Viv y Carlos, 60 días amarrados en un velero: “Nos llevamos incluso mejor”
Dos jóvenes de Australia y Mallorca viven confinados en un barco fondeado en el Puerto de Valencia tras conocerse haciendo surf
Dan una imagen que nada tiene que ver con la tragedia de la pandemia del coronavirus. Pero también forman parte de esa sombría realidad aunque aportan algunos destellos. La australiana Viv, de 24 años, y el mallorquín Carlos, de 25, también están confinados, como la mayoría, pero en un velero de 30 metros de eslora. Son empleados, como tantos otros, pero trabajan en el mar, al aire libre, como siempre han querido. Tienen un espacio muy reducido para dormir en los camarotes, pero durante el día su techo es el cielo. Llevan más de 60 días confinados en un barco amarrado en el Puerto de Valencia, adonde llegaron navegando procedentes de Baleares. El capitán se marchó con su familia y ellos dos se quedaron solos al cuidado de la espléndida nave. No parece que esa convivencia forzosa les vaya mal. Al contrario.
Se conocieron surfeando hace dos años en las islas Baleares, explica la pareja sobre la cubierta impoluta. El pelo revuelto por el viento, el sol de media tarde sobre las cabezas, el tintineo metálico de los aparejos, el suave bamboleo del mar... Un mundo distante a tan solo unos centenares de metros de las colas del hambre que se forman en algunos enclaves del barrio El Cabanyal por la crisis desatada por la pandemia. Entonces, continúan el relato de su vida, la joven de la ciudad portuaria de Perth —“medio australiana, medio japonesa”, apostilla en un español con acento balear— vivía surcando los veranos sin hacer escala en los inviernos. Es decir, alternaba la temporada estival en Europa con la austral. Se especializó en gastronomía y hoy ejerce de chef. Enseña su cocina, muy bien provista, con cierto orgullo y señala la escotilla que le proporciona luz natural. Los empleados tienen su propia escalera para acceder a los camarotes y a la zona de servicio. El dueño del velero, que prefiere mantener el anonimato, cuenta con su acceso a la zona noble. Carlos trabajó como monitor de vela, luego en la industria de los yates en su ciudad y ahora es oficial de barco, mientras se prepara para ser patrón. Si ha tenido algo claro desde siempre es que quiere vivir en el mar.
Los novios reconocen que su relación durante el confinamiento apenas se ha resentido, una situación muy diferente a la de muchas parejas que sufren por el contacto diario y continuado en un espacio reducido. Ellos están mucho más acostumbrados, no deja de formar parte de su normalidad. “Nos llevamos bien”, dice él. “Incluso mejor”, añade ella. “Tengo parejas de amigos que me dicen que ya no se aguantan”, comenta Carlos entre risas. “En un barco hay muchas cosas que hacer todos los días para conservarlo”, explica. Cuando acaban de trabajar en el velero, practican yoga, cocinan, nadan, cabalgan olas si se levanta un poco de viento en la cercana playa de las Arenas, se conectan a Internet, leen, caminan (al principio solo por el pantalán) o corren. La rutina en un barco ayuda a llevar el confinamiento.
Son conscientes de que son unos privilegiados por su situación, porque están juntos, y porque están en el mar como quieren. “Estamos aprendiendo a estar más relajados, a disfrutar haciendo otras cosas”, comenta Viv. La joven no se sorprende de cruzarse en el supermercado con gente portando mascarilla, recuerda que en el país de su madre, Japón, donde pasaba estancias, es habitual desde hace años. Lamenta los estragos que está causando el coronavirus pero también quiere extraer alguna lección positiva: “Espero que todo lo que está pasando ayude a la gente a reconocer que el planeta puede vivir sin nosotros pero nosotros sin él, no”.
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