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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En memoria del presidente Lavilla

Su muerte priva al Congreso de los Diputados de una de sus referencias en la historia de la España democrática moderna

Meritxell Batet Lamaña
Landelino Lavilla, durante una conferencia en 2013.
Landelino Lavilla, durante una conferencia en 2013.Europa Press

La muerte de Landelino Lavilla en el día de hoy priva al Congreso de los Diputados de una de sus referencias en la historia de la España democrática moderna.

Tuvo la responsabilidad de ejercer la presidencia de la Cámara en una oportunidad irrepetible: la puesta en marcha efectiva del sistema político y jurídico derivado de la Constitución Española, aprobada sólo unas semanas antes de ser elegido por primera vez diputado e, inmediatamente, presidente de la I Legislatura Constitucional 1979-1982.

Fue un periodo que requirió del presidente de la Cámara temple y rigor en grado sumo, virtudes que Landelino Lavilla aseguró a lo largo de su mandato. Ocasiones tuvo para demostrarlas. Bajo su presidencia, en efecto, no solo la Cámara desarrolló uno de sus momentos más vertiginosos en lo que se refiere a su actividad normativa (en tres años y medio se debatieron y aprobaron 33 leyes orgánicas, 231 leyes ordinarias y 71 decretos-ley) sino que vivió debates “inaugurales”: entonces se celebró el primer debate de investidura conforme a lo previsto en el art. 99 de la Constitución y un año más tarde, en el breve lapso de unos meses, se ejerció la primera moción de censura y también la primera cuestión de confianza de nuestra vida parlamentaria.

Antes de su presidencia, Landelino Lavilla había incorporado a su saber jurídico como letrado del Consejo de Estado (donde más tarde ha ejercido, hasta hoy mismo, como consejero permanente), la experiencia impagable de formar parte del Gobierno de España como ministro de Justicia. Desde el viejo palacio de Noviciado tuvo papel protagonista, entre otras muchas cosas, en la preparación de la Ley de Amnistía y en la de la Ley para la Reforma Política; ambas, piezas clave de nuestra Transición.

Todo esto es lo que tenía presente cuando, a los pocos días de mi elección como la última, por ahora, de sus sucesores al frente del Congreso, le llamé para concertar una cita con el fin de aprender de su experiencia y también honrarle con mi reconocimiento.

La imagen del presidente Lavilla con la que fui a su encuentro era la de su gesto grave la tarde en que se produjo el intento de golpe de Estado en 1981. Cuando, tras unas horas de conversación, me despedí de él, me marché con otra bien distinta: la de quien, el 25 de febrero de ese año, una vez desbaratado el golpe, no solo reclamó sin ambages la exigencia estricta de responsabilidad para los culpables, sino algo mucho más importante y más esperanzador en aquellas fechas: “Es el momento de declarar —dijo— que hoy un auténtico grito de ¡Viva España! no encierra una verdad distinta que la de ¡Viva la Constitución! y ¡Viva la democracia!”. Es una afirmación en la que todos, en estas horas tan difíciles de hoy, podemos y debemos encontrarnos.

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