Descubriendo conquistas y amores prohibidos en Beja
La capital del Bajo Alentejo acoge un rico patrimonio a la sombra de la fama que le dieron las apasionadas cartas de una monja del siglo XVII
Cuentan los libros de historia que Beja, la discreta capital de la subregión portuguesa del Bajo Alentejo, fue fundada por las legiones romanas de Julio César, que firmaron aquí la paz con los derrotados lusitanos. También que por estas tierras batallaron durante siglos cristianos y musulmanes, portugueses y castellanos, dibujando un horizonte de almenas que aún hoy está presente. Sin embargo, a esta ciudad, situada a mitad de camino entre la frontera con España y las playas atlánticas del Alentejo, no la sacó del anonimato un conflicto bélico, sino una monja, Mariana Alcoforado. O, mejor dicho, los amores prohibidos que mantuvo en el siglo XVII con el marqués de Chamilly, capitán de la caballería francesa que anduvo, cómo no, batallando por aquí y la sedujo. Ella plasmó su desengaño en cinco misivas que serían publicadas muy poco después en París en un pequeño volumen con el título Cartas portuguesas (editado en castellano por Acantilado como Cartas de la monja portuguesa). Aquel texto, cuya autoría todavía es objeto de debate (hay quien opina que su refinado estilo no es propio de una veinteañera como era Mariana), ha terminado siendo considerado un clásico de la literatura romántica.
Sin embargo, Beja es mucho más que el escenario de un desamor. Situada en una extensa y fértil llanura que ya atrajo hace 2.500 años a los primeros pobladores, es precisamente la amplitud de la planicie lo que impide al recién llegado disfrutar de una vista de la ciudad y del mar de tierra que la rodea. Por fortuna, la torre del homenaje del castillo, levantada en mármol entre los siglos XIII y XIV por el rey Dom Dinis, salva este obstáculo. Eso sí, hay que superar los 198 escalones que ascienden hasta sus 40 metros de altura para tener una privilegiada panorámica del laberinto de calles, plazas y tejados que conforman el núcleo histórico.
Desde allí se divisa, justo a pie de las murallas, la catedral de la ciudad, de robustos muros y sobria fachada, pero con un interior presidido por hermosos retablos policromados. Algo similar ocurre con la iglesia de Santa María da Feira, un templo levantado sobre una antigua mezquita y aspecto anodino que dentro cobija un exquisito trabajo en madera que representa la genealogía de Jesucristo. No muy lejos está el convento de Nossa Senhora da Conceição, el de la apasionada Mariana, con su rico pórtico, balaustradas y pináculos. Convertido en museo en 1791 (presume de ser el más antiguo de Portugal), en sus salas concurren ahora hachas prehistóricas, una capilla de estilo rococó, estelas funerarias y capiteles romanos, cerámicas árabes, pinturas de los siglos XVI y XVII y paneles de azulejos. Sin embargo, la gran atracción sigue siendo la sencilla y enrejada Ventana de Mértola, a través de la cual la célebre monja veía pasar a su amado militar.
La proliferación de edificios religiosos convierte el paseo por el casco viejo de Beja en un peregrinar de iglesias a ermitas y, de ahí, a capillas. Hay una quincena, la mayor parte aún consagradas al culto. Otras mudaron hace tiempo su uso, como la iglesia de Santo Amaro, convertida ahora en museo de arte visigodo. No obstante, entre templo y templo surgen otros retazos de la historia de la ciudad. Al lado de donde se levanta la iglesia del Salvador comenzaba la antigua morería, con sus calles estrechas que llegaban hasta la vieja muralla. No muy lejos, justo detrás de la catedral, se situaba la judería. De ambas solo queda el dibujo de sus tortuosos pasajes, hoy flanqueados por casas de paredes blancas con dinteles y jambas multicolores en puertas y ventanas.
No faltan los viejos palacios, como el de Los Maldonados (R. do Esquivel, 29), reconvertido en residencia de estudiantes; un cine-teatro casi secular, el Pax Julia, bautizado así en honor al tratado de paz entre romanos y lusitanos, y la plaza de la República, presidida por una ornamental picota y, cómo no, por un templo. Se trata de la peculiar iglesia de la Misericordia, concebida en un inicio como mercado de carne, pero cuya bella factura renacentista hizo cambiar de opinión a su promotor, el duque de Beja, que la cedió a una cofradía para darle un uso religioso. Todo ello sin olvidar el viejo café Luiz da Rocha, con casi 130 años de historia, en el que es obligatorio detenerse para tomar un café acompañado de una pieza de su variada repostería, entre la que no pueden faltar los omnipresentes pastéis de nata.
Entre tanta historia, aún tiene hueco para el arte contemporáneo. Cerca del convento de la monja enamorada emergen dos esculturas de Noémia Cruz. De un rojo chillón y siete metros de altura, no pasan inadvertidas. También llaman la atención los vistosos murales de artistas callejeros de renombre que salpican las calles, como el espectacular gallo que el lisboeta Bordalo II ha levantado con desechos. E incluso proliferan humildes pintadas con el rostro de una mujer acompañado de lemas políticos. Es la imagen de Catarina Eufémia, una segadora alentejana que fue asesinada a balazos en 1954 en una localidad cercana cuando reclamaba mejoras laborales. Su trágica historia acabó personificando en el Alentejo la resistencia popular a la dictadura salazarista, derribada por la Revolución de los Claveles de abril de 1974.
Alejados del casco histórico, pero aún en el término municipal de Beja, se levantan dos vestigios que reflejan que la riqueza cerealística de la comarca viene de antiguo. Uno es el llamado molino grande, de finales del siglo XIX, con su circular edificio blanco, tejado negro y grandes aspas que recuerdan a construcciones similares de otros lugares de la Península. El otro es la villa de Pisões, a unos 10 kilómetros: una pretérita explotación agrícola de la época romana de la que se conservan mosaicos y el sistema de calefacción del complejo termal. Porque Beja es mucho más que los amores prohibidos de una joven religiosa del siglo XVII.
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