Delicias de verano en la suiza Jungfrau
Una ruta en torno a Interlaken y Grindelwald, entre los paisajes idílicos de los Alpes suizos, descubre un mundo de aventuras al aire libre
A la región suiza de Jungfrau se llega por sorpresa. El tren avanza desde Berna entre pueblos protegidos con muros de hormigón que desaparecen tras varios quiebros y, como si se descorriera una cortina, aparece el impresionante lago Thun. Es el aperitivo de este rincón de los Alpes porque a partir de aquí las aguas turquesas, los vertiginosos peñascos, las nieves perpetuas y las praderas estimuladas por las lluvias de primavera acapararán el paisaje y nuestra atención.
La Unesco, consciente del inmenso valor de estos valles, glaciares y montañas, lo declaró patrimonio mundial en 2001. El sitio Jungfrau-Aletsch-Bietschhorn abarca más de 80.000 hectáreas de naturaleza explosiva y paisajes bucólicos que tienen su centro turístico en la pequeña ciudad de Interlaken. Su nombre delata su ubicación entre los inmensos lagos Thun y Brienz, cuya unión —el río Aar— es surcado por barcos propulsados a vapor como el Lotschberg, botado en estas aguas hace más de un siglo; una reliquia de madera usada aún como línea de transporte en la ciudad. A orillas de ambos lagos, a casi 600 metros de altura y custodiadas por macizos escarpados, se suceden pequeñas poblaciones de calles sencillas con jardines aseados pero silvestres que exhiben armonía. Y desde las alturas, cuando las bocanadas de niebla se disuelven con la misma rapidez con la que se forman, Interlaken aparece a lo lejos como un campo de semillas lanzadas a boleo.
La colina con las mejores panorámicas de la ciudad se llama Harder Kulm y se llega en un tren cremallera que asciende hasta los 1.300 metros. Además de varios senderos, una vegetación que borbotea y un silencio estremecedor, hay una plataforma sobre el abismo junto a un restaurante en forma de pagoda donde la tradición local exige apostar por la fondue de queso, bien distinta del poké de salmón del vuelo de Iberia que deja en la cercana Zúrich. De regreso, en lugar de subirse de nuevo al tren, hay quienes prefieren descender por el sedero zigzagueante durante dos horas para digerir la cena y las sensaciones tras contemplar, en la misma escena, los majestuosos Jungfrau (pico Virgen), Mönch (pico Monje) y Eiger (pico Monstruo).
Paraíso para montañeros
Los primeros hospedajes en Jungfrau datan del siglo XIV, pero la región empezó a imantar viajeros a partir del siglo XIX. Los trenes se abrieron camino entre las montañas y las comunicaciones propagaron la noticia de que en las tierras altas de Berna, el Oberland bernés, poblado por viejos carpinteros y ganaderos, se prodigaba en encantos. El despampanante hotel Victoria-Jungfrau, que empezó como pensión en 1856 —muy poco antes de que Thomas Cook se dejara ver por Interlaken—, es el icono de ese despertar turístico. Y junto a la belleza intrínseca, las gestas de montañeros: el pico Jungfrau fue coronado en 1811 y el Eiger se acabó de conquistar en 1938 después de muchos intentos y alguna provocación. “Si se puede escalar la cara norte”, dijeron Edi Rainer y Willy Angerer, “nosotros la escalaremos o moriremos en el intento”. Ambos fallecieron junto a dos escaladores más y engordaron la leyenda. Porque todo lo que envuelve al Eiger augura proezas, y la anual Eiger Ultra Trail, una carrera a pie de 101 kilómetros con casi 7.000 metros de desnivel, es herencia de esa mitología.
Más dulce resulta deslizarse por las laderas nevadas con el velogemel, mitad bicicleta y mitad trineo e inventado por un lugareño de Grindelwald a principios del siglo pasado. El artilugio era un medio habitual para moverse entre casas o transportar cartas y comida, pero su existencia se sigue recordando cada mes de febrero con un campeonato mundial. Es solo una de las actividades entre la oferta de propuestas turísticas que el deshielo multiplica. En los lagos Brienz y Thun, además de paseos contemplativos, los jet boat rompen las aguas con violentos quiebros para salpicar a los ocupantes. Por los valles flotan parapentes coloridos y las pistas que en invierno sirven para esquiar y lanzarse en trineo en verano se convierten en un parque de aventuras. Grindelwald First es el vivo ejemplo. Las cabinas del funicular llegan hasta los 1.600 metros de altura y los turistas, una vez arriba, se lanzan en tirolinas, en carros sin motor, pasean por el First Cliff, un bonito recorrido sobre una estructura metálica incrustada en montañas de pizarra, o descienden hasta Kleine Scheidegg, el puerto de montaña que popularizó un festival de música en el que han actuado Bryan Adams, Joe Cocker o Amy Macdonald.
Los teleféricos, los ferrocarriles y los trenes cremallera de estas laderas ayudan en su exploración. La más impresionante de esas infraestructuras es el Jungfraujoch, nacido de las fantasías de Adolf Guyer-Zeller, que quiso llevar un tren a los pies del Jungfrau (4.158 metros). En 1893 realizó un croquis imposible y, tras la aprobación del Parlamento y después de dos décadas de obras y problemas, la estación fue inaugurada. El trayecto dura más de dos horas, aunque un moderno funicular, el Eiger Express, acorta el trayecto al unir Grindelwald con la estación del glaciar Eiger. En el último tramo, los vagones serpentean durante siete kilómetros por las tripas oscuras del Eiger y el Monch hasta alcanzar los 3.454 metros.
Con los turistas sobre el hielo perenne, y entre el revuelo de cuervos y una luz cegadora, en estas alturas también se expende con orgullo varios récords: la estación de tren más alta del mundo, el buzón de correos y la tienda de relojes más alta de Europa, los vientos registrados más veloces del país o la estación de investigación más elevada. En el pasado, el centro científico se ocupaba de la medicina de alta montaña y la astronomía, aunque ahora se vuelca en el estudio del clima, el medio ambiente y glaciares como el Aletsch, cuya vista desde aquí, el mirador Sphinx, es privilegiada. Es el ventisquero más grande de los Alpes y se desparrama durante 23 kilómetros, aunque alguna vez fue mayor. Pero el cambio climático, cuyo desenfreno se ha comido tres kilómetros en el último siglo, amenaza sus 11.000 millones de toneladas de hielo. Debajo de la estación, además, se pueden recorren unas galerías con esculturas de hielo escarbadas bajo el glaciar por guías de montaña hace 90 años.
Una atracción eterna
Cuando Goethe recorrió estas tierras a caballo en el otoño de 1779 y visitó un almacén de queso en Schwarzwaldalp, observó cómo su pequeña elevación servía para airear uno de los productos estrellas. La estructura de madera, clavada en la misma pradera, es solo uno de los símbolos dispersos del bucolismo de la región, cuya identidad arquitectónica estalla en el centenar de casas históricas del museo Ballenberg. De las notas de Goethe sabemos que el almacén, cercano a Grindelwald, tiene ya casi cuatro siglos, y en este pueblo escalonado de colores ocres, donde los negocios mantienen su espíritu local, se descubre que en la confitería Ringgenberg, a la sombra del Eiger, además del típico chocolate, se elaboran un exquisito pan. Se llama pan Wetterhorn, como el pico de 3.700 metros al que homenajea, y ha sido premiado como el mejor de Suiza.
Estos paisajes mojados en toda la gama cromática se aprietan entre los 500 y los 4.000 metros de altura y su consecuencia es una concentrada y variada riqueza natural. Y si en los valles abundan las arboledas, encantadoras casas de madera y las granjas, a medida que se asciende a pie o en cualquiera de las infraestructuras los pinos y abetos desaparecen hasta que las montañas se visten de prados impolutos y lagos alpinos como el Bachalpsee, espejo del pico Schreckhorn o el escondido Oberhornsee. Los hilos de agua entre rocas acaban borboteando y las anchas cascadas y los glaciares no dejan de seducir, siglo tras siglo, a viajeros y artistas que desentrañan las maravillas de la región. Siempre debió de ser así, pues se sabe que Tolkien se inspiró en el Oberland para crear su mítico Rivendel durante una ruta entre Interlaken y Lauterbrunnen y que lord Byron escribió sobre su fascinación de los arcoíris que nacían de las cataratas.
Adentrarse en Jungfrau por los 500 kilómetros de senderos señalados entre refugios de madera, vacas pastando en libertad y sonoros riachuelos configuran inolvidables escenas que no dejan de ampliar su interés en todo el planeta. Primero fue Hollywood con James Bond en Schilthorn, la montaña coronada por un restaurante giratorio, y Clint Eastwood escalando el Eiger; después, la industria de Bollywood echó el ancla en estos mismos valles. Pero es la reciente serie surcoreana Aterrizaje de emergencia en tu corazón la que ha popularizado aún más sus paisajes y varios lugares —First Cliff, el lago del Brienz o el Jungfraujoch— y ha llenado la región de turistas asiáticos. Porque nadie quiere perderse los escenarios imposibles de la imaginación.
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