la camiseta y le enseñó quemaduras de plancha en la espalda para demostrarle lo que él le hacía.

Mari Carmen, ingresó en prisión provisional y a los pocos días su hijo, el huido, se presentó en comisaría para cumplir sus cuentas pendientes. La investigación probó que la esposa había ido a comprar gasolina a una estación de la localidad. Dos agentes localizaron los casquillos del arma que la mujer había tirado por un acantilado, y también ubicaron, gracias a los movimientos del móvil, a su hermana en Calatayud esos días, aunque finalmente ella no fue acusada de nada.

El juicio se celebró ocho años más tarde. Entre medias, la mujer se escapó de la cárcel aprovechando un permiso carcelario para ir a un funeral. Fue hallada en 2022 por el Grupo de Búsqueda de Fugitivos de la Policía Nacional en casa de unos familiares en Toledo. En febrero de 2023, fue condenada por el asesinato a 21 años de prisión. La pena fue rebajada en junio por una cuestión técnica a 17 años.

En ese tiempo, el oficial Robles había encontrado por internet a un librero andaluz que vendía la biografía ya descatalogada del Quinqui Medrano, publicada en 1979: Enemigo Público número 2. Así conoció algo más del hombre a cuya desaparición dio respuesta en el día de Reyes de 2015.

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Sobre la firma

Patricia Peiró
Redactora de la sección de Madrid, con el foco en los sucesos y los tribunales. Colabora en La Ventana de la Cadena Ser en una sección sobre crónica negra. Realizó el podcast ‘Igor el ruso: la huida de un asesino’ con Podium Podcast.

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