48 horas en Kioto, el mejor resumen de sus atractivos imprescindibles
Mil años de historia como capital imperial de Japón son difícilmente condensables en dos días de ‘turisteo’, pero dado que es lo que de media dedica un viajero a ver la ciudad esta es una ruta que no se olvida de sus templos, un callejón con ‘izakayas’ o el bosque de bambú de Arashiyama
Para empezar, ¿cuándo es la mejor época para ir a Kioto? Sin duda, entre los meses de abril y noviembre. Es decir, primavera con la floración de los cerezos y otoño, con la increíble paleta de colores que crean miles de arces y ginkgos biloba plantados en sus bosques y jardines. Por lo general, los cerezos empiezan a blanquear en el área de Kioto hacia la tercera semana de abril. Y el otoño suele alcanzar su esplendor en la segunda quincena de noviembre, aunque el cambio climático lo está alterando todo.
Luego hay que entender su estructura urbana. La ciudad japonesa es de planimetría cuadriculada y se levanta entre dos cadenas de montañas paralelas. Al este está Higashiyama. Al oeste, Arashiyama. Ambas han sido durante siglos laderas sagradas donde han ido creciendo templos, santuarios y residencias imperiales. Dos lugares cargados de patrimonios mundiales de la Unesco a los que habría que dedicar no dos, sino 20 días para conocerlos a fondo. Pero no tenemos tanto tiempo, así que empecemos nuestra ruta.
Primer día
Empecemos, por ejemplo, por el sur de Higashiyama, donde está el templo budista Kiyomizu-dera, el templo del agua pura. Un complejo de edificios de bellísima estructura pertenecientes a la época Edo (siglo XVII) envuelto por un bosque que ahora en otoño se viste de un rojo intenso y con una vista diáfana sobre el valle donde se asienta Kioto. Kiyomizu-dera es de los sitios más famosos de Kioto y suele estar lleno a reventar de visitantes, así que es buena idea empezar por él y muy temprano.
Desde allí bajaría por la senda Sannen-zaka, un conjunto de callejuelas donde se conserva la arquitectura tradicional japonesa, aunque totalmente gentrificada: todo son tiendas de souvenirs y restaurantes para turistas. Y seguiría hasta el Kodai-ji, un delicioso templo rodeado de jardines y casas de té e iluminado por la noche en primavera y otoño. Siguiente parada, siempre en dirección norte: el parque de Maruyama-koen, con sus bellos parterres, lago y puentes. Un espacio que esponja la densidad monumental de Higashiyama y que viene muy bien para hacer un alto y comer en alguno de los quioscos de comida callejera o restaurantes cercanos.
Luego, visitaría el cercano santuario Chion-in, sede de la secta del budismo Jodo, con su monumental puerta de acceso, o el pequeño y ornamental Shoren-in. Ya anocheciendo, se puede bajar hasta Gion, el barrio de las geishas, otra zona de casas tradicionales de planta baja y alero curvo, de las pocas que reflejan aún cómo tuvo que ser el viejo Kioto imperial. Una aclaración: sí, en Kioto quedan aún geishas y maikos profesionales. Su vida no es como la de protagonista de la peli Memorias de una geisha, pero su función sigue siendo la misma que fue desde hace siglos: entretener con tradiciones de las artes y la música japonesas en reuniones sociales y eventos para las que se las contrata. Y están hartas de que los turistas las persigan por las calles de Gion cuando entran o salen de algún local. Tanto, que el Ayuntamiento ha prohibido hacer fotos en las calles que más suelen frecuentar estas profesionales.
Aún puede quedar tiempo para hacer algo de compras en Shijo Dori, la gran arteria comercial de Kioto. La sección más transitada se prolonga desde la calle Karasuma hasta la entrada del parque Maruyama, en Gion. Y ya para terminar un largo pero fructífero día, una cena en Ponto Chō, un callejón de apenas tres metros de ancho, paralelo al río Kamo, entre los puentes de las calles Shijo y Sajo, que alberga la mayor concentración de izakayas (tabernas tradicionales) y restaurantes de la ciudad. Si eres capaz de aislarte de los otros cientos de clientes que como tú buscan mesa en alguno de ellos, te verás transportado mil años atrás.
Segundo día
Esta jornada promete ser también larga y densa, pero hay que aprovecharla. Así que muy temprano tomamos la línea del JR hasta la estación de Inari, al sur de Kioto, para acceder antes de que lleguen las hordas de grupos y colegios que suelen inundarlo a Fushimi Inari, el santuario del dios de los negocios y el arroz. Lo que hace diferente a este antiquísimo santuario son los miles de torii (arcos de madera que sirven de pórtico a las recintos sagrados) que se despliegan a lo largo de los cuatro kilómetros de sederos que van desde el altar principal hasta la cumbre del monte Inari. Este fue siempre un lugar sugerente, pero desde que apareció en 2005 Memorias de una geisha, la fama le desborda y suele estar saturado de gente. Aun así, con un poco de paciencia, o mejor, subiendo lo más posible por el sendero (la mayoría de turistas se queda en los primeros 500 metros) podrás encontrar un hueco para hacerte la foto de rigor en solitario.
Luego, de vuelta al centro de la ciudad y camino de Arashiyama, otro de los imprescindibles: el Kinkaku-ji o Pabellón Dorado. Aquí sí que tendrás que emplear los codos para hacerte un hueco en el mirador donde está la foto más deseada. Pero es que el Kinkaku es lo más de lo más en Kioto. Y nada más verlo entenderás el por qué: la villa de descanso mandada construir por el shogún Ashikaga Yoshimitsu en 1397, y transformada en templo zen a su muerte, ofrece la estampa más armónica de todo Japón. Todo el exterior está recubierto de láminas de oro, mientras que un delicado jardín con pinos y un estanque con islas y rocas, en el que el pabellón se refleja como en un espejo, completa la escena. En otoño, cuando los arces de la orilla adquieren un increíble color rojo, la vista deja boquiabierto a cualquiera. Por desgracia, aunque se salvó de los bombardeos de la II Guerra Mundial, en 1957 un novicio budista enajenado le prendió fuego, así que lo que vemos es una reconstrucción. Un hecho histórico que el escritor japonés Yukio Mishima recrea en una de sus obras más famosas, El pabellón de oro (1956).
Cerca queda lo más visitado (que no lo mejor) de la ladera de Arashiyama: el bosque de bambú. Uno imagina un bosque enorme, mágico y solitario. Pero en realidad es un camino pavimentado con grandes ejemplares de bambú a ambos lados al que un gentío sempiterno quita todo resquicio de encanto. Aun así, con paciencia, también te puede quedar un selfi chulo y sin mucha gente, y el barrio que rodea el bosque es muy interesante y tiene muchos locales tradicionales donde comer.
Un poco a la carrera daría para visitar por la tarde Nijō, el castillo imperial en el centro de Kioto (cierra a las 16.00). Otro patrimonio mundial y el mejor ejemplo que nos ha quedado de una residencia civil de la época del shogunato. El conjunto de palacios, murallas y jardines ocupa una manzana entera y se conserva tal cual fue cuando desde este lugar los señores de la guerra ejercían el poder en la época Edo. Merece mucho la pena.
Terminaría otro largo día cambiando el registro. Ya llevamos una buena dosis de templos antiguos y apetece ver algo de modernidad. La estación de Kioto es un excelente ejemplo de arquitectura vanguardista. Fue proyectada por el arquitecto japonés Hiroshi Hara e inaugurada en 1997. Tiene 70 metros de altura y un interior de volúmenes abiertos con varios corredores superiores desde los que se tiene una buena vista de la Torre de Kioto y del resto de la ciudad. En sus bajos y en los alrededores hay un sinfín de restaurantes donde acabar estas intensas 48 horas con una buena cena a base de ramen, sushi, shabu-shabu o de un rico yakiniku con carne de Kobe.
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