Vidas en suspenso a la espera de la justicia
La lentitud de la respuesta que dan los tribunales provoca angustia en los ciudadanos y lastra la economía
Justicia lleva los ojos vendados, blande una espada y sostiene firmemente una balanza. Hay quien añadiría a esos atributos un reloj, como muestra de que la vieja diosa se preocupa también de impartir justicia a tiempo. El ritmo con el que se despachan los asuntos es uno de los termómetros más fiables para medir la calidad de un sistema judicial, coinciden los expertos. La justicia española no se retrasa mucho más que la de los países de su entorno, pero no por ello deja de ser lenta, un defecto que vulnera derechos —lo ha reconocido el Tribunal Constitucional—, que lastra la economía y que pone a prueba la paciencia de los ciudadanos, cuyas vidas quedan en suspenso, a la espera de una resolución de la que depende su bienestar.
Alex, holandés, se quejó cuando un juzgado de Reus (Tarragona) le tuvo seis horas esperando para declarar por una presunta mezcla ilegal de piensos. Ignoraba que, en España, las declaraciones rara vez empiezan en hora. Estaba citado a las 10.00 y tenía un billete de regreso a Ámsterdam para la tarde. Cuando una funcionaria le dio a entender que quizá debería regresar al día siguiente, Alex pidió “el libro de reclamaciones”, lo que dejó a su abogado, Jorge Navarro, perplejo. “Estamos acostumbrados y nos parece normal, pero cuando viene alguien con un nivel de exigencia más alto…”, reflexiona el letrado. Alex pudo declarar ese día de 2002. Tampoco sabía que las seis horas perdidas iban a ser lo de menos. Veinte años después, aún espera juicio, que se celebrará en mayo de 2023.
El caso de Alex es excepcional, pero da la medida de lo que ocurre en el ámbito penal cuando la justicia es parsimoniosa. Para el acusado, supone un desgaste atroz, sobre todo si el asunto acaba archivado; para la víctima del delito, la angustia de esperar que el daño que se le ha infligido sea reparado. La lentitud acompaña a menudo los grandes casos de corrupción, en parte por su complejidad y en parte por las maniobras dilatorias de las defensas. Han pasado más de ocho años desde que el expresident Jordi Pujol confesó una fortuna familiar oculta a Hacienda en Andorra: el caso está a la espera de juicio mientras su mujer, Marta Ferrusola, ya ha sido exculpada (padece alzhéimer) y el propio Pujol ha sufrido problemas de salud (un ictus) que ponen en duda su presencia en el banquillo. El caso de los ERE de Andalucía devoró otros ocho años de investigación hasta que la Audiencia de Sevilla dictó la primera sentencia. La demora del Tribunal Supremo al resolver los recursos llevó a la ministra de Defensa, la exmagistrada Margarita Robles, a una crítica que no es nueva y que, de hecho, es casi una coletilla: “La justicia en España es muy lenta. Y la justicia lenta es menos justicia”.
Pero, ¿lo es realmente? Juan Mora-Sanguinetti es abogado, economista del Banco de España y una de las personas que con más criterio puede contestar a esa pregunta porque lleva 15 años haciéndosela. En su libro La factura de la injusticia (Tecnos), detalla que para resolver un asunto privado (civil) en España se necesita una media de 272 días, cifra similar a la de Francia (274), peor que la de Alemania (200) y mejor que la de Inglaterra y Gales (350), según un estudio de la OCDE de 2013. El dato puede ser viejo, pero el panorama no ha cambiado demasiado. “Al comparar la lentitud, vemos que no estamos en el vagón de cola, pero sí estancados”. Pasan los años y el sistema se muestra incapaz de acelerar sus ritmos de respuesta.
Roser Bach es vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y se muestra crítica. “Partimos de la base de que la justicia es lenta. La gente ha de poder tener una respuesta inmediata a problemas que son importantes”. Bach coincide en que nada parece cambiar cuando se miran las estadísticas año a año, pero confía en que las reformas legislativas (como la ley de eficiencia procesal) ayudarán a dar un salto adelante. La memoria del Poder Judicial sobre 2021 indica que la duración media de los procesos en primera instancia fue de 192 días.
La media es tramposa y esconde realidades menos amables. Por jurisdicciones, se observa un gran atasco en los asuntos contencioso-administrativos (345 días), los sociales (315) y e incluso los civiles (246), mientras que el ámbito penal se salva (105), pero incluye casos como los de Àlex o los ERE, pero también hurtos. Sanguinetti añade que la media tampoco muestra las enormes diferencias territoriales y la existencia de “dos Españas”, con Madrid, Cataluña, Comunidad Valenciana, Andalucía y Murcia como zonas “mucho más congestionadas que el resto”.
El contacto del ciudadano con la justicia suele llegar con asuntos de su día a día. Y quienes están en las trincheras de la cotidiano sufren las consecuencias. En lo social (que dirime los conflictos entre trabajadores y empresarios), la cosa parece que va a peor. “Antes era rápido, te despedían y en cuatro meses estaba solucionado el tema. La empresa debía pagar el salario hasta que había una resolución, y le interesaba una respuesta rápida. Todo eso ya no existe”, dice Eva Pous, 25 años de abogada laboralista. Laura Ivón es una de sus clientas. Trabajó los veranos de 2017 a 2021 como socorrista, pero cuando denunció que le debían horas, no la llamaron más. “Puse una demanda por despido improcedente ese agosto. Tengo juicio el 9 de noviembre de 2022″, cuenta. Un año y pico puede parecer poco tiempo. Pero cuando está en juego es el salario, siempre es demasiado. “Es desesperante porque te ves sin recursos de un día para otro”, dice Ivón, a la espera de saber si será readmitida o indemnizada.
Familias rotas
En el orden civil, que resuelve las pugnas entre particulares, los ciudadanos se juegan su bienestar material y emocional. “Mi vida está congelada, siento la angustia más absoluta”, cuenta Miguel, de 44 años. En agosto, su mujer se llevó a la hija de ambos de vacaciones a Francia. No regresó. “Primero dijo que estaba enferma, luego que habían cogido covid. Al final cortó la comunicación”. Pidió al juzgado el regreso inmediato de la pequeña por sustracción de menores, algo que se va a decidir este mes. Pero el proceso de divorcio, en el que ha solicitado la guardia y custodia, va para largo en un juzgado sobrecargado del área de Barcelona: siete meses. Su abogada, Pilar Tintoré, ha logrado adelantar la fecha a febrero. Experta en derecho de familia, denuncia la “dilación de los procesos de divorcio”, porque unos pocos meses son muchos “en una familia que está en situación de conflicto”.
Esa “demora” la sufre también Carlos Valdivieso, que empezó su proceso de divorcio en abril de 2020. Aún no tiene una sentencia que regule, por ejemplo, la custodia de los hijos. “Nos han dicho que la funcionaria que lleva el expediente [en el juzgado de Valdemorillo, en Madrid] está de baja y que por eso se está retrasando todo”, explica por teléfono. Sin sustitutos, los expedientes de los funcionarios de baja “se quedan parados en una pila”, dice su abogada, Delia Rodríguez. Carlos tuvo incluso la mala suerte de encontrarse con una huelga de funcionarios un día que tenía, por fin, señalada otra vista judicial. “Es un derecho constitucional y lo respeto, pero eso hizo que el proceso se haya retrasado varios meses más”, lamenta.
María José (nombre ficticio), víctima de violencia de género, arrastra cinco años y medio de demora desde que reunió fuerzas para denunciar a su expareja por acoso, robo y allanamiento de morada en un pueblo de Sevilla. Desde que interpuso la denuncia en la primavera de 2017 y tras una tortuosa instrucción, el juicio se señaló por primera vez para octubre de 2021. Entonces se aplazó un mes, y cuando en noviembre se retrasó de nuevo, esta vez fue por un año completo. “Nadie del juzgado o de la Fiscalía me ha pedido perdón, porque tanto aplazamiento me perjudica al impedirme cerrar capítulo y emocionalmente te deja destrozada. Sales a la calle y sabes que hay alguien mirándote, aunque tú no le veas”, explica desolada.
Sufren los corazones, pero también los bolsillos. La lentitud en la tramitación de las quiebras empresariales fuerza a los perjudicados a malvivir tras perder grandes sumas. El balneario de Guitiriz (Lugo), un histórico complejo de 103 habitaciones y campo de golf, se declaró en concurso de acreedores en 2013 y casi 300 empresas y particulares siguen hoy sin cobrar ni un euro. La propiedad fue vendida en marzo de 2020, pero con el dinero solo se ha pagado al principal banco acreedor. “Este caso me quitó el sueño, fue un palo muy grande. Nos personamos y peleamos muchísimo, pero he perdido la esperanza de cobrar”, admite Simón Juncal, responsable de Pescados y Mariscos del Noroeste, una firma coruñesa a la que el balneario dejó a deber 40.000 euros y que no cerró solo porque contaba con “un colchón de ahorros”. Frutas El Castillo, de Lugo, tiene atrapados 29.000 euros en ese eterno concurso. “En el sector sabemos que, si te ves metido en un concurso de acreedores, olvídate de cobrar. Estos procedimientos son una manera cómoda de liquidar una sociedad sin pagarle a nadie”, dice su dueño, Carlos Vázquez. La duración media de los concursos en España, según la memoria del Poder Judicial, fue de 44,6 meses el año pasado.
Demasiados litigios
La sensación de que los asuntos se eternizan lastra también a quienes pugnan contra decisiones de la administración que consideran injustas. Algunos mueren en el intento. Como María F., que en 2018 logró, póstumamente, que el juzgado le diera la razón. Había demandado al Ayuntamiento de Villanueva del Río y Minas (Sevilla) por no hacer nada cuando un vecino decidió construir delante de su casa sin licencia. El proceso se alargó unos ocho años. Fue una lucha personal de la mujer; ahora sus hijos han recibido una indemnización, aunque la construcción ilegal sigue ahí. En lo contencioso, las ejecuciones de sentencias son a menudo un problema cuando se trata, por ejemplo, de construcciones a pie de playa o parques eólicos. “Si una sentencia no se ejecuta, si solo se reconoce el derecho declarativo, eso tampoco es justicia”, reflexiona Victoria Ortega, presidenta del Consejo General de la Abogacía Española.
La justicia es una cuestión de oferta y demanda. La oferta es la cantidad de jueces disponibles (hay 12 jueces por 100.000 habitantes, menos que otros países europeos); de funcionarios (casi el doble que la media) y de recursos materiales. Ortega dice que hay que sumar más recursos, pero éstos no pueden ser indiscriminados, sino que han de ir allí donde se necesiten, donde hay más congestión. Pero la demanda es la otra gran parte del problema, y los españoles llevan muchos asuntos a los tribunales. Durante la Gran Recesión, un estudio situó a España como el tercer país con mayor índice de litigiosidad de la OCDE, solo por detrás de Rusia y República Checa. Solo el año pasado entraron en los juzgados 6,2 millones de asuntos, una cifra similar a la de 2019, ya que 2020 no admite comparación por la pandemia de coronavirus, que lo alteró todo. Bach señala que la litigiosidad es una “patología crónica” que el sistema no puede absorber y señala que “no todo conflicto ha de acabar en los tribunales. Coinciden con ella Sanguinetti y Ortega, que piden fomentar la cultura de la mediación y la resolución alternativa de conflictos, aún con un largo camino por recorrer.
A veces, sin embargo, no queda otra que pleitear. A Yolanda Rivas, de 45 años, la han citado para de aquí a tres años: en octubre de 2025 se decidirá si tiene derecho o no a percibir la Renta Activa de Inserción (RAI), después de que la administración se lo denegara pese a que tiene “pruebas”, dice, de que estaba buscando empleo. “Me sorprendió mucho la fecha. Tengo que pagar hipoteca y los gastos de un piso. Sigo adelante porque mi padre y mi hermano me ayudan”, cuenta Rivas, que está opositando para auxiliar administrativa en la Junta de Andalucía. Para 2025, puede que haya logrado el trabajo y ya no precise de la ayuda. “Pero ahora”, dice Rivas, “ahora sí la necesito”.
Con información de Patricia Peiró, Sonia Vizioso y Javier Martín-Arroyo.
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