Víctimas de torturas policiales reclaman reconocimiento: “Quiero que se sepa que esto se hizo de manera impune”
Los denunciantes de abusos cometidos por las fuerzas de seguridad empiezan a tramitar las solicitudes de reparación recogidas en la ley autonómica navarra
“Perdí la noción del tiempo. No sabía si era de día, de noche, si llevaba días o semanas. Me obligaron a desnudarme, a hacer ejercicios físicos... Me bajó la regla y me obligaron a meterme el támpax en la boca. Me amenazaron con pegarme un tiro y me pusieron una pistola en la cabeza. Yo oí el clic y dije: aquí se acaba la historia”. Metxe González (León, 1958) trabajaba como auxiliar administrativa en el aeropuerto de Pamplona cuando, en 1983, fue acusada de colaborar con ETA en el asesinato del jefe del Servicio de Comunicaciones del aeródromo, Jesús Blanco Cerecedo. Tras sufrir, según relata, torturas por parte de la policía y pasar nueve meses en prisión, fue absuelta por la Audiencia Nacional.
No es un caso aislado: un estudio del Instituto Vasco de Criminología (IVAC), encargado por el Gobierno de Navarra, ha identificado 1.068 posibles casos de tortura y malos tratos (aún no verificados) sufridos por 891 personas en la comunidad entre 1960 y 2015. Desde la Red de Personas Torturadas de Navarra y la asociación Egiari Zor trabajan para visibilizar lo sucedido, y el Gobierno foral —ahora en funciones— activó hace seis meses la ley que busca reconocer e indemnizar a estas víctimas de la misma forma y con las mismas cuantías que se indemniza a las víctimas del terrorismo. Tres personas que han reclamado ese reconocimiento cuentan a EL PAÍS su historia.
En marzo de 2019, el Parlamento navarro aprobó la Ley Foral de reconocimiento y reparación de las víctimas por actos de motivación política provocados por grupos de extrema derecha o funcionarios públicos. Esa norma, recurrida por el PP y Vox y avalada en 2021 por el Tribunal Constitucional, no llegó, sin embargo, a ponerse en marcha por una cuestión formal, y en 2022, tras ser mínimamente modificada (con los votos a favor de PSN, Geroa Bai, EH Bildu, Podemos-Ahal Dugu e I-E y el voto en contra de Navarra Suma), inició su andadura. El pasado enero, el Gobierno foral presidido por la socialista María Chivite activó su aplicación, con una orden que declaraba abierto el plazo para pedir el reconocimiento como víctima. Los afectados podrán hacerlo durante los próximos cuatro años. La ley abarca posibles casos de torturas registrados desde el 1 de enero de 1950 hasta la actualidad, pero con una excepción: no pueden solicitar este reconocimiento quienes resultaron heridos al manipular armas o explosivos destinados a la comisión de actos violentos.
Metxe González es una de las personas que ha solicitado ser reconocida como víctima. Su sufrimiento comenzó en octubre de 1983. Dos agentes acudieron a detenerla al aeropuerto por el asesinato de Jesús Blanco Cerecedo, registraron su puesto de trabajo y su domicilio y la llevaron a comisaría. Cuatro décadas después, recuerda que allí fue agredida física, sexual y psicológicamente. Tampoco le dejaron dormir: “Me bajaron a los calabozos, con una luz superpotente que no te dejaba ver nada, ni dormir ni nada”, explica. Estuvo incomunicada durante cuatro días en la comisaría de la Policía Nacional en Pamplona antes de ser trasladada a Madrid. “Hay un antes y un después de la tortura. No es solo lo que te hacen, sino lo que queda dentro”, remarca. Para ella, la paz tampoco llegó al ser liberada: “Cuando fui a reclamar mi puesto de trabajo, lo primero que me dijo el director es que no había sitio para terroristas y que mejor pidiera el traslado a otro aeropuerto”. Aquella situación duró años. “Me tuvieron en una oficina, sin máquina de escribir. No hacía nada. Me pedí una excedencia, he estado 16 años fuera y, a la vuelta, todavía he estado tres años que no me daban curro”.
La dimensión del problema es muy grande, asegura González. “Tantos casos de gente torturada en diferentes años indican que fue sistemática, una herramienta política. Es una realidad que ahora no pueden dejar de ver, es imposible que no nos vean”. Y reta a quienes lo niegan: “Mírame y dime que lo que digo no es verdad”. Ella apunta más allá: “La responsabilidad la tiene mucha gente: los jueces que han mirado para otro lado, los médicos forenses que te han visto hecha un desastre y que no han hecho el informe, los periodistas por cómo han cubierto las noticias, las instituciones...”.
De entre los centenares de casos denunciados, el director general de Paz y Convivencia del Gobierno de Navarra, Martin Zabalza, destaca tres perfiles principales. Por un lado, los sindicalistas, en su mayoría de UGT y CC OO: “Durante el final de la dictadura organizaron huelgas, que fueron muy reprimidas, en defensa de los convenios o de la democracia”. Por otro, personas sin militancia política pero vinculadas a movimientos sociales. “Hay que situarse en los años de la Transición, cuando el movimiento social y vecinal estaba perseguido también”. Y un tercer grupo: quienes sufrieron violencia por su presunta vinculación con el terrorismo etarra. El proceso no ha terminado con el informe del IVAC, subraya Zabalza. Se está realizando ahora una segunda fase de investigación, siguiendo la técnica de los Protocolos de Estambul avalada por la ONU, para determinar si los testimonios recogidos en ese informe son veraces.
Testimonios como el de Jorge Txokarro (Pamplona, 1978), que denunció haber sido torturado en dos ocasiones. La primera, en 1996, cuando todavía no había cumplido la mayoría de edad y fue acusado del sabotaje a un concesionario de automóviles en Burlada, un hecho por el que sería condenado a un embargo. La segunda, en 2002, tras ser señalado por el asesinato, por parte de ETA, de José Javier Múgica, concejal de UPN en Leitza. “Ni siquiera llegué a juicio porque no habíamos sido los autores”, remarca. A pesar de ello, pasó dos años encarcelado de forma preventiva en Córdoba, “a 850 kilómetros de casa, en un régimen de primer grado, en celdas de aislamiento durante 23 horas al día, solo, con un patio de 9 metros cuadrados”. Recuerda que durante las dos detenciones sufrió “torturas constantes, diarias, salvajes”. El dolor sigue ahí. Años después, en 2008, Txokarro fue condenado a ocho años de prisión por su vinculación con las Gestoras Pro Amnistía.
Desde su trabajo en la Red de Personas Torturadas de Navarra, Txokarro lucha por que se reconozca lo sucedido. “No es cuestión de convencer a nadie y mucho menos a la sociedad: es que a mí me ha pasado esto”, dice. Considera que la norma autonómica fija avances, pero también señala carencias. Por ejemplo, que no investiga las autorías: “Es una ley de abusos policiales, pero, ¿y los jueces instructores que nos veían completamente machacados en la Audiencia Nacional? ¿Y los médicos forenses que pasaban por los cuartelillos a auscultarnos?”. “A mí no me va la vida en saber quién fue la persona que realizó mi simulacro de ejecución o la que me ponía la bolsa constantemente. Sí que quisiera que se supiera que había un departamento dentro de la Guardia Civil o de la Policía Nacional que torturó de manera sistemática e impune, y que detrás de eso había un sistema engrasado”, concluye.
Eneko Etxeberria Álvarez (Pamplona, 1963) no sufrió la tortura en sus carnes, pero para su familia la pesadilla comenzó la víspera del 6 de diciembre de 1978, cuando su hermano mayor, José Miguel, tuvo que salir corriendo de casa porque habían detenido a un compañero suyo. “Mi hermano era miembro de los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Estuvo en ETA, pero evolucionó a posiciones anarquistas”, cuenta Eneko. Cruzó la frontera con Francia. Allí, en junio de 1980, con apenas 22 años, fue secuestrado y asesinado por el Batallón Vasco Español, según reivindicó este grupo terrorista parapolicial y consta en los archivos del Gobierno vasco. Su cuerpo nunca fue encontrado.
Eneko recuerda la última visita que le hicieron. “Él solía llamar y nos decía dónde quedar. Mi ama hacía la típica tartera con la tortilla de patata, los filetes de ternera rebozados... Al despedirse nos dijo: ‘Ya os avisaré'. No sé si era para dos domingos después. Ese es el último recuerdo que tengo. Entonces yo tenía 16 años para 17. Este año cumplo 60. Me he pegado 43 años buscándole. Toda la vida”.
Después de decenas de trámites y procesos judiciales, la familia logró que en 2014 Naciones Unidas reconociera el caso de José Miguel como una desaparición forzosa. “Con lo que eso conlleva, porque es un delito de lesa humanidad: no prescribe. Aquello supuso un bálsamo”, dice Eneko. Desde entonces se han reunido en tres ocasiones con Naciones Unidas que, periódicamente, solicita información sobre los avances realizados a los Gobiernos francés y español. Avances que no se dan.
En 2016 lograron reabrir el caso judicial —cerrado en 2004— gracias a un informe pericial del médico forense Francisco Etxeberria, que señalaba dos posibles ubicaciones de los restos de José Miguel. El 4 de abril de 2017, la Gendarmería francesa excavó en uno de los emplazamientos, sin éxito. Un año después, en 2018, la Audiencia Nacional dictó una segunda comisión rogatoria para excavar en la otra ubicación. Hoy en día, siguen esperando la respuesta de las autoridades francesas. Saben que José Miguel está muerto, eso “está asumido”, pero piden recuperar sus restos: “Parece mentira, unos huesos lo que son. Tener esos huesos, tenerlos contigo, es como tener a José Miguel de nuevo en casa”.
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