Karinna Soto: “Vivir en la calle es estar escondido a la vista de todos”
La ingeniera chilena impulsa un cambio de mirada sobre el sinhogarismo en América Latina: dejar de verlo como un fracaso individual y entenderlo como un reflejo de las brechas sociales, económicas y urbanas de la región

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“Las condiciones para vivir en la calle cambian según el lugar del mundo donde estés”, dice Karinna Soto, ingeniera chilena y una de las voces más reconocidas en su país sobre el sinhogarismo, la situación de vivir en la calle o carecer de un hogar permanente. “En muchos países del hemisferio sur, en Latinoamérica o en África, es mucho más dura, porque los apoyos sociales son muy precarios”, explica.
En Chile, Soto es cofundadora de la Corporación Nuestra Casa, una organización que ofrece viviendas compartidas y acompañamiento a hombres jóvenes que buscan salir de la calle. También dirige Juntos en la calle, una red de organizaciones perteneciente a la alianza chilena de la Corporación 3xi, la CPC y la Comunidad de Organizaciones Solidarias. Lleva más de 25 años dedicada a estudiar, diseñar y acompañar políticas públicas para personas sin hogar, y este año lanzó El país de las carpas, un libro que reúne testimonios sobre vivir en la calle en Chile.
Su trayectoria la ha llevado a recorrer América Latina, a vivir en Haití y a colaborar con organizaciones y gobiernos para mejorar las políticas dirigidas a las personas sin hogar en Uruguay, Costa Rica, Brasil, Argentina y Colombia. Además, forma parte del Institute of Global Homelessness, un centro de referencia mundial en la erradicación del sinhogarismo. Desde esa mirada comparada, explica que, en el hemisferio norte, las redes de protección social reducen las probabilidades de llegar a esa situación. “Hay lugares donde puedes ducharte, recibir apoyo psicológico e incluso acceder a una vivienda”.
Esa diferencia, advierte, se amplía en las ciudades latinoamericanas con alta segregación y bajos ingresos, afectadas por el narcotráfico, la informalidad laboral y la falta de acceso a una vivienda. A ello se suman los efectos del cambio climático, que han empujado a comunidades a perder sus viviendas.
“La persona promedio que vive en la calle en América Latina ha sido un hombre joven, entre 43 y 47 años, y ha tenido hijos que no están a su cargo. Muchos han sido pobres desde niños y trabajan todos los días, aunque no en el empleo formal. La mitad mantiene consumo de alguna sustancia, alcohol u otras, tiene menor índice de escolaridad y ha adquirido enfermedades crónicas, por ejemplo, de salud mental”.
“Una fotografía de lo que los países no han logrado resolver”
Con todo, Soto insiste en que la situación de calle no responde solo a trayectorias personales. “Es una fotografía de lo que los países no han logrado resolver”, explica. Si en Estados Unidos son los veteranos de guerra y en Europa del Este los trabajadores migrantes, en Latinoamérica, indica, son los adultos jóvenes que quedan fuera de las políticas sociales. “Nuestra política social está muy feminizada: cuando se rompe un hogar, las mujeres suelen quedarse con la vivienda y los hijos, mientras los hombres quedan sin red, moviéndose de un lugar a otro para dormir”.
Ese perfil, sin embargo, se ha diversificado a consecuencia de la migración sin precedentes desde Venezuela, Haití y Centroamérica, impulsada por la inestabilidad política, la falta de oportunidades y el aumento del costo de la vida. “Nuestros países no están preparados para recibir tanta gente. Muchos migrantes terminan en asentamientos informales, como campamentos, o en la calle”, dice. Al mismo tiempo, la calle ha comenzado a mostrar otro rostro: “Hoy vemos más mujeres: en Chile el último censo muestra que casi un 19% son mujeres, diez puntos más que hace una década”. Esta presencia ha crecido por el impacto del consumo de drogas entre las jóvenes.
El fenómeno, continúa, no puede reducirse a la pobreza individual: “La calle es, sobre todo, un problema urbano. Refleja las brechas en el acceso a la vivienda, la falta de coordinación de las políticas sociales y la profunda desigualdad entre los territorios en una misma ciudad”.

Temer a lo desconocido
Karinna Soto creció en Rancagua, una localidad minera situada a poco más de ochenta kilómetros de Santiago, y fue criada por sus abuelos maternos luego de que sus padres, adolescentes, no pudieran hacerse cargo de ella. “Mi abuelo tuvo una vida difícil en el sur, como la de muchos niños pertenecientes a pueblos indígenas que emigraron rápidamente a una ciudad grande. Tuvo que trabajar en la calle y alguna vez también vivió en la calle”, recuerda. “De él aprendí que ninguna vida es insondable, que a pesar de la historia que uno porte, es posible cargar también con otras cosas: el valor de la esperanza, de la familia, de la comunidad”.
Años más tarde, comprendió que su historia la unía con las personas sin hogar y le daba una forma de entenderlas desde adentro. Desde entonces, su trabajo en Nuestra Casa y en Juntos en la calle ha estado guiado por esa experiencia temprana, que le mostró cómo la exclusión nace de fracturas familiares, sociales y económicas entrelazadas.
Pregunta. Para usted, ¿qué significa estar en la calle?
Respuesta. Es mucho más que no tener techo; eso es solo la punta del iceberg. Estar en la calle es estar escondido a la vista de todos; es haber elegido, por un lado, y no haber podido elegir otra cosa. Significa estar expuesto a riesgos que hoy son mortales. En ciudades latinoamericanas, tenemos violencia callejera, asesinatos, crímenes de odio. Las posibilidades de morir por una enfermedad básica son mayores. Un líder de nuestra organización solía mostrar un paquete de antibióticos y decir: “En Chile esto cuesta dos dólares; eso vale prevenir una muerte en calle”. La mayoría muere por infecciones que en una casa serían tratables. Pero, sin domicilio, no accedes a salud, ni tienes dónde recuperarte. Por eso la esperanza de vida de las personas en calle es hasta treinta años menor.
P. ¿Por qué hay personas que salen de la calle y otras que no?
R. Depende mucho del tiempo que lleven ahí. La calle deteriora, explota y mata: es un universo de riesgos múltiples. Cuanto más tiempo pasas en ella, más difícil es volver. No solo pierdes salud: pierdes confianza, vínculos, expectativas. En Latinoamérica, hay hombres y mujeres que han vivido desde la infancia en contextos de pobreza, falta de educación, maltrato, desnutrición, violencia, incluso abuso y explotación. Cuando ves a alguien de 30 años en la calle, muchas veces ha pasado 20 sumergido en exclusión. Nadie sale de eso en un día. Se necesita acompañamiento, estabilidad y políticas de largo plazo.
P. ¿Qué soluciones son urgentes y posibles?
R. Siempre hablamos de tres claves: datos, colaboración y vivienda. Lo primero es saber quiénes son las personas que viven en la calle y qué necesitan. Las soluciones más efectivas son las comunitarias, barriales, donde participan actores públicos y privados. Ningún sector puede resolverlo solo: se necesita una mesa común entre el Estado local, las organizaciones sociales y las empresas. Pero nada funciona sin vivienda. Sin un techo disponible, cualquier esfuerzo tiene bajo impacto. En América Latina, muchas personas podrían pagar un arriendo; por eso es necesario que las políticas incluyan una cuarta dimensión: la participación directa de quienes viven en la calle en sus propias soluciones. Ya no podemos generar respuestas verticales, sabiendo que existe una población que tiene voz, fuerza, trabajo y familia. Dejarlos afuera, como si no pudieran colaborar, es un error. Y eso podría ser lo más distintivo de lo que hagamos en la región respecto del mundo.
P. ¿Qué políticas han demostrado funcionar?
R. La más efectiva se llama “Housing First” o “Vivienda Primero”. En Chile, Uruguay, Brasil y Costa Rica llevamos años impulsándola. Poner la vivienda en primer lugar, y no al final, permite ahorrar enormes costos sociales. El modelo tradicional, conocido como “escalera”, plantea que la persona debe ir superando etapas, como dejar las drogas, conseguir trabajo, atender su salud, para recién después acceder a una vivienda. Pero no puedes pedirle a alguien que se rehabilite, que busque trabajo o que recupere su salud si no tiene un lugar donde dormir. Una vez que tienes un techo, puedes pensar en lo demás: higiene, seguridad, vínculos, comunidad.
P. ¿Por qué incomoda ver a alguien en la calle?
R. Tememos lo que desconocemos: vivimos en sociedades que nos han hablado de lo malo que es el otro o el extranjero, que nos han enseñado a desconfiar de lo que está fuera de nuestras rejas y a pensar que la bondad solo habita en lo íntimo o en lo conocido.
P. ¿Cree que puede cambiar?
R. Las nuevas generaciones, y lo veo en mi hijo, son más abiertas, menos cargadas de prejuicios y con estructuras menos rígidas. Tengo la certeza de que podrán construir sociedades en las que todos tengamos un lugar donde habitar.
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