Crisis política valenciana en mitad de una pesadilla
El 'teléfono rojo’ ha dejado de sonar y el cortocircuito entre Ximo Puig y Mónica Oltra tiene mal pronóstico
La manera en que se ha enfocado la crisis del coronavirus respecto a la población de mayor riesgo, la llamada tercera edad, ha sido miserable y vergonzosa. Un termómetro que mide el tipo de sociedad que somos, el detrito colectivo en que nos hemos convertido.
Atentos a los medios de comunicación, aceptamos que tertulianos y políticos de catadura moral tirando a floja restaran importancia a lo que devendría en pandemia con el discurso de que no había de qué preocuparse porque “sólo” afectaba a la población de más edad o a aquellos colectivos impactados por patologías previas y con sistemas inmunológicos demediados. Era el momento de transmitir calma y serenidad, de no dejarse avasallar por las noticias que llegaban de China o por los dictámenes de expertos independientes. ¿Qué sabrían ellos? ¡Qué exagerados son los chinos! Vaya por delante que en el ejercicio de mi trabajo como periodista yo tampoco supe ver el alcance de lo que venía, pero sí me indigné en más de una ocasión, en público y en directo, cuando escuché en boca de terceros los argumentos “tranquilizadores” más arriba referidos.
Declarada la pandemia, los mismos medios de comunicación, especialmente las televisiones, obviando que entre su público cautivo se encuentran esos mayores o enfermos crónicos que pasan las horas sentados frente a las pantallas, los insultaban a diario y les metían el miedo en el cuerpo al recordarles cada cinco minutos, al rojo vivo, que el virus era una espada de Damocles que pendía sobre sus cabezas.
Desatado el caos, ¿alguien pensó que en España el cuatro por cien de los mayores de 65 años vive en una residencia y que, de ellos, el 45 por cien está en una situación de dependencia total? (Fuente: Informe de la Fundación Edad y Vida citado por Josep de Martí, de Inforesidencias). A la vista de lo sucedido desde que se decretó el estado de alarma, la respuesta es “no”. Y el caos subió de grado. La primera preocupación de los responsables de liderar el pandemónium fue garantizar la asistencia médica y evitar el colapso sanitario.
Mientras, el virus se iba colando en las residencias de la tercera edad de toda España, anidando en las maltrechas humanidades de los allí recluidos. Nuestros ancianos. Toda una generación amenazada; no tanto por el enemigo microscópico, como por la falta de medios y recursos para hacerle frente. Ahí quedan, para nuestra vergüenza colectiva, los videos y audios de trabajadores de los centros de mayores, de familiares de personas ingresadas en estos, denunciando la situación. Sin mascarillas, sin trajes profesionales adaptados para una pandemia, sin personal suficiente para atender de manera digna a quienes, en muchos casos, no saben ni quienes son.
Conozco el mundo de las residencias porque quince años de alzheimer de un familiar muy cercano me dieron la oportunidad de poder observar de cerca un cosmos hasta entonces para mí desconocido. Lo contemplé con curiosidad de entomólogo. Descubrí, entre sus trabajadores, las mejores cualidades humanas, y también la actitud ruin de algunos que descargaban sus frustraciones personales sobre seres vulnerables e indefensos. Siempre de palabra, que quede claro. Pero las palabras, el tono en que se escupen, también duelen, por más que el receptor haya perdido la capacidad de entender su significado.
Y así hemos llegado al punto en que los ancianos se mueren sin que sus familiares puedan sujetarles la mano y despedirse de ellos dignamente, en la intimidad de una habitación, sin más testigos que el dolor por la separación definitiva. Hemos llegado al punto en que los ancianos conviven con compañeros convertidos en cadáveres desde hace horas. Y lo aceptamos. Y no salimos a la calle con una escopeta de cañones recortados por los mismos motivos que durante lustros de violencia etarra ningún familiar de una víctima decidió tomarse la justicia por su cuenta. Siglos de civilización, afortunadamente, embridan la bestia que todos llevamos dentro.
Entre los grandes retos del siglo XXI los expertos destacan el envejecimiento poblacional. Esta crisis ha dejado a los sistemas y sociedades del siglo XXI con el culo al aire en la materia. Si no cuidamos dignamente de los ancianos, ¿qué podemos esperar de nosotros mismos? ¿Qué nos espera a nosotros cuando lleguemos -si es que lo hacemos- a esa etapa de la vida? Pensarlo es una pesadilla.
En el ámbito valenciano, la crisis que la pandemia ha provocado en los hogares de ancianos ha hecho emerger una parte del iceberg de otro desequilibrio, este político, del que ya veníamos avistando su cumbre: el deterioro acelerado de las relaciones entre el PSPV-PSOE y Compromís, los dos principales socios del Gobierno del Botánico II. El teléfono rojo que recetábamos cómo imprescindible en un pasado artículo -Gane quien gane, teléfono rojo (28 abril 2019)- ha dejado de sonar y el cortocircuito entre Ximo Puig y Mónica Oltra, presidente y vicepresidenta primera, tiene mal pronóstico.
La invisible presencia pública de la segunda en plena pandemia, con competencias plenas en materia de atención social, se ha convertido, con el paso de los días y el recuento de fallecidos en las residencias, en un clamor informativo. La decisión de Puig de traspasar a la Conselleria de Sanidad el control sanitario de las residencias de ancianos parece estar en el origen del nuevo conflicto entre ambos dirigentes políticos; conflicto que, obviamente, traspasa el ámbito personal para contaminar y alimentar las diferencias entre las formaciones a las que ambos representan.
¿Qué pasará a medio plazo cuando se supere la pandemia? Los más optimistas quieren creer que todo es reconducible. Los más pesimistas apuestan por una ruptura del pacto. Podemos, tercera pata del Consell, se mantiene firme y apoya las decisiones de Puig.
Cuando Ronald Reagan, en 1981, juró el cargo como presidente de EE.UU, dijo: “El Gobierno no soluciona problemas, el Gobierno es el problema”. Una reafirmación de sus principios desreguladores y nada intervencionistas. A ver si aquí, en la Comunidad Valenciana, va a ser verdad.
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