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Entre cañones y camarotes en la bahía gaditana

El Museo El Dique, en Puerto Real, conserva los vestigios de su histórica factoría naval, del siglo XIX, entre talleres con columnas de hierro forjado, un antiguo remolcador a vapor y bombas centrífugas

Visitantes en el Taller de Forja del museo El Dique, en Puerto Real (Cádiz). 
Visitantes en el Taller de Forja del museo El Dique, en Puerto Real (Cádiz). Juan Carlos Toro

¿Cuántos entre quienes pasean por la plaza y los glamurosos jardines de Trocadéro, en París, saben que su toponimia remite a una península de Puerto Real? Nunca una batalla, la librada el 31 de agosto de 1823 en la isla de Trocadero, en la costa gaditana, tuvo tan nefastas consecuencias para la historia de España. La rendición del fuerte de San Luis a las tropas francesas enviadas para restaurar la monarquía absolutista del infame rey Fernando VII no solo trajo aparejada la caída de Cádiz, sino también la liquidación del Trienio Liberal y el arranque de la denominada Década Ominosa y su sangrienta represión. Justo al lado de los restos del fortín de Matagorda, ubicado en la punta de Trocadero, se conserva “el astillero civil más antiguo de España, entendido como gran instalación industrial costeada por un empresario privado”, apunta José María Molina, antiguo director del Museo El Dique, centro dedicado a cuidar de los vestigios de dicha factoría.

La visita al museo incluye las Cabinas Modulares, un antiguo expositor de camarotes a tamaño real

La ubicación de este astillero es sencilla por cuanto ocupa la zona histórica del recinto industrial de Navantia, cuya descomunal grúa de pórtico se atisba desde cualquier punto de la bahía de Cádiz. Estos restos de 1878, erigidos sobre pilotes por la fangosa topografía, están declarados bien de interés cultural y fueron costeados por Antonio López y López, marqués de Comillas, quien da la bienvenida materializado en una escultura broncínea carcomida por el verdín. Sorprendería encontrar a este indiano cántabro justo en las antípodas de la Península si esta factoría no hubiera servido para el mantenimiento de su línea transatlántica, que enlazaba con las colonias españolas.

Casi se arruina el marqués en la construcción de este dique seco o de carenas, pieza señera de la ingeniería hidráulica del siglo XIX y destinado a la limpieza de la obra viva (sumergida) de los cascos de los barcos. Varado en una suerte de cama se conserva el remolcador a vapor Matagorda, que trasladaba a los trabajadores desde la capital gaditana, conexión marítima que finalizó con la apertura del puente Carranza, en 1969. Pura memoria colectiva.

cova fdez.

De entre los edificios e instalaciones que formaron parte de la actividad productiva del histórico astillero sobresale el Taller de Forja, edificio luminoso que incorpora en su estructura esbeltas columnas de hierro fundido. Unos 40 paneles recogen la memoria de las casi 1.000 naves construidas en esta bahía, despuntando en Matagorda el transatlántico correo a vapor Magallanes (1928).

En la Cámara de Bombas, el espacio expositivo de El Dique, el espectador, rodeado de fotografías en blanco y negro, cree oír las voces cruzadas de los distintos gremios —calafates, remachadores, forjadores, herreros de ribera— imaginando que hace un instante los carpinteros-trazadores pintaron con tiza la huella del casco del barco en el pavimento, dando comienzo así una labor de cerca de dos años. También se exhiben dos bombas centrífugas de achique.

El paseo continúa entre curiosidades como la iglesia (1891), de expresión entre neorrománica y bizantina. Lo que en ella sorprende es la cúpula, desmontable, para que en tiempos de guerra no sirviera de referencia a los acorazados enemigos (el faro de Cádiz fue demolido en 1898 previendo un ataque estadounidense). El interior saca brillo al conjunto con una peculiar pila bautismal, que no es sino una almeja gigante, la Tridacna gigas, originaria de Filipinas, otro de los puertos a los que ponían rumbo los cargueros del marqués.

La visita (guiada y de dos horas de duración; entrada 8 euros) no puede acabar sin entrar en las Cabinas Modulares (suplemento de 2 euros), el expositor de camarotes mock-up (a tamaño real) destinado a mostrar a los armadores de lo que era capaz el astillero en 1995, en cuanto a interiorismo se refiere. Encontramos desde camarotes para trabajadores en barcos de carga hasta salas de oficiales de la Armada. De los cruceros se reproducen tanto arcades (salones de entrada), como suites de primera clase, con el pasillo también customizado. Hay visitantes que salen con un asomo de mareo, pese a estar emplazado en seco, en suelo firme.

Junto a los cañones damos un salto temporal, porque allí estuvo ubicado el castillo de Matagorda, donde estaba destinado Gabriel de Araceli, protagonista de Cádiz, el sabroso episodio nacional escrito por Pérez Galdós, de quien se cumplió el 4 de enero de 2020 el centenario de su fallecimiento. Desde aquí disparaban los franceses durante la guerra de la Independencia con proyectiles que al principio no lograban alcanzar el oratorio de San Felipe Neri, “origen del constitucionalismo español y cuna de nuestras libertades”, según el autor canario. Es por eso por lo que los obuses, que quedaban sin explotar y con su plomo desparramado, al decir de la coplilla popular, eran reutilizados como artículo de tocador: “Con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones”. El asedio fracasó. Habrían de pasar 12 años hasta la llegada de las tropas del duque de Angulema, que sirvieron de inspiración a Galdós para otro episodio, Los cien mil hijos de san Luis. Esta vez los franceses lograron su objetivo.

Conviene aprovechar para ir al paseo marítimo de Puerto Real y sentarse en la terraza de la pastelería La Trufa. Podremos saborear algunas de las 16 variedades de palmeras elaboradas por Francis Mel, creador asimismo de la piñonera, postre que en apenas siete años se ha convertido en un clásico de Puerto Real.

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