Jueces, libertad de expresión y deber de imparcialidad
La renuncia del magistrado Antonio Narváez a participar en las causas de procés deja un poso de frustración en el Constitucional
La renuncia del magistrado Antonio Narváez a participar en los fallos sobre el proceso independentista catalán antes de que se debatieran las recusaciones planteadas contra él ha dejado un poso de frustración en el Tribunal Constitucional. Nadie dudaba de su imparcialidad, pero se impuso el convencimiento de que su permanencia en el pleno –después de haber comparado el procés con el golpe de estado del 23-F– podía echar por tierra en instancias europeas el trabajo realizado por la justicia española sobre este asunto. Los magistrados coinciden en que no gozan del mismo derecho a la libertad de expresión que el común de los ciudadanos, y que en este punto tienen, en cambio, un techo de cristal.
Los miembros del Constitucional que proceden de la carrera judicial saben que tienen que manifestarse siempre con mucha prudencia. Su órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial, se lo recuerda periódicamente. Pero en tribunal de garantías conviven juristas que no proceden sólo de la judicatura, sino también de las Universidades o de la abogacía. El debate interno sobre Narváez ha sido intenso, porque algunos magistrados quisieron defenderle hasta el último minuto, entendiendo que su derecho a la libertad de expresión no puede ser de peor condición que el de cualquier ciudadano. Y el Constitucional, precisamente, está para garantizarlo.
Junto a ello, predomina en el Constitucional el temor de que, al aceptar la renuncia de Narváez, el listón se haya puesto muy alto, y permita que cualquier opinión manifestada por quien llega al tribunal de garantías, pueda volverse en su contra. Esta misma semana uno de los magistrados pronunció una conferencia telemática, y después de haber desviado varias preguntas, alguien le inquirió sobre la eutanasia. Su respuesta fue que de este asunto tampoco podía hablar. “Al final –comentó luego en el tribunal– solo podremos hablar del tiempo, y con mucho cuidado, porque luego igual llega una disputa competencial sobre los servicios de meteorología”.
A Narváez le recusó en octubre pasado Gonzalo Boyé, abogado del expresident Carles Puigdemont, y a los pocos días todos los letrados del procés hicieron lo mismo. Consideraban que el magistrado había perdido toda apariencia de imparcialidad porque en una conferencia pronunciada en Granada en noviembre 2017 dijo que lo ocurrido en Cataluña en septiembre y octubre del mismo año era de “mucho más grave, por sus consecuencias”, que el asalto de Tejero al Congreso en 1981. Tras la recusación, los magistrados mostraron su apoyo a Narváez, quien entendió que esa solidaridad le liberaba de toda obligación de apartarse del caso.
Cinco meses más tarde, sin embargo, las cosas habían cambiado. Se había instalado en el Constitucional la idea de que con las sentencias del procés podía ocurrir algo parecido a lo que sucedió con el caso de Arnaldo Otegi, en el que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos consideró que el líder abertzale no había tenido un juicio justo por una frase que le dirigió la magistrada de la Audiencia Nacional Ángela Murillo en la vista oral del caso Bateragune en 2011. Murillo le preguntó a Otegi si condenaba la violencia de ETA, y ante la falta de respuesta, dijo: “Ya sabía yo que no me iba a contestar a esa pregunta”.
Esa afirmación le valió la condena a España en 2018 por haber juzgado a Otegi con un tribunal mal constituido, por no garantizar una exigible imparcialidad. Varios magistrados le citaron este y otros precedentes a Narváez, quien sin embargo en ningún momento mostró voluntad de abstenerse. A la vez, la tramitación de los recursos del procés quedó paralizada, a la espera de cómo se resolviera la recusación.
Tanto la Fiscalía como la Abogacía del Estado y el propio Narváez presentaron extensas alegaciones defendiendo su imparcialidad. Por estar recusado, Narváez –que hasta entonces había trabajado codo con codo junto al también magistrado Cándido Conde-Pumpido– dejó de asistir a las reuniones de la comisión que dirigían ambos para analizar todos los recursos de amparo presentados por los dirigentes del procés y preparar las correspondientes resoluciones del Constitucional.
En el caso de Narváez, la ponente de la recusación, Encarnación Roca, vicepresidenta del Constitucional, tenía preparada una resolución en la que se accedía a apartarle de los recursos del procés. La existencia del auto ya redactado, y la certeza de que el tribunal se hallaba muy dividido sobre el caso, llevó a Narváez abstenerse, lo que en el fondo fue recibido con alivio por el resto de magistrados, en su mayoría preocupados ante la posibilidad de que el Tribunal de Estrasburgo estimara más adelante que el Constitucional había actuado sin garantías de imparcialidad.
Al prescindir de Narváez para este cometido, el tribunal se ha hecho a la vez un roto y un descosido, porque el magistrado, fiscal de carrera, es un especialista en derecho penal, justamente la que atañe a los recursos de los líderes independentistas. Y una vez que se ha abstenido, ahora ya no puede tocar ni un solo papel relativo a la causa del procés.
Imparcialidad de ejercicio, y de apariencia
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el propio Constitucional han desarrollado una amplia jurisprudencia sobre la importancia de las apariencias para preservar la confianza en la justicia. La preocupación por garantizar la imparcialidad ha crecido mucho en los últimos años.
Tradicionalmente han prosperado las recusaciones en que podía sostenerse que el magistrado cuestionado tenía “interés” en la causa, entendido este concepto como la “inclinación del ánimo hacia un objeto, una persona o una narración”. En diversas resoluciones ya se ha considerado que tal “inclinación” existe cuando el recusado haya expresado opiniones que supongan “una auténtica toma de partido sobre el objeto del proceso”, dado “el tenor, la contundencia y la radicalidad” con que las haya expuesto. Y una sentencia del Tribunal de Estrasburgo, de 1982 –conocida como el caso Piersack contra Bélgica-, desarrolló el concepto de “imparcialidad objetiva”, entendida como “la ausencia de prejuicios o parcialidades”.
En otro fallo, de marzo de 2002, los jueces europeos subrayaron que “la acrecentada sensibilidad del público acerca de las garantías de una buena administración de justicia justifica la importancia creciente atribuida a las apariencias”.
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