Qué hacer 24 horas en Funchal: té con ‘queijoada’, un jardín tropical en las alturas y arquitectura racionalista
La capital de Madeira sigue siendo el punto de partida perfecto para explorar una isla que ha conseguido posicionarse como potente destino turístico sin renunciar a sus raíces, a partir de una sólida defensa de las señas de identidad
La diseñadora de interiores madeirense Nini Andrade Silva suele decir que no sigue tendencias, que prefiere crearlas. Ella representa bien el espíritu de Funchal, la capital de Madeira, una isla que a lo largo de la historia ha creado varias de ellas. Ocurrió con el azúcar en los siglos XV y XVI y con el vino en el XVII. Este último fue tan importante que hasta la independencia de Estados Unidos el 4 de julio de 1776 se celebró brindando con vino de Madeira. Y ocurrió con el instrumento llamado braguinha, fuente de folclore y memoria, con el que cargaron los hombres que emigraron a Hawái, donde acabó llamándose ukelele y abriéndose al mundo. También con los bordados tradicionales que perfeccionaron las mujeres trabajadoras para sacar adelante a sus hijos, solas, y que acabaron cautivando a referentes de la alta costura como Chanel y desfilando en París.
Qué duda cabe que esta isla ha conseguido posicionarse como potente destino turístico sin renunciar a sus raíces y a partir de una sólida defensa de las señas de identidad que en el pasado la hicieron unas veces rica y otras no tanto, sacando partido de sus periodos luminosos y los comprometidos, conservando una esencia inconfundible, fresca, natural en la gastronomía, ensalzando pequeños destellos de modernidad arquitectónica y suspendiendo, eso sí, en el cuidado de un paisaje natural que, en algunos enclaves, lamentablemente, ha sido entregado a la especulación inmobilaria.
Madeira no solo encandila al viajero común sino también, por ejemplo, a los productores de La Guerra de las Galaxias y su actual director Taika Waititi, que han elegido, y con qué buen criterio, cuatro de sus rincones para rodar el Episodio X de la saga más famosa de la historia de la ciencia ficción en el cine. Es en parajes como el de Fanal, Ribeira da Janela o Porto Moniz, cuando se da la razón a los navegantes y exploradores portugueses que avistaron desde las carabelas una floresta tan sublime y exacerbada que no tuvieron más remedio que bautizarla con el inevitable nombre de “madera”.
9.00 Empezar con un té
Para una temprana toma de contacto con el centro de Funchal resulta ideal la Loja do Chá (1), en cuya terraza (si hay sitio y sombra) se puede tomar té autóctono recordando la intensa relación de la isla con un producto que ya se ha empezado a producir aquí. Para acompañar la historia hay también queijoada (pastel de queso) y pastéis de nata, claro. Desde mediados del siglo XV, debido a la línea comercial con China, la corte portuguesa tenía mucho aprecio por el té, de ahí que en portugués se le llame cha. Luego, en abril de 1662, Catalina de Braganza se casó con el rey Carlos II. Ella fue quien promocionó en Inglaterra el ritual de tomar el té a las cinco de la tarde (algo que en Madeira fue habitual durante siglos), con tanta pasión que aún se le recuerda como la “drinking tea queen”.
En la tienda Gastelu Ferreira (2) esperan souvenirs gastronómicos de nivel: no faltan el bolo de mel, ni la ginja (licor de guinda), ni la miel de caña de azúcar ni el funcho (hinojo en español) que da nombre a la ciudad. Si hay que regalar algo es recomendable el bolo de mel, más que nada porque suele durar ocho meses. En Madeira lo come todo el mundo, y todo el mundo tiene una receta diferente. Está pensado para compartir y para partir con las manos.
A pocos pasos queda la catedral de Funchal (3), tremendamente importante por la riqueza de un interior que contrasta con la austeridad exterior, propia del gótico mendicante. El rey don Manuel I (también Duque de Beja y Viseu) deseaba algo hiperbólico y la decepción que sintió al ver la sobriedad del edificio hizo que se desviviera por reenviar donativos que sirvieran para enaltecer el interior, un objetivo reflejado en los dos retablos y en el techo de estilo mudéjar de la nave central.
11.00 Un museo insólito
La cercana Praça do Município también tiene su interés. Para empezar por el inconfundible pavimento de piedra cuyo diseño imita las olas que rodean la isla. Aquí están el Palacio de Justicia, la iglesia de San Juan Evangelista (4), ejemplo del manierismo del siglo XVII, y el Museo de Arte Sacro (5), a donde se debe de entrar.
Fundado en 1955, este museo supone algo insólito en el mundo por la colección de pinturas flamencas de los siglos XV y XVI que atesora, fruto todas ellas del intercambio de azúcar y arte que se llevó a cabo entre Madeira y Flandes durante el llamado Siglo del Oro Blanco. La caña de azúcar, traída de Sicilia o Valencia por orden de Enrique el Navegante en los primeros momentos de la colonización, conquistó rápidamente la costa meridional de Madeira, donde se produjo la primera cosecha. El azúcar era oro soñado por toda Europa, y el archipiélago portugués era uno de los puntos estratégicos donde se plantaba. Así se creó un nombre en el mercado internacional y, gracias a sus virtudes nutritivas y medicinales, fue ganando reputación. Comerciantes de Malinas, Lovaina, Amberes o Brujas empezaron a negociar y a pagar con arte y, posteriormente, a instalarse en Madeira. El museo, instalado en un Palacio Episcopal del siglo XVI, reúne obras atribuidas a maestros flamencos como Jan Provoost, Joos van Cleve o Gerard David. Adoraciones, anunciaciones, trípticos, esculturas de la escuela de Malinas y una cruz procesional, obra cumbre de la orfebrería manuelina portuguesa, maquillan una visita que supone una estupenda lección de historia.
12.00 Tiendas y mercado
Pasear por el centro histórico de Funchal conlleva hallazgos en forma de tiendas tradicionales, como la Fábrica Santo António (con una rica variedad de galletas: de miel, de jengibre, etcétera) (6); clásicos colmados de otra época, como Pérola du café (7) y Pretinha do café (8); y, cómo no, el tan concurrido Mercado dos Lavradores (9), interesante para familiarizarse con la arquitectura de Edmundo Tavares, que desplegó en este edificio su mejor obra en los años cuarenta bajo una clara influencia del art déco y del movimiento moderno e introduciendo un nuevo lenguaje en la arquitectura insular hasta entonces desconocido. Es la obra cumbre del llamado periodo del estado novo (época de la dictadura de Salazar) y se considera un edificio transmisor de identidad madeirense.
En la misma línea constructiva se encuentra el vecino Liceo Jaime Moniz (10) y en otra línea mucho más neoclásica y anterior, el edificio del Banco de Portugal (11), en la vertebradora avenida Arriaga, un paseo que nos habla de cuando Madeira empezaba a consolidare como destino vacacional terapéutico y atrajo a celebridades como la emperatriz Sissí, que se quedó además prendada del sabor de los plátanos autóctonos. Precisamente plátanos y muchas otras frutas (algunas muy significativas como la pera-melón, el maracuyá-banana, la fruta del dragón o el tomate inglés, que ni es tomate ni es inglés, pero da igual) sobran en el mercado, hoy concebido para que las hordas de turistas hagan fotos y compren a ser posible todo. Más conmovedora resulta la historia de las bordadoras de Madeira que puede aprenderse en Bordal (12), casa de bordados en pie desde 1962, la dignificación de un oficio completamente artesanal.
14.00 Hora de comer
La estrecha pero colorida Rua Santa Maria es conocida por sus puertas pintadas (acción promovida por el proyecto Arte Portas Abertas, llevado a cabo por alumnos de la Escuela de Arte) y por sus opciones gastronómicas y festivas. Es la calle para doctorarse cum laude en el mundo de la poncha (aguardiente, azúcar, naranja...) y otras variedades como la nikita (vino blanco, cerveza y ¡helado de piña!), pero eso casi mejor luego, al anochecer. Para probar gastronomía tradicional madeirense (pez espada, bacalao, pulpo, leitao...) está Já Fui Jaquet (13), un clásico actualizado.
En este punto, hablando de gastronomía, es preciso abrir un paréntesis. La comida oficial de Madeira es la espetada de carne a la brasa atravesada por una gruesa rama de laurel. Para degustarlo comme il faut se recomienda hacerlo en el campo. Para ello, no hay nada como una excursión en jeep por las alturas de Madeira con comida tradicional incluida —bolo de caco, espetada a la brasa, queijoada... al aire libre, imitando el modus operandi de las familias autóctonas y refinando el concepto pícnic con barbacoa— y visitas a miradores como el de cabo Girao (a 589 metros de altura, de los mejores miradores de Europa) (14), la playa de arena volcánica de Seixal (según la plataforma European Best Destinations, la tercera mejor playa de Europa) (15) y las impresionantes montañas verdes con vistas al mar de Fanal.
Si se opta por algo más contemporáneo y vibrante existe la posibilidad de acudir al restaurante del Design Centre Nini Andrade Silva (16), inteligentemente encajado en lo alto de un fuerte original del siglo XV con inmejorables vistas al mar. En la planta de abajo está el centro expositivo que recuerda los logros de la diseñadora y su colección Garotos do calhau (niños del guijarro), nombre que recibían los chavales que recorrían las playas de guijarros de la isla mostrando a los turistas el arte de la Mergulhança (un especie de buceo llevado a cabo ante los barcos que atracaban en la bahía de Funchal y que les permitía alcanzar las monedas que los turistas lanzaban al mar). Estos garotos eran auténticos acróbatas que, además, medio desnudos y desaliñados, se acercaban a los cruceros de la época para vender productos típicos e incluso muebles, suplicando a los cruceristas acaudalados, que no pisaban la isla pero que traían dinero. Claro está, se marchaban cargados. Nini Andrade Silva adoptó este nombre y lo convirtió en un símbolo de arte, cultura y belleza. Garouta do Calhau devino una marca y el nombre de su fundación.
16.00 Un jardín tropical en las alturas
Es hora de tomar el teleférico y subir a conocer un mundo aparte en las alturas de Funchal: el Monte Palace Madeira (17). En ningún otro lugar de la ciudad la naturaleza alcanza la sólida imperfección de lo puro y de lo exótico como en este jardín tropical. Tiene la fuerza irracional de los delirios hechos realidad. En 1987, el empresario José Manuel Rodrigues Berardo compró el hotel Monte Palace (que había sido antes iglesia y casa palaciega) y dio vida a su sueño de crear un vergel que contuviera impresiones y recuerdos de sus viajes por Asia y África. Así se revelan 70.000 metros cuadrados de abundantes plantas exóticas procedentes de lugares tan dispares como Escocia, Japón o Sudáfrica. Hay jardines japoneses en los que no faltan budas, pagodas y estanque con líneas de colores pintadas por los incesantes movimientos anestésicos de las carpas koi. A lo largo del reciento se extiende una imponente colección de azulejos que recuerdan que estamos en Portugal, con ejemplos que van del siglo XVI al XXI, demostrando la riqueza y diversidad de lo que se considera una de las mayores expresiones artísticas del país. La pasión africana del fundador se expresa en la colección de esculturas en piedra de Zimbaue, todas ellas de la exitosa primera generación de artistas de Tengenenge, una comunidad formada en ellos años sesenta cuya obra ha sido mundialmente reconocida.
La vista a este jardín invita a tomárselo con calma. Para quien busque adrenalina está bien saber que a cien metros de la puerta de salida se dan cita los famosos carreiros (carros de cesta, un trineo sobre adoquines), el medio de transporte con el que desde 1850 y durante años descendían los aristócratas al centro de la ciudad.
18.00 Dos excursiones
La mejor excursión, sin duda, es la nos lleva a las montañas de Fanal (18), entre el altiplano de Paul da Serra (19) y la Ribeira da Janela (20), una de las localizaciones estrella de la isla. Una floresta centenaria (laurisilva) y carrusel de loureiros (laurel) embellecen unos paisajes protegidos por la Unesco desde 1999 y clasificados como “reserva de reposo y silencio” por el parque natural de Madeira. Más allá de las cumbres planas, inmersos en una espesura de palmeras, fruta viva y el frescor que trae el viento del mar, uno se acuerda de cuando Lorca definía la isla de Cuba como “cintura caliente y gota de madera / arpa de troncos vivos...”.
Otra excursión a tener en cuenta es la que lleva a Calheta, uno de los pueblos de costa con playa artificial y con el extraordinario Museo de Arte contemporáneo (Mudas) (21), instalado en un edificio de 2004 obra de Paulo David.
20.00 La preocupación de Oscar Niemeyer
De vuelta a Funchal por el barrio marítimo de Lido, brilla el Casino Park Hotel (22), un complejo arquitectónico compuesto de un casino, un vestíbulo y un hotel proyectado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. Es conmovedor hallar en las vitrinas de la recepción la carta manuscrita que el 22 de junio de 1966 envió Niemeyer desde París a las autoridades que le encargaron el proyecto. Desde el inicio, habla de la importancia de cuidar “la belleza de la isla, su aspecto pintoresco y acogedor”, de la responsabilidad que supone abordar algo tan delicado y advierte a las autoridades locales de la conveniencia de establecer medidas de protección paisajística. Niemeyer, deudor de Le Corbusier, fue un arquitecto racionalista que se atrevió a desafiar los dogmas del movimiento moderno otorgando al hormigón la libertad de unas curvas y de unas formas orgánicas insólitas. La curva del edificio principal representa muy bien la explicación que dio Niemeyer a su pensamiento: “Mi trabajo no es sobre ‘la forma sigue a la función’, sino sobre ‘la forma sigue a la belleza’, o, mejor aún, sobre ‘la forma sigue lo femenino”.
21.00 Arroz negro de pulpo y gambas para cenar
La mejor manera de terminar el día (este y cualquier otro) es en Kampo (23), restaurante del chef Julio Pereira que ha dado varias vueltas de tuerca a la cocina tradicional madeirense, recreando platos con una elegancia de sabores y texturas que sitúan al viajero más allá del ahora, encantado de este viaje dentro del viaje. Los sabores del mar y de la tierra se elevan y se hunden gratamente como la satisfacción, y es que cada vez que se termina un plato es un drama y se recuerda aquello de que solo se vive una vez. Haga la prueba con el bolo de Berlín trufado o el arroz negro de pulpo y gambas o el corneto de atún... y entenderá por qué hay veces en que el ser humano come sin hambre.
Quienes sigan creyendo en la tentación de la poncha que se pasó por alto a mediodía, que sepan que siguen abiertos el 23 Vintage Bar (24) y, por supuesto, el Nubmer 2 (25), la universidad de la poncha, local tocado por un aura portuaria que irradia ese ambiente inconfundible que concentra el temor y el deseo, lo mismo que una piscina ante los ojos de un niño en verano. Venga, vamos, de cabeza.
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