Chipre del Norte: viaje a un país que no figura en los mapas
El tercio nororiental de la isla mediterránea, constituido en un Estado en 1974 que solo reconoce Turquía, atesora la esencia turca entre playas, monumentos y algún paraje inquietante
Nicosia es la única capital del mundo que continúa dividida. Concertinas, bidones coronados por sacos terreros y garitas militares cortan súbitamente las calles de su amurallado centro histórico para crear una frontera física que se extiende más allá de la ciudad y recorre, de costa a costa, la isla de Chipre. Al sur, la República de Chipre, miembro de la Unión Europea, donde se habla griego y la moneda es el euro. En la zona septentrional, la autoproclamada República Turca del Norte de Chipre, un Estado que no figura en los mapas y solo es reconocido por Turquía, el país que invadió, en el verano de 1974, esta parte del territorio. Aquí, la lengua y la moneda son las turcas. Hasta 2003, cruzar la que fue bautizada eufemísticamente como “la línea verde” era un imposible. Aquel año se abrió el tránsito, aunque con restricciones que, poco a poco, se han flexibilizado hasta que hoy, casi 49 años después de que se dibujara aquella singular frontera, viajar a este país que no existe es tan sencillo como enseñar el pasaporte en los puestos policiales de ambos lados.
El punto más habitual para hacerlo en Nicosia es la calle Ledra, una vía peatonal que en la parte grecochipriota es una rectilínea sucesión de comercios y establecimientos de comida rápida, entre los que sobrevive algún café y restaurante tradicionales. Este escenario cambia cuando se pisa Chipre del Norte. La calle se vuelve sinuosa y la ocupan locales de comida turca, casas de cambio y tiendas donde comprar tabaco y alcohol más baratos. Al poco sale al paso Büyük Han, un antiguo caravasar en cuyas galerías han encontrado cobijo tiendas de artesanos y restaurantes. Y, poco más allá, la pretérita catedral gótica de Santa Sofía, que los otomanos, tras conquistar la isla en el siglo XVI, reconvirtieron en la mezquita Selimiye tras añadirle puntiagudos minaretes y despojarla de cualquier simbología cristiana. También hay restos de las murallas; estatuas del considerado padre de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk; antiguas mansiones y la hermosa Rüstem Kitabevi, donde curiosear libros de segunda mano.
Más allá de sus murallas históricas, la Nicosia turcochipriota se convierte en una ciudad impersonal que invita a dirigirse al norte, hacia Girne (Kyrenia para los grecochipriotas), la principal ciudad turística de esta parte de la isla. Antes de llegar, encaramado a la montaña, reclama su protagonismo el castillo de San Hilarión. Dicen que sus ruinas, retorcidas por los dictados del agreste terreno, sirvieron de inspiración a Walt Disney para dibujar el castillo de la Bella Durmiente. Por sus almenas no hubo ningún príncipe azul, sino la dinastía francesa de los Lusignan, que gobernaron estas tierras en los belicosos tiempos de las cruzadas con la vista puesta en la cercana Tierra Santa.
Pocos kilómetros después se entra en Girne a través de una sucesión de impersonales edificios modernos que descienden hacia la costa hasta llegar a su viejo puerto, que aún conserva su encanto mediterráneo pese a estar copado de restaurantes que despliegan sus mesas junto a los veleros que ofrecen paseos turísticos por la costa. La tranquilidad que se respira en él se la aseguró durante siglos el rotundo castillo que aún se levanta junto a la bocana y cuyos muros se esfuerzan en recordar que la ciudad fue zona de paso rumbo a la conquista de Jerusalén o de retirada tras la derrota.
Desde aquí se puede ir hacia el oeste, atravesando la llanura, a Güzelyurt (Morfou), en cuya plaza se levanta la iglesia de San Mamés, el mártir cristiano al que se representa a lomos de un león y que da nombre al campo del Athletic de Bilbao. En el interior, junto al muro y bajo coloridas pinturas murales y recargadas lámparas, está su sepulcro, del que rezuma un líquido que, aseguran, tiene propiedades milagrosas.
Siguiendo el viaje hacia el este se abren dos rutas. La primera sigue la línea de la costa norte para adentrarse en la península de Karpas (Karpasia), cuyos 70 kilómetros de longitud dibujan el puntiagudo apéndice que destaca en el mapa de Chipre. Es un recorrido salpicado de playas de aguas cristalinas y vetustas iglesias ortodoxas. En esta costa se abre la playa de Alagadi, conocida como la bahía de las tortugas porque en ella desovan. Si hay suerte, se puede presenciar a la puesta del sol la suelta de crías por parte de conservacionistas.
La otra ruta hacia esta parte de la isla se adentra en el interior y recorre la llanura de Mesaoria rumbo a la costa este, donde se acomodan en pocos kilómetros tres lugares singulares. El primero son las ruinas de la antigua ciudad romana de Salamis. A solo ocho kilómetros hacia el sur surge Gazimagusa (Famagusta), que aún guarda parte del esplendor que, a finales del siglo XIII, comenzó a atesorar después de que los cruzados perdieran su última gran fortaleza en el reino de Jerusalén y convirtieran Chipre en su refugio y en paso obligado del comercio en el Mediterráneo. Sus defensas y 15 baluartes siguen en pie a pesar de haber sufrido largos asedios antes de su caída en poder del Imperio Otomano. No tuvieron tanta suerte muchas de las iglesias que salpicaban la ciudad. De algunas solo quedan los esqueletos de sus altos ventanales. Otros templos pasaron a ser mezquitas. Es lo que ha ocurrido con la catedral, cuya fachada inspirada en la de Reims (Francia) ya no da paso a un altar mayor, sino al mihrab que marca la dirección de La Meca. Alrededor han brotado tiendas de recuerdos y restaurantes que ofertan carne a la brasa. Algunos llevan nombres de personajes del Otelo de William Shakespeare para rememorar que en Gazimagusa vivió Cristoforo Moro, el noble veneciano que con el asesinato de su esposa por celos inspiró al escritor inglés.
Al sur de la teatral ciudad se levanta el lugar más inquietante de la isla: la playa de Maras (Varosha). Este arenal fue a mediados del siglo XX el principal destino turístico de Chipre al que acudían estrellas de Hollywood como Paul Newman o Elizabeth Taylor. Sin embargo, desde la invasión turca es una ciudad fantasma. Una verja con amenazantes cartelones rojos en los que aparece dibujado un soldado recuerda que está prohibido entrar. No obstante, es posible bañarse en las playas que la flanquean mientras se contempla el sinsentido de sus calles, edificios y hoteles abandonados desde hace medio siglo.
De vuelta a Girne, la carretera se encarama a la cordillera Beşparmaklar (o de los Cinco Dedos) buscando de nuevo la costa norte. En la ladera que desciende hacia el mar se acomoda Bellapais, un pueblo célebre por una construcción y un escritor. La primera es la abadía de Belle Paix (“hermosa paz”, en francés), convertida en unas exquisitas ruinas. El segundo es Lawrence Durrell, quien vivió aquí entre 1953 y 1956, bajo dominio británico. La que fuera entonces su casa luce orgullosa una placa que recuerda que allí se inspiró para Limones amargos, en el que rememoró su paso por la isla. En sus páginas, el autor inglés habla del “árbol de la ociosidad”, cualidad que confería “a todos los que se sientan bajo él”. Ahora, este literario símbolo arbóreo da sombra a las mesas de una cafetería desde las que contemplar lo que queda del claustro y rememorar las palabras con las que arrancaba Durrell su libro: “Los viajes, como los artistas, nacen, no se hacen”.
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