Una Verja capaz de arreglar y destruir vidas
El fin de los controles en Gibraltar es uno de los sucesos más trascendentales en una frontera marcada por pandemias y guerras de soberanía
José Molina pasó de ser uno de esos acomodados empresarios del milagro económico español de los 60 a arruinarse, literalmente, de la noche a la mañana. Un domingo 8 de junio de 1969 perdió los cuatro autobuses y dos taxis con los que cubría la línea Gibraltar-La Línea de la Concepción. El cierre sorpresivo de la frontera del gobierno franquista dejó sus vehículos en el lado británico para siempre, “hasta que se los comió el sol y el viento”, como recuerda Pedro Rodríguez, uno de sus nietos. Molina no es más que una de esas pequeñas historias de prosperidad, dolor, lazos familiares y separaciones dramáticas que oculta la Verja de Gibraltar. Jalonada por guerras, disputas territoriales de soberanía y cuitas políticas internacionales, la frontera gibraltareña lleva 308 años arreglando y destrozando vidas a ambos lados de su alambrada. Con su “derribo”, anunciado por el Gobierno de España en el ya llamado Acuerdo de la Nochevieja, está llamada a escribir uno de los capítulos más trascendentales de su historia reciente en plena pandemia del coronavirus. Aunque no será la primera vez que el paso vive etapas de tal fluidez. Ni siquiera de que se vea influenciada por una epidemia.
La primera piedra para la Verja que los británicos levantaron en 1909 la puso, paradójicamente, un virus casi un siglo antes. Hasta 1813, el istmo arenoso y expedito que había entre los límites amurallados de la ciudad Gibraltar y la línea de contravalación española —en la actual ciudad de La Línea— eran una suerte de tierra de nadie, aunque legalmente perteneciese a España, como recuerda el doctor y profesor en Derecho Internacional de la Universidad de Cádiz, Jesús Verdú. El virus de la fiebre amarilla que entonces asolaba la zona hizo que Gibraltar pidiese permiso a España para colocar un campamento provisional en el que atender a los afectados. “Cuando remite la epidemia, ya no se retiran”, rememora Verdú. Y con los años, el terreno se convierte en un aeropuerto que lleva décadas enredado como una zona en controversia.
España reclama esa zona como suya en virtud del Tratado de Utrecht de 1713 —que, en su artículo 10, solo define como británico el territorio intramuros de la ciudad— y Reino Unido alega que existe una prescripción adquisitiva, es decir, que ha alcanzado la propiedad del espacio tras años de uso. Sobre esa “controversia jurídica no resuelta”, como la denominan los expertos en Derecho Internacional, se asientan las historias de ida y vuelta de los ciudadanos a ambos lados de la frontera. Durante buena parte de los más de 300 años que lleva siendo británica Gibraltar, los habitantes disfrutaron de una fluidez casi total en la zona. Ni siquiera la Verja que los ingleses levantaron 1909 en lo que era el paso de ronda de la guarnición militar supuso grandes quebraderos de cabeza para los vecinos de la zona.
“Durante un gran periodo histórico no hacían falta ni títulos de viaje ni pasaportes. Gibraltar y La Línea son dos ciudades hermanadas desde el nacimiento de la segunda (…). La Verja era un control dado los problemas de contrabando, pero marcaba un espacio muy fluido de mercancías y personas con vida social, familiar, cultural que generaba unas dinámicas propias y peculiares de la zona.”, rememora Verdú. Esa fluidez de siglos —no sin sobresaltos— creó una identidad común, asentada en costumbres similares, lazos familiares y hasta una suerte de dialecto común. “La mayoría de los periódicos de Gibraltar se publicaban en castellano”, añade el profesor. Al calor de esa fluidez, campogibraltareños como Molina hicieron éxito en los negocios. Algunos, como el empresario de autobuses, con negocios legales. Otros, con el estraperlo y el contrabando.
Pero todo ese clima compartido saltó por los aires con el cierre franquista de la frontera en 1969. 13 años de cerrojazo total fueron suficientes para que ambas comunidades se alejasen. Ya alentados por la Segunda Guerra Mundial —en la que el aeropuerto de Gibraltar fue pieza clave— y hostigados por el franquismo, los gibraltareños construyeron una identidad, soportada en lo británico. El sufrimiento que provocó esos años de familias divididas que solo podían hablarse en la radio o a gritos en la Verja dejó una fuerte huella, aún palpable en la zona. “El impacto del cierre fue mucho más. Para el gibraltareño, España pasó a ser un estado vecino que actúa como un matón”, explica el investigador Verdú.
Molina entró en “la absoluta ruina” y subsistió el resto de su vida con un taxi en La Línea y la promesa de que su familia sigue teniendo esa concesión de buses nunca recuperada, como recuerda su nieto. Sus nueve trabajadores tuvieron que emigrar, al igual que los 30.000 linenses que se marcharon de la zona. Aún La Línea no se ha recuperado del impacto demográfico y económico que aquello supuso. En lo social, Gibraltar, tampoco: el castellano ha desaparecido en las nuevas generaciones como lengua coloquial y los gibraltareños más mayores siguen viendo a España con recelo.
El Acuerdo de la Nochevieja está llamado a curar esas heridas que, en parte, comenzaron a sanar con la reapertura de la frontera en 1982. Aún es difícil de calibrar qué impacto social, económico y cultural podrá tener el anuncio de España y Reino Unido de esa prometida fluidez de personas y mercancías en la Verja. El presidente de la Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar, Juan Lozano, ha llegado a valorar el principio de acuerdo como un día histórico que se recordará “igual que el de la caída del muro de Berlín en 1989”. Verdú no lo fía tan lejos, pero apunta la trascendencia del momento: “A los investigadores de Derecho Internacional nos ha llegado un regalo de Navidad. Es un festín de temas de interés para futuras investigaciones”.
Mientras se materializa en medidas concretas de movilidad, la “focona” —como es conocida la frontera popularmente por los linenses— sigue en su aparente calma de controles de DNI a los pocos que, en plena pandemia, se atreven a cruzarla. El bulevar que, en el lado español, lleva al paso es una sucesión de casas de cambio de moneda, bares y oficinas de alquiler de coche apagados por el virus. En circunstancias normales, 30.000 personas irían y vendrían con sus vidas. Cuando ya no tengan controles, quizás sean más. Y, con los años, puede que llegue ese momento —vivido en la primera mitad del siglo XX— en el que la marca de tabaco que fumaba o la forma de colocarse la chaqueta era la única forma de distinguir a un gibraltareño de un español.
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