El fuego que unió a Víctor y Joseba ante la muerte: “Pensé que se había acabado todo”
Un guardia civil y un ganadero vuelven al punto de la Sierra de la Culebra (Zamora) donde sobrevivieron al incendio de hace un año
El termómetro marca 32 grados, pero Víctor tiene la piel de gallina bajo su uniforme de guardia civil. El sol estival caldea Sesnández de Tábara (Zamora, 135 habitantes), pero a Joseba le moquea la nariz y le lloran los ojos entre los prados donde suelen pastar sus vacas. Hace un año creyeron que arderían juntos en el segundo incendio de la Sierra de la Culebra. Aquella noche solo veían oscuridad, solo respiraban humo y solo escuchaban el crepitar de las llamas. Aquella noche asumieron morir sin despedirse de los suyos. Ahora el fuego solo arde en su memoria. La emoción los inunda porque ninguno conoce bien cómo sobrevivió a esas lenguas que se cobraron cuatro vidas . “Pensé que se había acabado todo”, suspira el agente. “Pensaba que la cascaba”, zanja el ganadero. Se equivocaron.
El coche oficial de Víctor Ratón, de 41 años, surca pistas de tierra, pedruscos y maleza próximas al pueblo seguido por el destartalado todoterreno de Joseba Alday, de 36. Como aquella noche. Ambos se sorprenden al atravesar los ahora bucólicos terrenos que recorrieron en la madrugada del 18 de julio de 2022 envueltos en una nube negra y cercados por el fuego. Alday visitó la zona hace unos meses junto a su padre; Ratón no se había atrevido a volver y observa los caminos con la mirada perdida, sumergido en recuerdos e incógnitas. La conversación transcurre bajo encinas con masas negras alrededor y superficies grises que tardarán en reverdecer. “Toda esta sierra eran llamas, rojo completamente, el infierno”, señalan. Ardieron 30.000 hectáreas.
Estas vidas tan dispares tenían a Sesnández como nexo. “¡Tú eres quinto de mi hermana!”, bromea Ratón con Alday. Ambos se conocían antes de que el incendio forjara una nueva relación: el guardia civil se crio allí y retornó a la comandancia de Fonfría (Zamora) tras misiones internacionales con el Ejército; el ganadero trabajaba en Bilbao hasta que hace año y medio regresó al pueblo de sus abuelos para criar vacas alistanas.
El incendio comenzó en la tarde del 17 de julio, mientras Ratón jugaba con sus hijos de cuatro y nueve años en su piscina de Zamora. Ese día libraba, pero fue alertado: “Tu pueblo no se libra. Tenemos ya un fallecido”. Era el bombero Daniel Gullón. El agente acudió a Sesnández y a medianoche ayudaba con los desalojos cuando el 112 lanzó un aviso: un ganadero pedía socorro “por El Reguerico”. “Es joven y está mareado”, especificaba la central de emergencias.
Era Joseba, no hay más ganaderos jóvenes por allí. Solo este agente, nativo de la zona, podía ubicar El Reguerico. Entre la humareda vio la “imagen dantesca” del treintañero lívido, desfallecido, “con ojeras brutales” rodeado por sus 45 vacas y su perro pastor. Alday resucitó tras dos botellas de agua, una bebida y otra vaciada sobre la cabeza, y ambos acordaron que el ganadero llevaría las reses a terreno seguro. Confiaron en ir más rápido que el fuego, pero el viento que derribaba a los ancianos del pueblo expandía salvajemente los focos.
Eran las 00.30 y el guardia marchó para atender otras órdenes e impedir que los desalojados volviesen a casa. Él, “el de Angelines, el del fuego”, prometió cogerles las medicinas u objetos de valor si no volvían a Sesnández. Entonces, la llamada que lo silenció todo. La centralita reportaba otro aviso “desesperado” de Joseba. “No irás, ¿no?”, dijeron los vecinos, pero no había escapatoria”, describe Ratón, de nuevo rumbo al fuego a las tres de la madrugada. No sabía dónde ir. Tiró de intuición, colocó la luz rotativa en el coche, se puso una mascarilla y arriesgó. El silencio de 2022 se repite en 2023 porque el guardia traga saliva y no puede seguir. Prosigue el ganadero Alday: “Las vacas no avanzaban y vi venir el fuego saltando cortafuegos, estaba rodeado, pensaba que la cascaba”. “Ahora sí que estoy jodido”, musitó. No tenía cobertura y apenas pudo telefonear a Emergencias.
Su rescatador conducía casi a ciegas, con los reflejos entorpecidos por el humo, cuando entre caminos oscuros vio “una luz como la de un móvil”. Eran los focos del todoterreno en la negrura. “¡Joseba, Joseba, Guardia Civil, Guardia Civil!”, chilló. El ganadero no tenía apenas fuerzas, pero lo había visto acercarse. “¡No, no, que es aquí!”, pensó cuando parecía que no lo localizaba. Pero se encontraron y acordaron “una gilipollez”, reconoce el ganadero. Él, exhausto, temía perder la inversión en las vacas y quiso salvar el coche; el uniformado empatizó. El convoy arrancó rodeado por llamas en pistas ahora acondicionadas para que los camiones retiren los miles de árboles arrasados; ellos casi mueren entre baches y agujeros.
La maleza ardía y Ratón veía por el retrovisor, semidesmayado sobre el volante, a su acompañante. Ahí comprendió el error de no haber escapado juntos en su coche. La temperatura alcanzaba los 47 grados. Al poco, paró y miró atrás. “Pensé que Joseba había fallecido, estaba caído sobre el volante, pero lo vi moverse y tuve esperanza. En esos 10 segundos que tardé en mirar adelante, el fuego estaba en el morro del coche”, evoca, emocionado. Al arrancar de nuevo, el vehículo oficial, sin tracción a las cuatro ruedas, se atascó en una cuneta. Silencio.
—¿Sabes eso de que se te pasan fotogramas de tu vida cuando vas a morir? Pues es verdad.
“Supe que se había acabado todo. Me acordé de mi mujer y de mis hijos, de la boda, del bautizo de Inés y César. Me dolió no haber podido disfrutar más de ellos. Sentí paz por haberlo dado todo y recé a la virgen del Pilar”, añade el guardia ante esa cuneta. Justo entonces, quizá por empujón celestial o por caprichosa mecánica, el coche reaccionó y salió del hoyo. Aún no recuerda cómo bajó del automóvil y le gritó a Alday para que lo siguiera. La inyección de adrenalina los estimuló y tras minutos eternos llegaron a la carretera, donde aguardaba otra patrulla. Lo habían conseguido pese a los malos augurios: un hombre confesó que lo vio todo desde una loma y los dio por muertos. El ganadero fue hospitalizado. El guardia regresó al operativo, pero tuvo que esconderse tras un pilón para llorar y descargar los nervios.
Por la tarde enfiló, obligado tras 16 horas entre llamas, a su casa. Cuando abrió la puerta, tras horas incomunicado, se arrodilló y abrazó desconsolado a sus hijos y a su pareja. “¿¡Qué ha pasado, qué ha pasado!?”, exclamaban. El llanto lo dijo todo. Aún lo corroboran sueños de oscuridad, un árbol, una luz y silencio. El uniforme, agujereado por las ascuas, sigue en el armario.
El agente y el ganadero se prometieron no llorar. Lo cumplen, aunque con ojos acuosos. Alday resopla al explicar cómo cuando volvió días después a por su coche apenas tiró unos metros, seco de gasolina, antes de pararse. De haber aguantado algo menos aquel día, él y sus sueños rurales hubieran ardido. Quizá con Víctor. Las vacas se salvaron: “Son más inteligentes que nosotros, fueron a una zona quemada porque el fuego no entraría”. Ambos tragan saliva tras desahogarse. La vida sigue en Sesnández entre casas vacías y niños jugando en ese parque cercano a las colinas por donde cabalgaron las llamas. Los columpios chirrían, los perros ladran y la memoria permanece al menos hasta que la naturaleza resucite entre las cenizas.
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