La antigua ciudad minera e industrial de Lille tiene un mantra claro: reinventarse
El festival de arte ‘Utopia’ es la mejor excusa para acercarse a la ciudad francesa, a sus espacios recuperados para una atractiva agenda cultural y las obras de arquitectos de la talla de Rem Koolhaas o Jean Nouvel
Hay que reconocer que siempre, o casi, Lille ha gozado (o sufrido) de mala prensa. Queda claro en una de las películas más taquilleras del cine francés: ¡Bienvenidos al norte! / (¡Bienvenue chez les ch’tis!, 2008). En ella aparece como un territorio brumoso, en un norte polar, con un idioma incomprensible, el ch’ti, que más que una forma de hablar es una forma de comer, comportarse, vivir. Pues no. Todo eso es puro cliché. Cierto es que algunos parámetros se prestan a ese extrañamiento; sobre todo, su condición periférica extrema, no solo en lo geográfico (está a un paso de Bélgica), sino también en su biografía: antes de anclar en el reino de Francia pasó por varias manos; entre otras, las del Imperio Español, que levantó allí un último y bellísimo edificio bajo su dominio: la Vieja Bolsa (1652).
Lejos de ser aquella ciudad remota y provinciana de la película, Lille se presenta como una Metrópoli Europea, la única en Francia con ese título oficial, además de Estrasburgo. Cuando en 1994 se inauguró la estación de alta velocidad Lille-Europe, el primer convoy Eurostar ponía la urbe francesa a dos horas de Londres gracias al túnel del Canal de la Mancha recién acabado. Tras aquel paso definitivo, la antigua ciudad minera e industrial no ha hecho más que reinventarse: eso es desde entonces una especie de mantra.
Lo último —tras haber sido capital cultural europea en 2004 y capital europea del diseño en 2020— es el festival de arte Utopia, iniciado el pasado mayo y que se extiende hasta el 2 de octubre. Un escaparate del arte más actual bajo un lema muy de nuestros días: el reencuentro del hombre con la naturaleza. Reencuentro con la naturaleza… y con sus raíces urbanas. Porque una de las buenas cosas de esta muestra de creatividad es que se exhibe en algunos de los escenarios icónicos que marcan el devenir del territorio.
Uno de esos puntos álgidos de la muestra es el Hospice-Comtesse, en pleno casco viejo, donde uno se siente como en una ciudad flamenca. El hospicio, construido sobre el palacio de la condesa Jeanne de Flandes (1237), hermana las propuestas más actuales y provocadoras con las antiguas estancias y muebles del hospital de monjas, capilla, refectorio, farmacia y jardín medicinal, dormitorios… El hospicio alberga lo que podría llamarse el museo de la ciudad.
Las otras sedes de Utopia se encuentran, en cambio, en escenarios de aire más afrancesado, que arropan al casco viejo flamenco. Como el Palais-de-Beaux-Arts, un soberbio palacio neorenacentista que es el segundo museo más importante de Francia, después del Louvre. Por sus colecciones, sobre todo de pintura —la escuela española está representada por un par de grecos, otro par de goyas magníficos, Ribera, Picasso…—. Pas mal. La aportación de Utopia, bajo el epígrafe La Fôret Magique, ocupa parte de la entrada y la planta baja.
Dos estaciones ferroviarias se suman a la muestra: la de Saint-Sauveur (“Saint-So”), que hasta 2003 acogía trenes de mercancías y es ahora uno de los puntos calientes de la agenda urbanita, por sus espacios polivalentes, sus terrazas y restaurantes, y una de las citas más remolonas de la noche lillois. La otra estación es Lille-Flandres, en pleno centro y en pleno funcionamiento —cuya fachada, por cierto, es la de la Gare du Nord de París, desmontada y traída piedra a piedra—. Especie de bichos textiles, gigantes y fabulosos, saludan a los sorprendidos viajeros.
Pegada a la estación, Le Tripostal es un inmenso inmueble de los años cincuenta del pasado siglo, destinado en su día a clasificar el correo y que se ha convertido en un espacio multifuncional que acoge todo tipo de eventos culturales y lúdicos, desde conciertos pop a exposiciones de arte, como la que ha traído Utopia de la mano de la Fundación Cartier. Justo enfrente, comienza el quartier Euralille. Un barrio que se extiende hasta la estación de alta velocidad Lille-Europe y que fue planeado por Rem Koolhaas, premio Pritzker de arquitectura en el año 2000 y autor él mismo del Lille Grand Palais. Aunque el icono de este distrito es “el barco”, le llaman, de Jean Nouvel (gran centro comercial que recuerda un poco al nuevo pabellón del Reina Sofía de Madrid); son varios los estudios de arquitectura ilustres que han intervenido en la ciudad, como Christian de Portzamparc y su Torre de Lille (más conocida como “la bota de esquí”, aquí nadie se libra de un mote).
El éxito de Euralille ha sido tal que ya está en marcha Euralille2, justo enfrente, una fase o ampliación centrada no ya en lo comercial, sino más bien en lo habitacional. Con proyectos como Swam, a cargo de Jerome de Alzua, que acaba de abrir el futurista hotel Mama Shelter, o el restaurante y local de moda Nū, the place to be en la ciudad.
Estos ensanches resultan casi anecdóticos frente a la gran diástole de Lille, dispuesta a convertirse en la primera smart metropole de Europa —o, como ellos dicen con un juego propio de palabras, en un auténtico ch’tilicon Valley—, con un enjambre de aulas e instituciones de investigación. Además, aquella región que en el siglo de la revolución industrial se llenó de fábricas textiles, metalúrgicas o químicas alimentadas por minas de carbón y de barrios o poblados para acoger a obreros e inmigrantes está recuperando y poniendo en valor ese patrimonio (como anécdota, fue un obrero local, Pierre Degeyter, quien le puso música a La Internacional).
Otras paradas en Le Grand Boulevard
El eje que vertebra la antigua cuenca industrial es el llamado Le Grand Boulevard, una arteria de 50 kilómetros que une el centro de Lille con ciudades como Roubais o Tourcoing y pueblos intermedios. Ese trayecto se puede recorrer en metro o tranvía. Una parada crucial es Croix, donde puede visitarse la Villa Cavrois, hecha construir en los años treinta por un empresario textil y que es uno de los más puros ejemplos del estilo modernista. A tres paradas más de metro está Roubaix, ciudad que por sí sola merece una escapada sin prisas.
Lo más destacado de ella es La Piscine, unos baños municipales construidos para los obreros que se han restaurado como museo, albergando esculturas y una sólida colección de pintura de maestros locales, donde no importa tanto la firma sino la calidad intrínseca del llamado Grupo de Roubaix. Otro museo dedicado a la memoria textil es La Manufacture, donde se puede ver funcionar a las viejas máquinas. Además del Museo de Bellas Artes y de la amplia dispersión de street art, La Condition Publique es otro edificio de tradición textil dedicado ahora al arte urbano.
Algunas paradas más allá, rozando ya la frontera con Bélgica, Tourcoing ha obtenido la etiqueta de “ville d’art et d’histoire” gracias a la reconversión de su patrimonio industrial, con hitos como la Galerie les Arcades, L’Hospice d’Havré, la antigua escuela de natación (ahora IMA, instituto del mundo árabe), el MUba (museo de bellas artes) o Le Fresnoy (estudio de arte contemporáneo).
La relación de fábricas convertidas en instalaciones culturales, en pequeños núcleos en torno a las ciudades, sería interminable. Y cambia, sin duda, la imagen tristona de la antigua cuenca industrial por una visión más actual y seductora. En la película citada al principio se dice algo que expresa bien el sentir de quien se acerca y experimenta esta tierra: “Quien viene aquí, llora dos veces: una, cuando llega; la otra, cuando tiene que partir”.
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