Aventura en las islas de Robinson Crusoe
El archipiélago chileno de Juan Fernández es conocido porque ahí se inspiró Daniel Defoe para su famosa novela. Pero visitar sus tres islas no es fácil: es un territorio apartado en el que espera una exuberante naturaleza, enclaves para bucear y disfrutar del ritmo pausado
Todos soñamos alguna vez con ser Robinson Crusoe en una isla al margen del mundo. Aunque ahora se puede llegar a cualquier rincón del planeta, todavía es posible encontrar lugares apartados de todo, e incluso llegar a la verdadera isla de Robinson Crusoe. Pero este es un viaje solo para unos pocos: está en medio del Pacífico, a casi 700 kilómetros de la costa de Chile. En ella se inspiró la famosa novela de Daniel Defoe, y la isla, en el archipiélago de Juan Fernández, cambió su nombre original en homenaje a este clásico de la literatura.
No siempre ha sido fácil viajar aquí. Y así seguirá siendo, por mucho que cambien las cosas. Las islas de Juan Fernández, lugar de paso de piratas, marineros, buques de guerra y, sobre todo, de náufragos, son ahora una meca para el buceo, pero hasta hace muy poco solo se llegaba aquí por casualidad, por mala suerte o para esconderse de algo. Tres peculiares naufragios marcan la historia del archipiélago: el de un marinero español, Juan Fernández; el del corsario escocés Alexander Selkirk; y el del personaje literario que inspiró Selkirk, Robinson Crusoe.
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El primero, el cartagenero Juan Fernández, llegó en noviembre de 1574 tras perder el rumbo en su travesía entre el puerto del Callao (Perú) y Valparaíso (Chile). El azar y las corrientes lo arrastraron a estas islas que hoy llevan su nombre. A diferencia de la isla de Pascua, estaban despobladas. En los siglos siguientes se convirtieron en una popular escala de los barcos que bordeaban la corriente de Humboldt. Los piratas y los navegantes de paso buscaron refugio en las distintas bahías —cazando cabras salvajes y cultivando huertos para abastecerse en futuras visitas— y el tráfico aumentó con los cazadores de focas.
Alexander Selkirk es uno de los náufragos más famosos del mundo: tras discutir con el capitán del buque corsario en el que recorrían el Pacífico a principios del siglo XVIII, el escocés solicitó ser abandonado en la isla de Mas a Tierra (desde los años sesenta llamada Robinson Crusoe). Allí pasó cuatro años y cuatro meses antes de ser rescatado. La mayoría de los náufragos morían de hambre o se suicidaban poco tiempo después, pero él se adaptó a su nuevo hogar y sobrevivió a pesar del aislamiento. Y lo hizo gracias a que los españoles, a su paso por la isla, habían dejado cabras que se hicieron salvajes. Selkirk tenía agua y cabras salvajes para comer y vestirse con sus pieles. Llegó a domesticarlas y, además, completó su dieta con gatos salvajes, ratas y lobos marinos. Finalmente, fue rescatado por otro corsario, el capitán Rogers y su piloto, el famoso pirata Dampier. El escocés se enroló con ellos y regresó a Escocia, donde se hizo famoso contando su historia por todas partes. Pero si por algo ha llegado el relato hasta hoy es porque inspiró el clásico de Defoe.
Hoy la isla de Mas a Tierra es conocida como Robinson Crusoe, su isla vecina, como isla Alejandro Selkirk (hasta 1966 llamada Más Afuera), y el archipiélago como Islas de Juan Fernández, declarado parque nacional y Reserva de la Biosfera de la Unesco. En realidad son solo tres islas volcánicas principales: la de Robinson Crusoe es el principal enclave turístico, mientras que las de Alejandro Selkirk y Santa Clara apenas reciben visitas.
Este puesto avanzado en el Pacífico ha sido noticia en ocasiones por catástrofes como el tsunami que siguió al terremoto de 2010, que afectó seriamente a la infraestructura de las islas, y que dio lugar a otra tragedia: en 2011, el avión en el que viajaba un grupo de periodistas de la televisión chilena para grabar la reconstrucción de las islas se estrelló cerca de Robinson Crusoe. Los 21 pasajeros murieron, una tragedia que causó un gran impacto en Chile y rodeó a las islas de una leyenda de mala suerte. Casi 15 años después están recuperadas por completo y se están convirtiendo en un destino de primera para el submarinismo.
Cómo visitar la isla Robinson Crusoe
“Si la isla quiere que te quedes, te quedas” es un dicho popular entre los habitantes de Robinson Crusoe. Llegar es una aventura que requiere paciencia y suerte, y puede convertirse en uno de los viajes más inolvidables. Es un territorio pequeño (unos 50 kilómetros cuadrados), pero engloba una increíble diversidad de experiencias naturales.
Hay dos opciones para llegar. Tres aerolíneas (Aerolassa, Aerocardal y Ata) ofrecen vuelos entre Santiago y la isla con un precio considerable, ya que se hacen en pequeños aviones con capacidad de menos de ocho personas. Son vuelos de dos horas que dependen de las condiciones climáticas y de que se reúna el número preciso de pasajeros. El traslado en barco desde la pista de aterrizaje de Robinson Crusoe hasta el pueblo de San Juan Bautista está incluido en el billete de avión. Conviene llevar chubasquero y estar preparado para un trayecto en barco movidito. Otra opción es ir en barco desde Valparaíso en la compañía Transmarko, que tiene un viaje semanal de tres días y dos noches, con alojamiento en camarotes compartidos. Las condiciones del viento deben ser estables para que la embarcación pueda amarrarse en la isla; y los retrasos son algo frecuentes.
Tanto si se va por aire como por mar, conviene dejar unos días de margen para el viaje de vuelta, ya que las condiciones del viento y el clima también deben ser adecuados para la salida de la isla.
Ideas para bajar el ritmo y disfrutar en la isla
Con los años, las islas se han ido equipando con una infraestructura mínima para los escasos visitantes que se animan a ir. Lo más difícil es bajar las revoluciones para disfrutar la experiencia de estar tan lejos de todo, y además, con un tiempo cambiante que no siempre facilita las cosas. Un chiste común en Robinson Crusoe dice que, si no te gusta el clima, vuelvas en cinco minutos. No es extraño experimentar las cuatro estaciones en el mismo día.
La única localidad habitada de la isla es San Juan Bautista, con unos 600 habitantes, la clásica aldea soñolienta, con pescadores de langostas ataviados con gorros de punto y tiendas polvorientas que se van quedado sin suministros antes de que llegue el barco de provisiones. Sus empinadas colinas están llenas de jardines y modestas casitas con caminos que llevan a los pastos para los caballos y senderos que se adentran en el monte. En su día hubo un faro y un cementerio históricos, pero el terremoto de 2010 los destruyó.
San Juan es el punto de partida y el lugar donde se gestionan todas las actividades que se pueden realizar: pesca, senderismo, recorridos en barca, excursiones a los lugares de interés y, sobre todo, salidas de submarinismo.
Los dos sitios más emblemáticos de San Juan son un fuerte y una cueva. En 1749 los españoles construyeron el fuerte de Santa Bárbara para disuadir a los piratas de sus incursiones. Para llegar hasta él solo hay que ascender directamente desde la plaza principal del pueblo. El sendero continúa, además, hasta el mirador de Selkirk, que es probablemente la excursión más impresionante. Desde este punto se pueden avistar los barcos que aparecen en el horizonte. Solo son tres kilómetros que se ascienden en una hora y media, pero compensa la caminata solo para ver toda la isla desde lo alto. A la Cueva de los Patriotas se llega por un camino rural desde el pueblo: estas húmedas cuevas, que se iluminan de noche, dieron cobijo a 40 criollos independentistas deportados por las autoridades coloniales en 1814, que serían los futuros próceres de la emancipación chilena y que no olvidarían nunca los días pasados en la isla. Desde entonces y hasta hace poco, Juan Fernández fue colonia penal y destierro para disidentes políticos.
Chapuzones, pícnics, endemismos y lobos marinos
La excursión que todos los visitantes hacen es la que lleva desde San Juan a la Plazoleta El Yunque, en la base del pico más alto de la isla, un tranquilo claro en el bosque con baños, agua y una zona de pícnic. El camino atraviesa un increíble bosque de crecimiento lento que ha evolucionado durante siglos de aislamiento. Mientras se recorre la pasarela, se pueden ver la original planta pangue (con forma de paraguas), viejos árboles canelos y el aleteo del picaflor rojo de Juan Fernández, un colibrí endémico. Porque si algo tiene la isla son especies endémicas, mantenidas gracias al aislamiento. Sobre todo, aves y flores: el archipiélago se considera una ecorregión única, con plantas que evolucionaron lentamente y de forma aislada, adaptándose a las condiciones del lugar. De los 87 géneros de plantas de las islas, 16 son endémicas y únicas en el planeta.
Otra excursión más ambiciosa es la que lleva de Villagra a La Punta de Isla, unos 13 kilómetros desde el mirador de Selkirk. El camino bordea los acantilados del sur de la isla y pasa por la bahía donde vive la principal colonia de lobos marinos de Juan Fernández. Se puede acampar en el aeródromo para hacer toda la ruta de forma más tranquila. El camino es todo un reto y una forma magnífica de conocer el territorio.
Experiencias de ‘slow travel’ en el parque nacional
Con una superficie de 93 kilómetros cuadrados, todo el archipiélago está declarado parque nacional desde el 16 de enero 1935, y reserva de la biosfera desde 1977 (con la excepción del pueblo de San Juan Bautista y el aeródromo). En un intento de controlar las zonas más frágiles, muchas de las excursiones solo se pueden hacer acompañados por un guía local, y si se hacen sin guía, hay que comunicarlo a las autoridades del parque. Otra manera de visitar esta zona protegida es en barco, en los circuitos organizados para ver las colonias de lobos marinos.
Aquí hay tiempo para todo y una de las opciones es alquilar un kayak en un día calmado y remar en el Pacífico para ver los llamados lobos finos de Juan Fernández, el único mamífero nativo del archipiélago, que vive en las costas de las islas Robinson y Santa Clara.
El mayor reclamo de la isla es el esnórquel o el submarinismo: meterse en el agua que rodea Robinson Crusoe es como adentrarse en un gran abismo. Hay morenas, platijas, langostas y enormes bancos de palometas. Se puede pasar una tarde haciendo esnórquel o submarinismo con los lobos marinos, unas juguetonas criaturas, que, en especial las más jóvenes, pueden acercarse a curiosear, aunque por prudencia conviene mantener la distancia de seguridad responsable.
Selkirk, la verdadera isla de Robinson
Quien encuentre que a la isla Robinson Crusoe le falta ambiente de náufrago, siempre puede ir a Alejandro Selkirk. Dado que es de más difícil acceso, la visitan pocos extranjeros. Está 181 kilómetros al oeste de Robinson Crusoe y es, sobre todo, una base estacional para unas 25 familias de la isla de Crusoe que se dedican a la pesca de la langosta. Cuando no están trabajando se les puede encontrar jugando al fútbol, reparando los barcos o persiguiendo cabras salvajes. Este es un territorio más montañoso: su punto más alto es el cerro de Los inocentes (de 1.650 metros). Los isleños son amables con los visitantes respetuosos, pero si alguien tiene el capricho o la curiosidad de pasar aquí la noche deberá acampar y llevar provisiones, porque no hay nada. Además deberá asegurarse de organizar el viaje de vuelta de antemano si no quiere acabar aislado en la isla.
Comer, dormir, comprar
Que nadie espere ninguna gran experiencia gastronómica en una isla en la que los recursos son escasos y los turistas ocasionales. Aun así, hay algunas propuestas, como Matemala, un restaurante con encanto en la cima de la montaña, en Crusoe, que prepara platos con ingredientes de locales y cerveza de la casa. O el Bahía, en San Juan, un restaurante familiar que ofrece pescado fresco del día y comidas caseras, y los viernes por la noche anima a los visitantes a unirse a los isleños y jugar al billar. Hay algunas propuestas más sofisticadas, como la de la chef Tamara y su hijo, que abrieron el primer restaurante vegano de la isla y ahora ofrecen deliciosa comida a domicilio preparada en la cocina de su casa. A través de las agencias locales, se puede también organizar una comida con ingredientes de proximidad en una de las pocas granjas ecológicas de la isla con una familia de pescadores del lugar.
También el alojamiento es escaso y sin pretensiones, como la propuesta del Ecolodge Isla Pacifico, moderno, de gestión familiar con habitaciones amplias y cabañas independientes. Su mejor lujo: los desayunos generosos y las vistas a la salida del sol sobre el Pacífico. Otras opciones son la Casa Isla, una residencia creativa en una parte más tranquila del pueblo, hogar de un coleccionista de arte chileno que acoge a artistas en intercambio artístico; o las cabañas Baron de Rodt, tres cabañas rústicas gestionadas por la familia más antigua de la isla. El viajero podrá indagar en la fascinante historia de la isla mientras disfruta de su famoso sándwich de palometa.
Por supuesto, no hay mucho souvenir que llevarse, aunque está permitido extraer el raro coral negro del agua solo cuando se desprende de forma natural y con él hay una artesana local (Brenda Coral) a la que se puede encargar un recuerdo personalizado.
Una última (e importante) pista: en la isla no hay cajeros automáticos ni oficinas de cambio, ni bancos. Apenas se usa la tarjeta de crédito, así que será imprescindible llevarse efectivo.
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