Donde Cádiz vuela sobre el mar
Las torres miradores que coronaban los palacetes de los cargadores de Indias en el siglo XVII realzan su leyenda en tiempos de pandemia
La ropa blanca tendida, resplandeciente, al sol. El eco de los gritos de los juegos infantiles se dispersa por las alturas. Las tardes de lectura, costura y reposo al calor del invierno, o al frescor del ocaso estival. Las miradas curiosas a la línea del horizonte que traza el Atlántico. El perfil urbano de Cádiz es una sucesión de azoteas encaladas, festoneadas por decenas de torres de colores terrizos. Poco ha cambiado ahí arriba: llevan tres siglos apostadas en la privacidad de una clausura al aire libre, ocultas a la calle, visibles desde el mar. Estas torres miradores, que fueron señales de un poderío comercial perdido, son testigo ahora del esparcimiento confinado de algunos privilegiados a los que les queda el cielo para soñar con una próxima libertad.
“Un segundo salón”, “un paraíso terrenal todo el año”; a medio camino entre la ficción y la realidad, el médico y escritor sevillano Antonio González-Meneses describe así el uso y valor que los gaditanos daban a las zonas altas de sus edificios en su relato Las azoteas de Cádiz. No es que la ciudad tenga la exclusividad de atesorar un bello paisaje en sus cubiertas, pero sí en el uso intensivo que históricamente ha hecho de estas en un casco histórico rodeado de mar y tan pequeño que cada metro cuadrado se cotiza alto. Esos dos condicionantes fueron los que impulsaron a los cargadores de Indias del siglo XVII a coronar sus casas palacios con más de 160 torres miradores, de las que hoy todavía se conservan 126.
El comerciante gaditano con América de aquella época no se avergonzaba de trabajar, pero era amante del buen vivir. Por eso replicó el esquema clásico de los palacios nobiliarios del sur —bellas portadas, amplios zaguanes y patios centrales— adaptado a su oficio y a la falta de espacio de la ciudad, que entonces tenía menos de un kilómetro cuadrado de extensión. Desde la Edad Media existen en la Península edificios civiles coronados por miradores, como símbolo de poder y guiño a la arquitectura militar. En la ciudad andaluza, los cargadores de Indias le dieron un nuevo uso: levantarlas en las azoteas de sus palacetes para controlar la llegada a puerto de los barcos con sus mercancías.
Las torres miradores gaditanas estaban pensadas para ver y ser vistos. Desde garitas y ventanas —orientadas a los cuatro puntos cardinales— se podía divisar la flota con catalejos y anteojos. Desde su cúspide se izaban banderas que servían para comunicarse con los buques que entraban y salían por el puerto. El equilibrio entre la practicidad y el lujo hizo que estas construcciones llegasen a crear incluso tipologías arquitectónicas propias según cómo resolviesen la culminación de su parte más alta. Los comerciantes compitieron por hacer de su torre la más vistosa y espectacular, con ornamentaciones a base de cerámicas y morteros de cal de colores rojos, blancos y negros que recrean motivos geométricos mudéjares. Desde el mar, los miradores dibujaban un horizonte urbano alabado por diversos escritores y viajeros de los siglos XVIII y XIX.
Cuenta la leyenda que un cargador de Indias, afligido por la entrada de su hija a un convento de clausura de Cádiz, decidió levantar un mirador tan hermoso en su casa para que solo ella pudiese verlo desde la azotea del monasterio. La historia envuelve en misterio a la Bella Escondida, la torre octogonal y ricamente exornada que corona un palacete de la calle de José del Toro, y que solo puede verse desde otras azoteas de la ciudad. Lo cierto es que no es la única que queda escondida desde la calle. El abigarrado urbanismo histórico de Cádiz, caracterizado por vías rectas, estrechas y edificios de tres o cuatro plantas, hace que solo unos pocos miradores sean visibles desde abajo. La mayoría son joyas ocultas de las que solo disfrutaban algunos gaditanos que, ante la falta de espacio para jardines privados, convirtieron sus azoteas en salones al aire libre. Lavar y tender la ropa, coser, leer, jugar o recrearse la vista en el horizonte oceánico eran actividades habituales. Incluso la popularización de las primeras fotografías entre las familias burguesas de finales del siglo XIX tuvieron como escenario estos espacios radiantes de luz, necesidad básica para esos primeros retratos.
El misterio envuelve a la Bella Escondida, torre octogonal de un palacete en la calle de José del Toro
Los siglos pasaron, el comercio con América se esfumó, los palacetes se convirtieron en casas de vecinos y las azoteas en zonas comunes donde, eso sí, las costumbres no mudaron tanto. Muchos gaditanos siguen dedicando las cubiertas de sus casas a los quehaceres domésticos y a disfrutar de unas vistas que invitan a redescubrir perfiles desconocidos de la ciudad, especialmente en estos tiempos de forzosa clausura. Como puerto de mar, Cádiz está curtida en epidemias —por aquí pasaron la peste negra, la fiebre amarilla o el cólera—, aunque difícilmente sus habitantes habrían llegado a imaginar que volverían a encaramarse hoy a sus torres para disfrutar, en parte, de esa libertad que el coronavirus nos ha robado.
En estas semanas las redes sociales se han llenado de fotos y vídeos en los que estas azoteas emergen de nuevo como protagonistas del esparcimiento familiar, de sesiones de deporte o de aplausos colectivos. Los comerciantes ya no otean el horizonte, muchas de sus torres-miradores se han reconvertido en pequeñas viviendas y las fotografías modernas no precisan de aquella luz resplandeciente para quedar impresas en una lámina de plata. Pero con la calle vedada, los altos vuelven a ser cotizados salones privados al aire libre y Cádiz no parece tan distinta de aquella capital a la que le cantó la escritora decimonónica Carolina Coronado: “¡Ciudad de torres, solitaria y bella!”.
Cuatro vistas para el futuro
Las peculiaridades de las 126 torres gaditanas que se conservan son conocidas gracias a Juan Alonso de la Sierra y su libro Las torres miradores de Cádiz (1984). Poco se ha avanzado después en su protección y divulgación. Apenas una recibe a turistas y otras tres solo en determinadas circunstancias.
- Torre Tavira. Del siglo XVIII, es la más alta de la ciudad (45 metros sobre el nivel del mar) y está adosada al palacio de los Marqueses de Recaño. Se puede visitar desde 1994 y su cámara oscura ayuda a comprender el urbanismo de Cádiz y a descubrir otros miradores. Web: torretavira.com
- Torre del Reloj. Es uno de los campanarios de la catedral. Su cercanía al mar hace que subir merezca la pena. Web: catedraldecadiz.com
- Casa de las Cuatro Torres. El comerciante armenio Juan Clat, Fragela, levantó cuatro casas concebidas como un único edificio cuyas torres son visibles desde la calle. Una de ellas es accesible para los huéspedes del hotel del mismo nombre que ocupa uno de los palacetes. Web: casadelascuatrotorres.com. Lee la crítica del hotel de Fernando Gallardo pinchando aquí.
- Casa de las Cadenas. Palacete del XVIII, lo corona una torre de terraza con barandilla de mármol y letras esgrafiadas en sus fachadas que solo eran legibles desde el mar. Sede del Archivo Provincial, es visitable bajo petición en informacion.ahp.ca.ccd@juntadeandalucia.es
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