Del sur al norte de Chipre, la antigua isla de Afrodita
Desde Larnaca, la meca del turismo de playa, hasta Varosha y Famagusta, enclaves repletos de historia, un recorrido bañado por el mar en una tierra de paradojas

En pocas brazadas desde una playa de guijarros se llega a la Roca de Afrodita. Según el mito, la diosa griega del amor habría nacido ahí o, si no, cerca. Las olas rompen en ese peñasco y crean espumas, como corroborando su mitológico nacimiento. Pero lo cierto y principal es la belleza de una cala aún no trastocada por el turismo masivo. Estamos en un rincón del sur de Chipre, a una veintena de kilómetros de la ciudad de Pafos y de sus bien conservados mosaicos sepias de la Casa de Dioniso. En cambio, la informe Roca de Afrodita apela a la abstracción. O al sueño. Lo contrario también de la bella y concreta Venus pintada por Leonardo.
La verdad imposible de los mitos a veces genera disputas. La isla griega de Kythira (Citera) no se priva de reivindicar el fabuloso nacimiento de Afrodita en las espumas de su propio mar. Chipre, en ese punto, no se amilana. A escasos cinco kilómetros del pequeño peñón de Afrodita enseñan las ruinas de Kouklia, un sitio arqueológico con los restos de un muro, y algunas columnas rotas. Fueron, eso sí, de un templo dedicado a la diosa del amor. Hoy no faltan por ahí los cardos.
Kouklia y la Roca forman parte de la Ruta Cultural de Afrodita, a la que hay que añadir Citio, el lugar fundacional de la hoy potente ciudad de Larnaca. En Citio encontramos cimientos de otro templo de Afrodita. El resto hay que soñarlo.

Lawrence Durrell escribió Limones amargos (1957) sobre el ser de la isla y sus gentes. También hoy Chipre es tierra de paradojas. No es fútil su división en dos partes, dos repúblicas. Una de ellas, la República de Chipre, de inspiración helénica, religión ortodoxa, y lengua griega e inglesa, es miembro de la Unión Europea. Y otra, la República Turca del Norte de Chipre, el fruto de la invasión turca de 1974. Todavía hay un estado fluido de las cosas, de la identidad y del reparto territorial, bajo la atenta vigilancia de UNFICYP, los efectivos de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz. Lo cual no impide cruzar con facilidad las fronteras de ambas repúblicas. La famosa Green Line, o Línea Verde divisoria, ya ha durado medio siglo.

En julio de 1974 uno cubrió, como decenas de periodistas internacionales, el derrocamiento del arzobispo Makarios, presidente de Chipre, y la sucesiva acción de los paracaidistas turcos invadiendo la isla. Caían al lado mismo del hotel Ledra Palace de Nicosia donde nos alojábamos. Ese alojamiento se convirtió en primera línea de fuego entre militares turcos y grecochipriotas. Después nos llevaron en camiones con bandera de la ONU a Akrotiri, base aérea británica y centro provisional de refugiados. Un avión de la Cruz Roja nos evacuó luego hasta París, desde donde empecé otra vez el viaje. Volando a Ankara. De ahí fui al puerto turco de Adana, donde embarqué rumbo a Kyrenia. Así pisé Chipre por segunda vez en menos de un mes. Nicosia ya estaba partida en dos.
50 años después, el hotel Ledra Palace está cerrado y alambrado. Dentro hay una discreta base de la ONU. Y frente al viejo edificio de color crema, un doble control fronterizo. No hay que confundir ese paso con el que se conoce como el de la Calle Ledra, porque nace en plena zona comercial grecochipriota de Nicosia y va conduciendo, entre tiendas y bares, a la parte turca donde inmediatamente se extiende el bazar. El paso del Ledra Palace también se recorre a pie sin otro problema que enseñar el pasaporte dos veces. Y otras dos al regreso. Pero es como ir por un túnel del tiempo infrecuente. Sorprende ver casi al final del paso la estatua de un burro, hecha con ramas secas. Alguien lo ha puesto como un monumento chocante en esa buffer zone, o zona de amortiguamiento, controlada con discreción por Naciones Unidas. Pero es lo que aún hoy enlaza las dos Nicosias, la del norte y la del sur, y al mismo tiempo los dos Chipres. Ni grecochipriotas ni turcos te ponen un sello de recuerdo en el pasaporte.
Larnaca: algo más que estoicismo
Larnaca cuenta con el mayor aeropuerto internacional de toda la isla. Es una meca del turismo de sol y mar. Aparte de tener un modesto, pero tranquilo, arenal, llamado Kastella, la vida y el jolgorio se centra en Finikoudes. Con sus 600 metros de largo, es la mayor playa urbana de Larnaca, frente a un paseo marítimo con palmeras y una sucesión sin tregua de restaurantes, hoteles y cafeterías.

La sorpresa es que hay hasta dos estatuas de Zenón, el filósofo nacido aquí en el año 336 antes de Cristo, cuando la ciudad se llamaba Citio. Una de sus efigies apenas permite contemplar sus facciones estando montada sobre un largo pedestal. Pero la otra estatua de Zenón, casi al final del paseo, es un espléndido bronce del filósofo vestido con una túnica llena de pliegues.
Internándonos en la vieja Larnaca enseguida se divisa el campanario de San Lázaro, una iglesia ortodoxa construida a finales del siglo IX. No hay problema en visitar su cripta, justo bajo el notable iconostasio, para contemplar el sepulcro vacío del santo resucitado por Jesucristo. Según creen aquí, Lázaro habría podido vivir dos vidas (y morir dos veces). Su segunda vida la pasó, al menos en parte, en esta isla que primero fue católica, luego ortodoxa y, después, islámica. Tras tantos siglos y azares en la iglesia, exhiben como prueba fehaciente una urna de cristal y plata con un fragmento del cráneo del santo y algunos huesos largos como fémures.

Las campanas de San Lázaro se imponen a veces al ruido del tráfico urbano, pero todas las tardes a todo supera la grabación del almuédano que convoca a la oración en la Kebir Tekke, la Gran Mezquita de la ciudad. La mayoría en Larnaca es grecochipriota y cristiana, pero el lugar tiene también una importancia histórica para los musulmanes. En las afueras de Larnaca, en la orilla occidental del lago Salado, se alza uno de los monumentos más apreciados por los musulmanes en general, no solo por los turcochipriotas y los turcos. Se trata de la tumba de Umm Haram (Hala Sultan para los turcos), hermana adoptiva de Amina, la madre de Mahoma. Una pequeña mezquita se alza en un paraje lacustre que presta al sitio un recogimiento y un silencio si acaso vulnerado en invierno, cuando recalan los flamencos rosas en su camino hasta África.

Y en el norte, Varosha y Famagusta
Tampoco hay problema para visitar desde Larnaca la vieja y distinguida villa de Famagusta, en manos de la República Turca del Norte de Chipre. En poco más de una hora por carretera se llega hasta el paso fronterizo de Agios Nikolaos, junto a la base oriental de soberanía que los británicos conservan cerca de Famagusta. Los pasaportes son doblemente controlados, pero no sellados, tanto por funcionarios grecochipriotas como por turcos —y, de nuevo, tanto a la entrada como a la salida—. Pasado el trámite, en media hora escasa te aproximas a Varosha, que es el distrito playero de la ciudad de Famagusta. Hasta la guerra de 1974, Varosha fue un indiscutible destino de lujo y moda del Mediterráneo oriental.
Los grecochipriotas eran los dueños, pero tuvieron que escapar con lo puesto y no han retornado pese a que aún estén en pie sus hoteles, restaurantes, tiendas y viviendas. Hoy son carcasas. Todo ha sido mordido por las medusas del desacuerdo, del tiempo y el salitre. Los grecochipriotas aún guardan los títulos de propiedad de sus casas y negocios, pero rehúsan regresar a Varosha no teniendo claro hasta qué punto se consumaría la devolución de sus inmuebles y parcelas, y las debidas compensaciones. Y como telón de fondo queda la duda: ¿quién se llevará al final el gas y el petróleo del Egeo?

Varosha es ya la Ciudad Fantasma (Ghost Town), como la llamó en 1977 el periodista sueco Jan-Olof Bengtson. La fantasmagoría es lo que sigue siendo verdad. En aquellas arenas doradas Elizabeth Taylor y Richard Burton vivían su relax y su amor incubado en el rodaje de Cleopatra (1963). Y era donde Paul Newman descansaba tras su actuación en el puerto local donde se filmó Éxodo (1960). Todo iba a favor en la mejor playa de la isla de Afrodita si además la escogían Raquel Welch o Brigitte Bardot.
Ahora la soledad de Varosha se quiere atenuar. Los turcos han abierto al baño unos 600 metros de playa, junto al antiguo hotel Golden Sands. Tampoco falta ya un chiringuito visitado por civiles turcochipriotas y oficiales turcos.
A cuatro kilómetros de Varosha te topas con una ciudad amurallada y llena de historia. Es la propia Famagusta, la que fue uno de los principales emporios del Mediterráneo. Una ciudad donde coronaban a los reyes de Chipre, que también lo eran de Jerusalén. Máxime cuando ya los cruzados perdieron Tierra Santa y luego Rodas. Quedan edificios medievales donde rebobinar historias llenas de zozobra y esplendor.
Famagusta fue también donde en su apogeo reinó la Casa Lusignan. Una dinastía originaria de Poitou (Francia) que extendió sus dominios por Oriente Próximo, desde Antioquía a Trípoli. Y que tuvo hasta Jerusalén en el siglo XII. En su repliegue hacia Occidente los cruzados aseguraron en Famagusta una posición ideal. Y los comerciantes venecianos aprovecharon asimismo esta ubicación tan provechosa. Así esplendió el poder económico de Famagusta hasta que el imperio otomano se hizo también con Chipre. Los cruzados replegaron otra vez, y su último bastión fue en Malta.
Aquí vemos lo que luce y queda, ruinas, pero que ya no van a caer más. Como el palacio del Provveditore, sede asimismo de los monarcas Lusignan, con sus arcos que conducen a un vacío lleno de chocantes remembranzas. Este palacio sirvió hasta de prisión en tiempos británicos.

El foco hoy de Famagusta se pone en Namik Kemal Square, la plaza mayor. Impresiona ahí la que fue catedral de San Nicolás hasta 1571, cuando los turcos la reconvirtieron en Lala Mustafa Pasha, la principal mezquita urbana. Los turcos vaciaron lo que había sido hasta entonces una voluntariosa copia de Notre-Dame de París. Quedan sus torres rectangulares junto a las que se alza el alminar blanquecino. En el interior resiste su teoría de ojivas, pero las naves se fundieron desde entonces en un solo objetivo, mirar sin interrupciones hacia la alquibla. Al salir de la mezquita, a la derecha, un sicomoro da sombra, y a veces higos, con sus ramas potentes. Dicen que el árbol tiene la edad de la misma catedral de San Nicolás.
Otra mezquita, la de Sinan Pasha, se alza con su mole del siglo XIV sobre la iglesia gótica de San Pedro y San Pablo. En su tiempo los ingleses pusieron ahí un pósito de grano. Y aún espera una mirada la apartada iglesia de San Jorge el Exiliado, un templo nestoriano que pasó por devenir establo de camellos. No hay que confundirlo con San Jorge de los Griegos. En Famagusta llegó a haber más de 300 iglesias cristianas.
Y para torre original, la de Otelo, que en realidad es un pequeño castillo que cuenta con la superchería de que inspiró nada menos que el drama de Shakespeare. A la torre Otelo solo le falta un fantasma. Quizá fuera cierto que habitó el sitio un gobernador veneciano de Chipre llamado Cristoforo Moro, y que por celos habría asesinado a su esposa.
No falla en cambio la realidad arqueológica que se encuentra en las afueras de Famagusta. Se trata de Salamina, una ciudad romana construida entre el siglo I a.C. y el IV de nuestra era. Parece un cuadro de Giorgio de Chirico con sus columnas de un mármol cegador, con su anfiteatro donde solo falta empezar la función, y al terminar ir a las termas.

Antes o después llega el tiempo del refrigerio. En Famagusta no faltan restaurantes con jardín para adentrarse en la cocina turca, empezando por los entremeses (mezé) y continuando acaso con un kebab. Uno no olvida el tema esencial de la bebida. Nada mejor con este clima que el ayran; restablece el equilibrio fluido del viajero. Es yogur aguado y un poco salado, y al de Famagusta le echan un toque de menta espolvoreada.
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