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Un viaje invencible por el condado irlandés de Sligo entre playas, puertos y castillos

La costa oeste de este territorio de Irlanda regala un patrimonio paisajístico e histórico de hermanamiento con España por la Armada Invencible. Un destino indispensable para cualquier viajero amigo de conocer lugares más allá de los convencionales o las capitales internacionales

Sligo
El castillo Classiebawn, en Sligo (Irlanda).Rafal Rozalski (Alamy / CORDON PRESS)
Juan Navarro

Verde por todas partes, cerveza rebosante en los pubs, gentes amables y sonrientes, paisajes asombrosos e historia apabullante. El condado de Sligo, en el oeste de Irlanda, cuenta con todos los ingredientes para convertirse en un destino indispensable para cualquier viajero amigo de conocer lugares más allá de los convencionales o las capitales internacionales. Dos advertencias, nada más, antes de emprender esta aventura: la primera, no olvidar que allí conducen al revés —no se te ocurra debatir con ellos sobre quién es el equivocado—, y la segunda, pronunciar bien el nombre. Da igual la calidad de tu inglés si les obsequias con un fino Eslaigo. La conexión hispanoirlandesa y el legado de la Armada Invencible en esa costa oeste de la isla harán el resto para facilitar el éxito de la estancia.

Estos parajes, a unas tres horas escasas en tren de Dublín, cuentan con una lejanísima afinidad con España, de modo que basta con escuchar nuestro idioma o nuestro marcado acento en las incursiones en su lengua para que los nativos acojan con cariño al visitante. Todo viene de 1588, cuando tres navíos de la Armada Invencible —Santa María de Visón, La Lavia y La Juliana— se hundieron allí tras rodear la isla al fracasar su empeño de derrotar a los ingleses. Como aquello de “los enemigos de mis enemigos son mis amigos” funciona desde tiempos inmemoriales, Irlanda acogió bien a ese país tan opuesto en lo climatológico y geográfico pero parecido en la forma animosa de ver la vida. No se sorprendan si encuentran banderas de España por esas calles, sobre todo en septiembre, cuando se homenajea a los 1.100 marinos muertos en aquellos naufragios y bajo el acero de los soldados ingleses.

La historia se convierte en uno de los ejes para justificar una escapada a Sligo. La Armada Invencible cuenta con un pequeño museo en el pueblo de Grange, a unos 15 minutos de la ciudad que da nombre al condado. Allí hay una asociación volcada en dar a conocer la memoria de este Ejército caído que trató de ayudar al pueblo irlandés y allí informarán de los lugares clave para visitar si al turista le estimula este periodo. Puestos a adentrarse en el tema, el Tower Museum de Derry y el Ulster Museum de Belfast acogen exposiciones permanentes.

Puente sobre el río Garavogue, en la localidad irlandesa de Sligo.
Puente sobre el río Garavogue, en la localidad irlandesa de Sligo.Vincent Lowe (Alamy / CORDON PRESS)

Un lugar indispensable, y cercano, son los restos de la abadía de Staad, hoy terreno dominado por las vacas y donde un muro de piedra, único vestigio en pie, permite rememorar al capitán naval Francisco de Cuéllar. Este marinero sobrevivió al bravo mar y a los fieros ingleses y llegó al monasterio esperando ayuda, pero allí se encontró con 12 colegas españoles ahorcados. De Cuéllar, un desconocido en España pero reverenciado en el oeste irlandés, da nombre a una ruta que abarca varias localidades de esta zona, pues por allí anduvo en busca de socorro y valientes contra la opresión invasora de Inglaterra. La ruta de De Cuéllar se puede cubrir en coche, parando para patear los lugares y paisajes más emblemáticos, pero gana un punto extra si se recorre a pie o en bicicleta, un ejercicio extra para vivir la experiencia en estos lares.

Restos de la abadía de Staad, en el condado de Sligo (Irlanda).
Restos de la abadía de Staad, en el condado de Sligo (Irlanda).Gareth McCormack (Alamy / CORDON PRESS)

Muy cerca se encuentra también la playa de Streedagh, arenal contiguo a la bahía donde los barcos imperiales sucumbieron. Desde allí se vislumbra el océano Atlántico, azota el viento y llueve con frecuencia: el verde de los prados no es casualidad. Darle la espalda al agua pone ante los ojos las elevadas montañas y acantilados a apenas unos kilómetros, un macizo rocoso para los aventureros e igualmente atractivo para los amigos de la naturaleza o la fotografía. Las cámaras resultan aliadas indispensables para estos días, al igual que un adaptador trifásico para cargar los dispositivos electrónicos, detalle crucial.

La otra Sligo

Una vez cubierto el cupo histórico, también hay mucha Irlanda que disfrutar por aquí. La ciudad de Sligo, de unos 20.000 habitantes, cuenta con un bullicio diario muy superior porque alcanza las 80.000 personas, pues atrae a muchos trabajadores de los alrededores. La urbe permite un paseo tranquilo para verla tranquilamente en un día y caminar entre sus avenidas floridas, con mucho macetero de animosas petunias o iglesias que ilustran el pulso religioso mantenido durante décadas entre católicos y protestantes. Cada uno de los templos muestra sus características, y aún hay notables diferencias, tanto de cómo se financiaron sus respectivas construcciones como de la afluencia popular. Hay alguna con sus adornos visibles desde el exterior y otras con tumbas rodeándola. Acercarse por la noche a la catedral de San Juan, de fe irlandesa, tiene su punto de morbo: allí yacen los abuelos del escritor Bram Stoker, creador del mito de Drácula, pues su madre se crio en esta parte de la isla. Más tumbas: la del escritor romántico William Yates, en la cercana Drumcliffe, objeto de peregrinaje para miles de personas anualmente. Más años tiene el cementerio megalítico de Carrowmore, con dólmenes, tumbas de corredor y círculos preparados por los habitantes de hace milenios.

El paseo John Fitzgerald Kennedy, ilustre presidente estadounidense con ascendencia irlandesa, canaliza el recorrido por Sligo. Al lado, un pequeño río cuya superficie casi negra recuerda a la cerveza Guinness, patrimonio líquido e inmaterial irlandés. Las tabernas y pubs se convierten en otra parada ineludible del viaje, con pintas de esta densa y negra bebida resbalando por el gaznate de locales y foráneos. Para los menos iniciados, también hay opciones más ligeras. La Smithwick’s, común en muchos grifos, es una cerveza roja asequible para muchos paladares, al igual que la Coors, más ligera y refrescante. Más nostalgia hay en lo gastronómico, con algún restaurante que sí ofrece guisos o platos de carne potables para el exquisito paladar mediterráneo. Los platos preparados de los supermercados o los establecimientos de comida rápida dan para lo que dan, pero pueden salvar algún momento crítico.

Surfistas en la playa de Strandhill, en Sligo.
Surfistas en la playa de Strandhill, en Sligo.Mark Henderson (Alamy / CORDON PRESS)

El puerto de Mullaghmore y un castillo de película

Los horarios de estas tierras, con poco ambiente ya a partir de las diez de la noche, obligan a exprimir más el día. O sea, madrugar. Bien lo merece la playa de Mullaghmore, inmersa en una bahía con dos lagos donde pacen y chapotean vacas de buen vivir y muy cotizadas en las cocinas locales. El pequeño pueblo cercano, adonde se accede con un paseo de una hora escasa desde la carretera principal, regala tranquilidad. Un puerto permite ver las vistas de la arena, el mar, el verde y las altísimas montañas rascando los cielos que, en caso de no nublarse, tiñen con su luz la estampa. Da hasta escalofríos ver a jubilados que, como si nada, se bañan en esas aguas a 15 grados en verano y muchos menos el resto del año. Deben de tener la circulación de maravilla. Los pescadores de langostas, muchas de ellas servidas después en Francia o España, bucean con ganas.

Vista del castillo de Classiebawn, en el condado irlandés de Sligo.
Vista del castillo de Classiebawn, en el condado irlandés de Sligo.Dave G Kelly (GETTY IMAGES)

Una de las imágenes más reconocibles de Sligo es el atardecer o amanecer junto a un castillo alzado sobre esos riscos. Cuidado, la fortaleza es privada y uno se puede llevar un chasco si intenta acceder. Eso sí, desde los acantilados se ve la silueta de las almenas y la impresionante construcción desde lo lejos. El aire libre y fresco inunda los pulmones y reconcilia con el mundo, de igual manera que la simpatía de los lugareños permiten lo propio con la humanidad. La dueña del castillo, muy amable en la panadería del pueblo, alaba la educación española y sonríe cordial porque le han dejado pasar, cargada con sus bolsas, rumbo a su envidiado refugio.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, buscándose la vida y pisando calle. Grado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS. Autor de 'Los rescoldos de la Culebra'.

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