Reflexiones desde el confinamiento en casa de un incansable trotamundos
Los periodistas de viajes somos como los molinos: solo producimos si nos movemos
¿Cómo ser un viajero/aventurero en el siglo XXI? Me lanzaron la pregunta desde la Redacción de El Viajero. Cómo ser explorador en un mundo en el que todo está explorado. O cómo ser aventurero en un mundo en el que ya todo es previsible. Para empezar, no me gusta la palabra viajero. ¿Cómo declararte viajero hoy, cuando tanto narcisista de redes sociales ha maleado el término para usarlo como arma arrojadiza contra los otros, los turistas? Sigo prefiriendo definirme como un turista, de larga duración, pero turista. Al fin y al cabo, turistas somos todos. Da igual que te vayas una semana con un viaje del Imserso o seis meses con tu mochila por Sudamérica. Si tienes billete de vuelta, eres un turista, por mucho que te duela. Conozco a muy pocos viajeros de verdad. Y los que lo son, ni tienen billete de vuelta ni dedican sus selfis en Instagram a marcar territorio con los otros, los turistas. A un viajero de verdad esta polémica se la trae al pairo.
Entonces, ¿cómo es el —aceptemos llamarle así— viajero-aventurero del siglo XXI? Pues muy diferente al de finales del siglo XX, y eso que no ha pasado un siglo sino tan solo dos décadas. Cuando empecé a viajar, mandabas noticias a casa en trasnochadas postales con colores más saturados que los de un almanaque chino. Llamabas una vez cada 15 días, si tenías la suerte de encontrar un teléfono. Pero no era problema: en casa tampoco esperaban que llamaras más. De hecho, se preocupaban si lo hacías a menudo. Cuando empecé a viajar había cabinas, leías libros de papel, llevabas carretes para la cámara, torturabas a los amigos con interminables sesiones de diapositivas, los billetes de avión eran boletos llenos de hojas y papel de calco rojo, preguntabas a un señor con boina en la fuente del pueblo por dónde se iba a tal sitio, comparabas mapas y guías de viaje, pegabas tus fotos de recuerdo en un álbum y disfrutabas de un atardecer solo o en compañía mirando el atardecer, no la pantalla del móvil. Ahora todo esto lo llevas en el bolsillo en un cacharro minúsculo al que le llaman teléfono, pero que se usa para todo menos para llamar.
He suspendido, o me han cancelado, viajes a Turquía, Bahamas o las islas Svalbard por el Covid-19
¿Y esto es bueno o malo? Pues no es ni bueno ni malo. Es. Y ya está. Nunca creí aquello de que cualquier tiempo pasado fuera mejor. ¿Cómo despreciar que ahora puedas hablar con tus familiares por videoconferencia y gratis desde cualquier lugar del mundo? O llevar en el bolsillo una herramienta que te ofrece mapas del lugar, poder reservar online hoteles o la entrada para un museo, saber qué tiempo va a hacer, buscar un restaurante, escuchar música, hacer fotos y vídeos, y compartirlos.
La tarifa plana de datos debería estar en los libros de Historia junto al fuego, la rueda y la pólvora. ¡Nos cambió la vida! También la forma de viajar. Solo que, como todo lo nuevo, también lleva aparejado perversidades. Pero eso depende de lo que uno se deje enganchar. Hay viajeros a los que el Twitter no deja ver el bosque porque van todo el día pendientes de la pantalla, como zombis. Y hay otros que, pese a las tentaciones de los likes, tienen tiempo (y sensatez) para disfrutar de la aventura en presente, admirar un paisaje y apreciar una conversación o una puesta de sol. Parafraseando el título de una película: no le eches la culpa al móvil de lo que te pasa por gilipollas.
Es verdad que todas estas nuevas tecnologías, a los que vivimos de comunicar y de contar viajes, nos han complicado la vida. Para qué engañarnos. Antes, cuando iba a hacer un reportaje solo tenía que dedicarme a tomar notas para escribirlo, que para las imágenes ya mandaban a un fotógrafo. De hecho, hacer las dos cosas era pecado mortal y me gané alguna reprimenda por intentarlo (avanzado que era uno). Y, cuando volvías, tenías un mes para escribir tu crónica tranquilamente, lo que daba para pensarla, repensarla y madurarla. Los antiguamente llamados periodistas de viajes, conocidos ahora como influencers o prescriptores (cada vez que oigo este nombre me imagino con una bata blanca repartiendo ibuprofeno), somos una especie de hombre-mujer orquesta que tiene que hacer de todo: escribir, hacer fotos, grabar vídeos en horizontal para la web y en vertical para los stories, hacer un programa de radio, subir fotos a Instagram, un post en Facebook, incluso un baile para Tik Tok, tomar notas para el blog, grabar audios para un podcast… uuuffff. ¡Qué poca visión de futuro la de quienes me decían que o escribía o hacía fotos, que las dos cosas a la vez era imposible! Ya quisiera yo ahora viajar escribiendo y haciendo fotos solamente. Qué tiempos aquellos en los que los reporteros canallas pasaban el día en el frente tomando notas en su cuaderno, preferiblemente Moleskine, como los de Chatwin, y la tarde noche en el bar del hotel. Ahora te pasas la tarde y la noche respondiendo a tus seguidores en Instagram. Pero mi hígado lo ha agradecido.
Pero si algo bueno nos han traído estas nuevas tecnologías es que nunca antes los contadores de historias hemos tenido tantas herramientas para llegar al público y, además, llegar a él directamente, sin pasar por el filtro y el embudo de un medio de comunicación tradicional. Al viajero-aventurero-influencer del siglo XXI, Internet le ha regalado el más preciado de los tesoros: una herramienta con la que puede saltarse de un plumazo el engranaje empresarial que ha funcionado de manera impertérrita desde que Gutenberg inventó la imprenta en el siglo XV. Y eso es un lujo.
Y todo cambió...
Bueno, todo esto que comento era así hasta este mes de marzo, cuando una nueva palabra se cruzó en nuestras vidas: coronavirus. Escribo esto desde la cuarentena en mi casa. Yo, en mi casa. Un oxímoron para alguien que pasa más de 220 días al año fuera de ella. De momento, lo llevo bien. Me lo he tomado como un regalo: 15 días de tranquilidad para escribir, editar vídeos, poner en orden notas y apuntes, preparar nuevos proyectos, ordenar mi despacho…. ¡estoy por pedir al Gobierno que lo amplíe a otras dos más! (aunque me temo que, por desgracia, no va a hacer falta pedírselo). Pero la cruda realidad es que como esto se prolongue no sé qué va a ser más fuerte, si la depresión o la ruina. De aquí a mayo he suspendido, o me han suspendido, viajes a Turquía, las Azores, Bahamas, las islas Svalbard (archipiélago noruego en el extremo Ártico; de nada, Covid-19) y varias rutas por España. Y la campaña de verano está pendiente de un hilo. La hecatombe.
Los periodistas de viajes somos como los molinos: solo producimos si nos movemos. Así que no me resulta un problema describirles cómo veo al viajero-aventurero del siglo XXI. Lo que por desgracia no puedo ni barruntarles es cómo veo nuestro mundo después de esta pandemia. Ni quién resucitará de entre las cenizas.
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